Ugo Pipitone
Guatemala: ¿el fin de la barbarie?

Se firman en estos días los acuerdos que después de más de tres décadas de guerra civil, podrían abrir un nuevo capítulo en la historia guatemalteca. Son momentos estos de conciliación. Pero aquéllos que estamos fuera de Guatemala podemos permitirnos --sin peligro de producir consecuencias negativas sobre las negociaciones-- el lujo de la verdad y la memoria.

Hace años se preguntaba Vargas Llosa (dicho entre paréntesis, uno de los mayores novelistas americanos y una de las conciencias políticas más asombrosamente miopes del continente) a partir de qué momento se jodió el Perú. Si uno se repitiera la misma pregunta a propósito de Guatemala no tardaría en percibir la imposibilidad de una respuesta. Con todo el respeto debido a un pueblo sobre el cual han caído todas las desgracias posibles e imaginables a lo largo de generaciones, ocurre la sospecha que Guatemala nunca dejó de estar jodida desde su incruenta independencia. Antes los ingleses y después el infortunio peor: Estados Unidos, con su séguito de United Fruits requisando las tierras mejores del país, embajadores más poderosos que enteros gabinetes guatemaltecos, asesores militares paranoicos, CIA y manípulos de asesinos a sueldo. Y del otro lado, en perfecto contrapunto, ceremonias patrióticas en el escenario de rostros embrutecidos de trabajo y miseria, clarines hiriendo el aire, pechos cargados de medallas, promesas de progreso en medio de un país en que los indígenas eran tratados, en el mejor de los casos, como animales de carga. La mezcla de la piedad puritana del norte y del fervoroso catolicismo de los dirigentes autóctonos produjo un delirio de brutalidad y cinismo en forma de país: Guatemala.

Entre los 40 y los 50 los intentos reformadores de Arévalo y Arbenz chocan contra el muro de una democracia USA de exportación bien amalgamada con una oligarquía local compuesta de militares y terratenientes --sustancia viva del homo sylvestris guatemalteco. La CIA organiza el golpe de Estado del 54 y el resto es conocido. ¿Cómo asombrarse por la inevitable radicalización que conduciría, a comienzos de los sesentas, a la lucha guerrillera? Y llegamos al apoteosis democrático en las elecciones del 78. Tres candidatos: un coronel y dos generales. Y he aquí el balance de más de tres décadas de regímenes militares, promoción de la democracia USA y desesperación campesina: casi 200 mil muertos y un millón de desplazados en una población que apenas llega hoy a los 10 millones de habitantes.

Pero finalmente parecería haber llegado para los guatemaltecos el momento azaroso de la reconciliación y el cambio. Y es ahora cuando resulta obligada una pregunta. ¿Sería mucho pedir que Estados Unidos asumiera un explícito compromiso económico en la reconstrucción de un país del cual sacaron cuantiosas riquezas al costo de miseria y barbarie? Sí, obviamente es mucho. De Estados Unidos los guatemaltecos no recibirán ni unas baratas disculpas. Así funciona la mayor democracia del planeta.

Y sin embargo mucha ayuda necesita Guatemala para que las buenas intenciones del gobierno actual y de la ex guerrilla de la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) puedan establecer los cimientos de una democracia sustentable. Donde democracia sustentable significa por lo menos dos cosas: convivencia civilizada entre individuos capaces de gozar de niveles mínimos de bienestar y ruptura de las barreras de exclusión étnica que han caracterizado el país desde siempre. Dos tareas endiabladamente complejas y sin garantías de éxito al estado actual de las cosas.

Con el inminente establecimiento de un esqueleto de democracia posible, Guatemala se enfrenta a la tarea de remediar los desastres de décadas de brutalidad militar con saqueo y realpolitik estadunidenses. ¿Cuáles son las dimensiones del desastre? Veámoslo en pocas cifras. Un PIB per capita de mil dolares con una de las distribuciones del ingreso peores del mundo. Sólo Brasil, Zimbabwe, Guinea Bissau y México están en situaciones similares en el mundo, en lo que concierne a la polarización del ingreso. Un 55 por ciento de la población adulta analfabeta y más de dos terceras partes de las exportaciones representadas por materias primas. Poco de qué estar alegres para una tarea de construcción de la democracia. Pero de ahí habrá que partir.