Horacio Labastida
La Constitución y las autonomías indígenas
El choque entre monarquía, república central y república federativa dramáticamente se resolvió en el bienio 1822-1823. Convencido Iturbide de que nada podía hacer para conservar el trono que se otorgó con apoyo en la escandalosa noche del 18 de mayo de 1822, marchose a Italia, cancelando una corona que había subsistido algunos meses. Nadie ponía en duda el proyecto republicano, pero ciertos grupos pensaban que éste tendría que ser centralista, arrastrados por la gravitación virreinal del gobierno unitario; y otros, la mayoría, auspiciaban el federalismo como el instrumento capaz de evitar el desmembramiento de las provincias, enraizado en poderosos intereses locales y regionales; además, tal instrumento gestaría a la vez --así lo señaló José Maria Luis Mora en su análisis de la Constitución de 1824-- un equilibrio entre las distintas fuerzas económicas y políticas desatadas por la Independencia, evitándose en lo posible la imposición de unas sobre otras.
El dilema centralismo-federalismo fue resuelto en noviembre de 1823 al presentar, Miguel Ramos Arizpe en su papel de presidente de la comisión respectiva del Congreso, el proyecto de Acta Constitutiva de la Federación, cuyo artículo 5o adopta plenamente el federalismo frente a las dudas planteadas sobre todo por Fray Servando Teresa de Mier en su célebre Discurso de las Profecías, donde el distinguido liberal advierte de los graves daños que podría acarrear una soberanía, al lado de la federal, concedida a las entidades constitutivas de la nación. Insistimos, nunca Fray Servando izó las banderas centralistas; su doctrina enfoca los riesgos en que se vería un Estado republicano formado por núcleos virtualmente facultados para quebrantarlo a través del uso de una soberanía propia; y tan esto es así que al final el prelado votó en pro del plan federalista. Quizá se sintió inclinado a sufragar de ese modo al escuchar los inteligentes argumentos de Ramos Arizpe. Cierto, aseveró éste, las partes de un conjunto, independientes, libres y soberanas, no lo destrozarán si tales potestades se aplican sólo a su administración y gobierno interior, ajustándose en sus leyes y actos ejecutivos a las normas del Acta y a lo dispuesto en la Constitución que posteriormente se apruebe.
En consecuencia y con base en lo que sucedió hasta 1917, el Estado federal significa la explicitación de una voluntad política y jurídica persistente hasta nuestros días, a pesar del decenio santannista, la mascarada del imperio de Maximiliano y las trágicas y sangrientas tiranías que han herido esa voluntad sin causarle una muerte definitiva. Recobrada en 1847 luego del militarismo santannista, y reafirmada por los constituyentes de 1857 y el queretano, la federación es hoy parte sine qua non de la organización pública del pueblo mexicano.
¿Cuál es la connotación profunda de nuestra idea federativa? Falso de toda falsedad es acusarla de imitación extralógica de la Constitución estadunidense --de este modo pensaron, entre otros, Lucas Alamán, Mariano Cuevas y el espectacular José Vasconcelos--, pues además de haber sido planteada por corrientes de la Ilustración en distintas facetas confederativas y federativas, en México se aprobó como una garantía de cohesión política en una compleja atmósfera de diversidades culturales, factum este reconocido hasta enero de 1992, cuando se sancionó el actual texto del artículo 4o constitucional. Pero hay muchos pelos en la sopa política. La composición plural, originalmente sustentada en sus indígenas, nunca logró expresarse más allá del montaje federación, estados y municipalidades desde 1824 hasta el presente, o sea a lo largo de 172 años; y no cabe duda que esta expresión resultó y resulta puerta angosta a esa pluralidad. Las comunidades indígenas fueron subsumidas en el área rural de los campesinos, y su participación, si alguna, no obstante las innegables diferencias cualitativas, fue igualada con la de los agricultores mestizos. Los 300 años coloniales se distinguieron por perseguir, aniquilar o radicalmente negar lo indio, sin excluir desde luego los esfuerzos de ilustres defensores o de imaginadas leyes de indias sujetas al acátense y no se cumplan, en función de los intereses hispanos y sus representantes políticos. Y algo semejante registra la historia independiente, por lo que en casi 500 años de agresiones imperdonables, brutalidades sin par y olvidos aún inconclusos, sin contarse desde luego despojos y engaños mil, en lugar de purgar para siempre a las comunidades indias, éstas persisten y se revitalizan en nuestros días desde los acontecimientos de 1994 hasta los recientes acuerdos de San Andrés, Chiapas.
La demanda de las comunidades indígenas formulada por medio del EZLN es clara y sencilla. Se pide acoger en el federalismo a las comunidades indígenas como autónomas, con el objeto de gobernarse de acuerdo con los imperativos y guías de sus propios valores, en el marco, entiéndase bien, de la concepción federal del Estado mexicano. No se busca estallar la unidad política con soberanías artificiales, como lo creen los parciales del presidencialismo corporativista, sino de enriquecer la federación con un factor que desea mostrarse en lo que es, al margen de las seculares opresiones que lo han soterrado.
México será en lo sucesivo, así lo esperamos, una federación integrada por estados, municipalidades y autonomías, sin violación del estatuto constitucional; por el contrario, el reconocimiento manifiesto de las autonomías indígenas, virtual hasta el día, en el contexto federal, agregará a la República más independencia, más libertad y más soberanía. La pluralidad sociologica y política de la nación es la que alimenta nuestra personalidad en la historia universal.