Hermann Bellinghausen
Misión en Morayta

La avioneta brotó de las nubes como agarrando un respiro, y bajo ella abrió el panorama grande, seco, de los llanos que median entre una y otra sierras Madre, a mitad de la República. El pueblo de Morayta, destino de Velasco sobrevolando en óvalo para enfilar la pista, tenía el brillo gris y espinoso de un esqueleto de pescado, casi intacto, liso y largamente lamido por la arena, el sol, y alguna lluvia el año pasado. Pensó en su natal Sayula, sin nostalgia.

Trabajaba de visitador de la secretaría, algo así como inspector de maestros en lugares apartados. Formado en el nacionalismo revolucionario y orgulloso de Cárdenas, conservaba un poco del apostolado vasconcelista de la generación anterior, aunque había dejado el magisterio a cambio de la burocracia. En ese entonces aún se podía bajar en los pueblos sin decir con pena que uno venía de parte del gobierno. Como quiera, de quién más podía bajar una avioneta en Morayta.

No pertenecía a su jurisdicción, pero lo habían mandado porque González estaba de incapacidad. Traía una carta para la maestra Neira. No tenía el gusto, pero le hablaron de ella. Sola, casi joven todavía, desde hacía cuatro años no salía de Morayta, lo más parecido a ninguna parte que quepa imaginar. La idea sobre ella era confusa, si bien peculiar. El piloto no fue la excepción:

--¿La maestra? Sí, una mujer muy especial.

La nave rebotó toscamente sobre la terracería semidibujada en el llano. Baches y rocas. Incómodos sobresaltos. Velasco empezaba a odiar ese trabajo. Abrigaba el pensamiento de solicitar un traslado a la capital, y de preferencia a una oficina.

Todo el pueblo se había reunido junto a la pista. Unos todavía venían corriendo. A los niños la avioneta les estaba haciendo el día. Tanta conmoción le hizo sospechar que González no hacía bien su trabajo, pues por lo visto era novedad que llegara alguien.

Gente terregosa, cetrina, sonriente, de pocas palabras. Muy formal, ceremonioso, el comisariado ejidal le indicó dónde encontrar a la maestra Neira, una de las pocas personas en Morayta que no corrió a recibir la avioneta.

Se dirigió hacia donde le dijeron. Lo seguía, en procesión, medio pueblo.

La encontró leyendo, absorta, a la sombra de un mezquite, en el patio de una casa atrás de la escuela. Cruzó una pequeña estancia desnuda, con un gran retrato de quién sabe quién, un hombre antiguo que voltea sobre su hombro. Un cuadro raro. Salió al patio. La cabellera castaña, esponjada y refulgente de la maestra cogió a Velasco por sorpresa. No esperaba eso. Ni la indiferencia. Tuvo que interrumpirla.

--Disculpe, buenos días, la maestra Neira, ¿se encuentra?

La obviedad de la situación lo abrumaba. Ella alzó la vista, lo miró desatenta, consciente a medias del visitante.

--Sí --dijo, sin ningún énfasis, ella. Caminó hacia él, quien extendía en silencio el sobre que lo mandaron a entregar. Debía ser algo de importancia. Ella rasgó el sobre, extrajo el papel, leyó. Inexpresiva, sonrió escasamente, por educación, y en vez de dar las gracias le preguntó a Velasco:

--¿No tuvo usted padres perfectos?

Velasco titubeó. Sí, bueno, su madre, sí, casi. Una santa. A su padre no lo conoció. Dicen que fue cristero.

--Yo sí --dijo ella con fría rabia y en ese momento Velasco vio la espléndida fiera en ella.

--Tan perfectos, que ya no existen. Su único error fue engendrarme. Al fin lo corrigieron, me acaban de desheredar. ¿Ceerán que me importa?

Velasco era un burócrata, inspector, y ahora recadero. A él que no le dijeran. La maestra lo taladró con la mirada. Como una sombra que atravesara el polvo, una fuerza que atraviesa una sombra. La del mezquite al atardecer.

Llegaron a buscarlo los niños, de parte del piloto. ``Que dice el capitán Medina que si regresa con él o qué, que se hace noche''.

Velasco quiso preguntarle a la maestra lo que se preguntaba para sí: ¿qué hace sola una mujer como usted en un lugar como éste? Le faltó tiempo para coger valor.

La mestra le extendió la mano, una mano larga y suave, de princesa.

--¿Ninguna respuesta? --indagó Velasco-- Sabe, me encargaron, este, que le pidiera una.

La maestra Neira, tan distraídamente como todo, sonrío. A Velasco casí lo asustó su expresión de felicidad.

--Digáles que gracias. Dígales lo que quiera. Invente algo.

Demasiado tarde, le ganó la curiosidad. ¿Era mucho dinero? ¿Qué hacía ella en Morayta? Puras preguntas vulgares que reprimió avergonzado; pero, ¿por qué la alegraba esa mala noticia?

Como en una película mexicana de aquella época, la maestra lo acompañó a la puerta de la modesta vivienda y le dijo:

--Que tenga usted un buen viaje, licenciado... ¿Velasco, verdad?

Cuando la avioneta ganó altura, y la gente en la pista movía las manos, Velasco asomó hacia la escuela y vio la cabellera luminosa, el rostro blanco de la maestra y una mano que se agitaba diciendo adió con una llama. Como una antorcha.

Aunque era ferviente antiyanqui, Velasco pensó con gusto en la Estatua de la Libertad, pensó en la cabellera castaña y hermosa, y en las noches siguientes soñó incendios