En principio, todo el mundo estaría de acuerdo en que lo mejor que le puede ocurrir a una economía es crecer sostenidamente, debido a que significa más empleos, más dinero, más bienes y servicios; en fin, más oportunidades de elección y de mejorar los niveles de vida.
Pero entonces ¿por qué las economías no lo hacen?, ¿por qué los gobiernos no enfocan todos sus esfuerzos para conseguir ese objetivo que aparentemente resulta obvio?, o si lo hacen, ¿por qué no lo han logrado satisfactoriamente en los últimos años? Para el primer mundo la respuesta se encuentra en el temor al incremento de la inflación. Para los países atrasados, en el miedo a incurrir en crisis de balanza de pagos.
En Estados Unidos existen los analistas pro crecimiento quienes plantean que la economía norteamericana puede aumentar su tasa de crecimiento por encima del promedio de los últimos cuatro años sin generar inflación. En ese sentido, el presidente de la Asociación Nacional de Manufacturas ha planteado que elevar sostenidamente el crecimiento en medio punto en los próximos ocho años provocaría impactos económicos favorables muy importantes: 400 mil nuevos empleos, aumento de salarios reales en 7 mil dólares por familia y generaría una captación fiscal de alrededor de 200 mil millones de dólares (Time, julio 15/96).
Pero, por otro lado, los partidarios de la estabilidad de precios --que principalmente son los economistas llamados tradicionalistas, generalmente colocados en instituciones financieras y en ciertas universidades ortodoxas-- temen que la elevación de la tasa de crecimiento del producto desencadene presiones inflacionarias importantes que tendrían consecuencias negativas, como reducir las tasas reales de interés, así como presiones de elevación de salarios que llevarían a la economía a altos niveles inflacionarios que, en breve, harían necesario un ajuste recesivo con lo que se perderían muy rápidamente las ganancias de la fase de crecimiento.
En el caso de los países subdesarrollados, además del temor a la inflación que en forma estructural aqueja a sus economías y que a veces se intensifica en las fases de crecimiento, existe una restricción aún más grave: la insuficiencia crónica estructural de divisas. En efecto, por su carácter dependiente, las fases de crecimiento requieren grandes importaciones de bienes intermedios y de capital que, aunados a las obligaciones financieras de sus pagos de deuda externa, agravan su problema estructural.
Esas dos razones son las que hacen que el objetivo aparentemente obvio y claro del crecimiento no sea tan fácil de alcanzar para unas y otras economías.
En todo caso, ni a los países desarrollados ni mucho menos a los subdesarrollados les conviene no crecer. Mucho se ha discutido sobre los costos y los beneficios de lograr un acuerdo mundial sobre crecimiento.
Hasta ahora los costos generados por las políticas conservadoras que intentan preservar equilibrios internos propios, han sido muy altos; más aún cuando la interdependencia actual no parece tener precedentes. En efecto, cuando el primer mundo eleva sus tasas de interés (principalmente Estados Unidos) genera un efecto recesivo interno que rápidamente se dispersa y multiplica a nivel mundial, con la consecuente caída de importaciones de todos los países. ¿Quién gana con estas políticas? Seguramente no los sectores productores y exportadores de bienes y servicios, sino más bien los acreedores de deudas públicas y privadas. Pero este resultado no tiene ninguna implicación favorable sobre la dinámica del crecimiento ni mucho menos del desarrollo en ninguna parte. Afecta inicialmente a los países centrales, pero mucho más a los que tienen altos endeudamientos externos. A los primeros, finalmente les resuelve su problema inflacionario, pero a los segundos les empeora su restricción externa al crecimiento.
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