Dentro de los múltiples vacíos que puede experimentar una persona o una comunidad, el de la incredulidad es, sin duda, uno de los más angustiantes. No creer, descreer, saber que los movimientos de la sociedad son poco útiles, desconfiar y dudar de la palabra de quien ostenta el poder, son signos de mal agüero. La desesperanza profunda remeda y recuerda el último suspiro del moribundo. Visión común y repetida del México contemporáneo: la fe que se esfuma.
La primera dosis de incredulidad de este sexenio se ubica justamente el 1o de diciembre de 1994. El inicio de un nuevo periodo político no debería, ni por asomo, implicar la despedida sin decoro de los jerarcas anteriores. No se requiere recurrir a la lógica para entender que la continuidad, sobre todo cuando se trata del mismo partido, es indispensable. En la mayoría de los países democráticos, quienes dejan las riendas políticas siguen circulando por las calles de su casa, de su país con decoro, con orgullo. Después de todo, si la sociedad los encumbró, la normalidad debería implicar que los políticos se mezclasen con la comunidad.
¿Dónde se encuentra la mayoría de nuestros ex ministros? ¿A qué se dedican actualmente? ¿Tienen que esconderse? ¿Son respetados por la opinión pública? ¿Cohabitan con la ciudadanía? Respuestas negativas o reprobatorias no son ni tributo a la democracia, ni alabanzas al arte de creer. Ambas virtudes, democracia y credulidad, son ingredientes indispensables para que a cualquier grupo se le pueda endilgar el atributo de sociedad sana. La nuestra es insana: la mayoría de las preguntas anteriores obtienen respuestas desalentadoras.
Día a día, la opinión pública se escandaliza más. Las muertes políticas sin respuesta, los señalamientos y ausencias de no pocos ex funcionarios salinistas, y, las ``incomodidades'' de las últimas semanas --los sueldos y aguinaldos de los funcionarios del Departamento del Distrito Federal, la ``mágica'' decisión (afortunadamente frustrada) del Instituto Estatal Electoral del Estado de México al asignarle ocho curules más al PRI, los contrasentidos en los casos de los políticos asesinados y, como siempre, un larguísimo etcétera-- son tributo suficiente para abonar, la ya de por sí abundante incredulidad de la sociedad mexicana. En este vaivén, matizado continuamente por datos inacabados y señales indescifrables --recuperación económica desde los ojos del gobierno contra miseria de las mayorías--, los contratiempos siguen principios geométricos, no matemáticos: cada atropello duplica heridas aún abiertas.
No se trata de ser vocero de escepticismos o amarillismos: se intenta retratar la realidad con veracidad. Si los gobernados no creen en sus jerarcas, apostar al presente es perder con antelación; apostar al futuro es ocioso. El problema cimental es la infinita incredulidad. Su génesis radica, precisamente, en el círculo vicioso de las llagas que antes de cerrar ven nacer otras: los investigadores gubernamentales de la opinion pública han sido poco sensibles para sopesar el desasosiego de la población. La distancia que separa a la mayoría de los mexicanos de la frase ``me colmó la paciencia'', y de la subsecuente desesperación, parece ser impercetible.
El poder inconmensurable, omnipresente, y hasta hace no muchos años poco cuestionado de nuestros gobiernos, satisfizo sus fauces y prerrogativas ad nauseam. Sin embargo, es notorio que tal equilibrio empieza a enterrarse: la incredulidad y el desdoro han rebasado toda homeostásis. Se desconfía por doquier y se cuestiona cada vez más la palabra del gobierno.
¿Qué queda? Nos mecemos entre la idea de un gobierno que no quiere aceptar que el poder totti potencial es capítulo muerto, y entre el enojo creciente de una comunidad que desespera. Antes de que la impaciencia nos rebase, lo deseable sería que el gobierno empezase a respetarnos. La angustia y frustración de la sociedad tienen límite: el gobierno debería contratar encuestadores de la opinión pública para autocalificarse.