La salida de Antonio Lozano de la Procuraduría General de la República fue como su entrada: sin explicaciones satisfactorias. La idea de que su incorporación al gabinete era producto de una invitación personal, la renuencia a asumir pactos políticos que podían sustentar la particular cohabitación, finalmente se convalidaron con su salida: no hubo ruptura de acuerdo alguno, sólo reacomodo en el equipo presidencial.
Solicitar explicaciones puede parecer ocioso. La lógica de su salida sólo conduciría a enfrentar balances; de un lado se acentuarían las ineficiencias y hierros; del otro los logros y hallazgos, y ahí de nuevo las fobias y filias ordenarán las posturas.
En ese contexto, efectivamente no cabe esperar que los actores involucrados asuman un papel distinto al que han venido jugando: el guión decía que Lozano respondía a una invitación personal, que tras de ello no había ninguna clase de acuerdo con el PAN, por lo que su remoción no podía significar la terminación de ningún acuerdo. Sin embargo, en este clima en que los cogobiernos que no se asumen, los pactos no cristalizan, y la información no fluye, es inevitable abrirle cauce a la especulación, y atender más las actitudes que los acuerdos formales.
Así, la remoción de Lozano se inscribe en una secuencia muy ominosa de eventos que parecen perfilar el fin de la época de la cooperación, y el inicio de una etapa de confrontaciones crecientes. El malogrado final de la reforma electoral, las tentativas de alterar la composición del congreso local mexiquense, incluso las celebraciones por la remoción del ex procurador, hablan de la construcción de un clima político dominado por el endurecimiento.
Los dos primeros años de la administración de Zedillo se caracterizaron por una búsqueda casi obsesiva de acuerdos que, habiendo producido sin duda avances sustantivos, y habiendo colocado al consenso como la fórmula privilegiada, no consiguió que los acuerdos se consolidaran cabalmente, no se amplió la coalición gobernante, y ahora se apela a las leyes de la mayoría, y se da banderazo de salida a la época de la competencia. La sana distancia, como síntesis del espíritu reformador, cedió su lugar al reclamo del uso personalizado de la mayoría. Empezó el periodo de la diferenciación, y los riesgos de que se desborden las pasiones políticas son elevados.
Dos años de esfuerzos de concordia no alcanzaron para normalizar la convivencia y asentar firmemente los activos con que cuenta el país. Era evidente que conforme se acercara la época electoral, los incentivos para diferenciarse iban a ser mayores que los incentivos para cooperar. No sólo se agotó el periodo, sino que la cooperación no produjo cambios de actitud consistentes. En el inicio del tercer año, por desgracia, parece más ominosa la ruta de la normalización democrática. En cualquier caso habría que esperar que la remoción de Lozano se signifique, entre otras cosas, por el final de una etapa en la que los acuerdos no se reconocían y, de ahora en adelante, las cohabitaciones o pactos alcancen la claridad suficiente y el peso político específico como para que el pedir cuentas no sea una operación ingenua, sino una práctica común.