Las reformas constitucionales aprobadas ayer, en forma casi unánime, en la Cámara de Diputados, y que permitirán a connacionales en el extranjero adoptar la nacionalidad del país donde residen, sin por ello perder la mexicana, tienen el propósito específico de permitir mejores condiciones de trabajo, vida y subsistencia a los emigrantes mexicanos en Estados Unidos.
En efecto, esos connacionales se han visto hasta ahora entre la espada y la pared: por un lado, su condición de extranjeros en el país vecino los hace víctimas de toda suerte de discriminaciones, agresiones y abusos; por la otra, según la redacción constitucional que imperaba hasta ayer, no podían acceder a la nacionalidad estadunidense sin perder la mexicana.
Con los nuevos términos establecidos en los artículos 30, 32 y 37 de la Carta Magna, y con las adiciones y reformas a las leyes reglamentarias correspondientes, los trabajadores mexicanos que se establecen en Estados Unidos podrán optar por los derechos y las garantías que otorga la ciudadanía estadunidense sin perder por ello su nacionalidad mexicana, que es la expresión legal de raíces y de pertenencia.
Este importante paso en el terreno constitucional y legislativo es expresión de múltiples esfuerzos realizados tanto en el ámbito del Ejecutivo --y, especialmente, en la Cancillería-- como en el del Legislativo, y cabe felicitarse por el hecho de que haya suscitado el acuerdo de todas las fuerzas políticas representadas en la Cámara de Diputados. Ello es indicativo de la importancia que ha cobrado en la sociedad la defensa de nuestros connacionales que viven del otro lado del río Bravo.
En algunos medios de Estados Unidos estas medidas han despertado reacciones equívocas.
Mientras que Los Angeles Times se pregunta, en un editorial de su edición de ayer, si la decisión mexicana no complicará más de la cuenta casos de extradición de delincuentes, The New York Times estima que la medida fue adoptada en razón de que los políticos mexicanos han empezado a ver a sus connacionales que viven en el país vecino como un ``botín político'' y de que podrían convertirse, al obtener el derecho al voto en Estados Unidos, una ``fuerza de cabildeo''.
Es significativo que esos dos importantes medios de la prensa estadunidense resalten tales cuestiones y las relacionadas con los derechos de propiedad en ambos países, por encima de la poderosa razón de fondo que llevó a la clase política mexicana a ponerse de acuerdo en el establecimiento de la doble nacionalidad, y que no es otra que la exasperante situación que padecen nuestros connacionales en territorio del país vecino.
Diríase que resulta más cómodo, desde la perspectiva estadunidense, imaginar un complot mexicano para incidir en la política de Washington mediante seis millones de votantes, que reconocer la realidad de racismo, xenofobia, discriminación y violación a los derechos humanos que prevalece en todas las regiones de la Unión Americana en donde hay núcleos de trabajadores mexicanos.