El enunciado bretoniano: ``La belleza será convulsiva o no será'' titula una ambientación que, dentro del ciclo de homenajes a André Breton, puede visitarse en el Museo Carrillo Gil. Son cada vez más frecuentes las exposiciones en las que el curador es realmente ``lo que se muestra'' y no otra cosa. La ambientación que comento proporciona ejemplo típico. Pero antes de describir someramente en qué consiste, desearía imaginar qué me respondería un estudiante, un médico, un lingüista o un artista si yo les preguntase: ¿qué se asocia con la belleza convulsiva?
La palabra belleza tiene un abanico amplio y subjetivo de significados: hay belleza en una ecuación bien planteada, en un aforismo, en el corte vertical de un nervio visto al microscopio, en las manchas del test de Roscharch. Pero nada de esto es belleza convulsiva pues ésta, para asociarla a algo, tendría que referirse a imágenes, objetos, sonidos o frases que expresen convulsión.
La convulsión puede entenderse de varias maneras, la más general implica un movimiento corporal violento, que puede tener su origen en descargas eléctricas, como sucede en las crisis epilépticas. Pero también se genera como agitación producida por algo que al ser percibido causa trastornos anímicos y físicos. Cuando hay sacudidas en la corteza terrestre sentimos la tierra convulsa. Sí, hay imágenes o sonidos que desatan tal efecto y que pueden considerarse ``bellos''.
Goya es ejemplo si pensamos en la pintura de Kronos devorando a uno de sus hijos ya mutilado (no se trata de un infante, es un hombre de corporeidad adulta ingerido por un voraz monstruo antropomórfico en escala enorme). También sus pinturas negras pueden ser convulsivas, mientras que Los horrores de la guerra, incluso a través de su excelente dominio técnico, transmiten horror. Y todo es belleza. Algunos magistrales dibujos y aguafuertes de José Luis Cuevas (preferentemente de los años sesenta y setenta) se encuentran en el mismo caso. Y se podrían mencionar más ejemplos. Pero aceptemos que las escenas meramente violentas no encajan dentro del término ``belleza convulsiva''. Recuerdo ahora las que se insertan en forma de video en la película española Tesis del joven director chileno Alejandro Amenabar. Convulsivas al grado de producir vómito. Bellas no.
La ambientación del Carrillo Gil consiste en una serie de lienzos de terciopelo carmesí dispuestos en la sala de exhibición de manera que parecen cubrir cuadros, todos del mismo tamaño. Hay un pequeño recinto cerrado, oscuro, donde una diminuta televisión transmite imágenes de Breton. Se escuchan voces, casi a manera de murmullos. Lo que produce el conjunto es sensación de culto, es decir, se siente como un via crucis dentro de una iglesia atípica en la que se emiten plegarias. ¿Se convirtió el surrealismo en una religión? No era eso lo que deseaba su pontífice, pero quizá así sucedió. Sobre los paños hay textos inscritos de varios autores. Una se para ante ellos, los lee, y la actitud que guardan es solemne como si fuesen textos sacros.
Varios incluyen párrafos largos de Breton, Ernst Jünger, Novalis, Musil, Wittgenstein, Riefensthal narrando un encuentro con Hitler, etcétera. Otros son más cortos: Thomas Mann, Proust, Wolfgang Paalen, Walter Benjamin. Los hay que son frases paradigmáticas, bien conocidas, de Nietzsche: ``¿Cómo puedo existir si Dios existe?''; o de Rimbaud: ``Yo es un otro''. Todos los textos se proponen como imágenes verbales y fueron elegidos por el curador: Andreas Neufert, quien además escribió un largo ensayo, erudito pero complicado, antecediendo la recopilación de los textos en un libro pequeño hermosamente editado por la embajada de Francia en conjunción con el CNCA y el INBA. La publicación indudablemente tiene valor propio, pero creo que anula, o casi, la necesidad de la ambientación exhibida. El domingo hacia las 12 del día (la hora de la misa en la vecina Iglesia del Carmen de San Angel) me entretuve observándola en el Museo. Un solo espectador, nadie más había en la sala, se paraba frente a los paños colgados a modo de sudarios y murmurando leía lo inscrito en ellos. Ambos realizábamos un silencioso recorrido. André Breton no fue ciertamente San André Breton.
El crítico de arte Claude Mauriac, que a su vez era monje benedictino, pensó que si un católico devoto hubiese escrito Fata Morgana, su expresión coincidiría con la de Breton, dado lo cual pensó titular la monografía que le dedicó como Saint Andre Breton. La furia del biografiado no se hizo esperar y el autor publicó su libro sin canonizar a André en 1949. Para entonces, algunos de sus detractores lo consideraban un místico casi religioso. ¿Lo era? No. Era un intelectual y un poeta. La impresión que deja la ambientación pergeñada en el Museo Carrillo Gil en su honor es religiosa y la ``religión surrealista'' desde 1947 está llena de altares y de ritos iniciáticos. Lástima que en el medio día dominical sólo dos devotos mexicanos nos allegamos a la capilla.