Hoy no circulo y aunque circulara no hubiera podido hacerlo por eso del doble hoy no circula; tengo que ir muy lejos, recorrer toda la ciudad desde el sureste --el lugar menos transparente del aire-- hasta la Marquesa con sus montes rebanados, a los que antes solía irse de excursión dominical, tomando camioncitos repletos de pasajeros, gallinas, bultos y un humo pernicioso que no tenía aires de querer contaminar. Como no circulo, y además, ya casi no manejo --sólo a los lugares más cercanos--, me veo obligada a tomar un taxi. Siempre los tomo, de sitio, son caros, pero ahora en esta época de inseguridad extrema son el último recurso, aunque le cobren a uno 20 pesos por recorrer 20 cuadras, pero a final de cuentas, ¿qué se le hace?, pues tomar el taxi de sitio y acabar llegando bastante bien al lugar requerido, porque los únicos que conocen la ciudad son los taxistas de sitio.
Salí de mi clase como a las 7 de la noche y las calles estaban desiertas de taxis, ni siquiera los que usualmente se estacionan enfrente de la Ibero. Me recomendaron tomar un pesero y bajarme en un sitio que queda a unas cuantas cuadras de la universidad. Estuve esperando un largo rato, por fin, una media hora después, apareció un taxi normal y haciendo de tripas corazón lo paré, con la cabeza repleta de los relatos macabros que nos han contado nuestros mejores amigos y primos: asaltos, robos, injurias, paseos, carreteras desoladas donde el pasajero es arrojado, si le va a uno bien, sin zapatos, sin medias, sin bolsa, sin pantalones, sin reloj y apenas alguna ropa menor para tapar las vergüenzas. Llena de libros, una bolsa inmensa, con un collar de plata, ojerosa y pintada, me subí al coche. El taxista parecía conocer muy bien la ciudad, mencionó unas avenidas y algunas calles cuyo nombre me era totalmente desconocido y, sin esperar mi respuesta, se lanzó hecho la mocha por calles perfectamente oscuras, más bien tenebrosas, que nunca había visto en mi vida y si las había visto era incapaz de reconocerlas porque era muy de noche, o por lo menos lo parecía.
El taxi era un Volkswagen verde ecológico, con el radio puesto a todo volumen: un programa de esos que hacen patria y revelan las interioridades de nuestro país y nuestra gran ciudad. El locutor hablaba de secuestros y se entrevistaba con varias personas cuyos parientes lo habían sido, sobre todo en el estado de Morelos, donde decían que dicen que la policía de seguridad está o estaba en connivencia con los ladrones, y a pesar de que el corazón me saltaba en el pecho, primero por los baches, luego por la oscuridad, y en fin, por eso de que no sabía por dónde andaba y por los secuestros, me puse a pensar en Los bandidos de Río Frío, la novela de Manuel Payno que ahora releo para un curso, especialmente, el famoso monólogo del Coronel Yáñez, alias Relumbrón, ayudante privado del general Santa Anna, hombre vestido con lujo exagerado, con diamantes en la camisa, gruesas cadenas de oro, carmín en las mejillas y un poco de vaselina encarnada en los labios, explicándole a su compadre --que es su padre-- su proyecto para crear una vasta organización criminal en México, con sede en la capital. Sin darse cuenta y afortunadamente para el país, la cocinera que guisaba guisos muy apetitosos y ella misma era también muy apetitosa --aunque un poco trigueña, dice Payno--, escuchaba embelesada la conversación, misma que, por desgracia, revelará mucho tiempo después.
Relumbrón explica su plan, por eso habla sin máscara, asegura, porque, agrega, ``la máscara de la honradez es la que usan de preferencia los que más roban. ¿Cree usted que no soy el primero que roba a la nación?... Un oficio mal redactado y que no pasa de una cara de papel suele costar a la tesorería sesenta o setenta pesos, porque el escribiente no hace más que eso en un mes... y de los que se llaman banqueros, y de los que el público señala con el apodo de agiotistas, ¿qué me dice usted? ¿Cree usted que esas fortunas de millones se pueden hacer en ninguna parte del mundo con un trabajo diario y honesto...? El robo se hará en grande, con método, con ciencia, con un orden perfecto... Conque ya ve usted que lo primero y esencial, que es la impunidad, está asegurada...''
Interrumpiendo en mi mente las bien hiladas palabras de mi general Relumbrón, advertí de repente que estaba sana y salva, vivita y coleando, frente a la puerta de mi casa. Final feliz, hermosamente folletinesco.