Han transcurrido ocho días desde el momento que el doctor Ernesto Zedillo pidió un plazo de quince para ``conocer en detalle'' y someter a la opinión de los jurisconsultos de palacio los primeros acuerdos de paz que su administración firmó con los comandantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, hace diez meses. La solicitud del titular del Ejecutivo, tan asombrosa como reveladora, ha abierto una nueva disputa en los altos mandos del régimen.
Véanse, al respecto, las declaraciones de Héctor Aguilar Camín en Proceso o los comentarios editoriales de Sergio Sarmiento en Televisión Azteca. Ninguno de los dos tiene, hoy por hoy, una posición influyente dentro del círculo concéntrico de Zedillo: el primero fue el ``intelectual'' favorito de Carlos Salinas de Gortari; el segundo es uno de los hombres clave en el organigrama de una empresa que llegó a las manos de sus actuales propietarios gracias a los favores de Raúl Salinas de Gortari.
¿Qué dicen Aguilar Camín y Sarmiento, respecto de la iniciativa de ley formulada por los senadores y diputados de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa), que pretende incorporar a la Carta Magna una serie de reformas constitucionales que deberán reconocer, y proteger explícitamente, los derechos de los pueblos indios de México?
Nada, en pocas palabras. Excepto que no sirve, que puede ser peligrosa para el país en su conjunto o que puede resultar contraproducente para los indios. ``La iniciativa de la Cocopa -dijo Sarmiento la noche del jueves en el noticiero de Javier Alatorre- acabará encerrando a los indios en reservaciones especiales, donde será mayor su pobreza y su aislamiento, como les sucedió a los indios de Estados Unidos''.
Para Aguilar Camín, a su vez, ``no habrá ley que valga para mejorar la situación de esos pueblos'', porque ``no hay gobierno ni economía que pueda llevar a 80 mil comunidades los beneficios de la vida moderna'' (Proceso 1049). ``La legislación más perfecta y justa no les dará bienestar económico y ¡fuerza cultural! (Nota: los signos de admiración son del tonto del pueblo.) Tienen que dárselos ellos mismos. Dejar de esperar y de pedir, y empezar a hacer, como hicieron Juárez y Altamirano en el siglo pasado, o Rufino Tamayo en el XX''. (O sea, ¿dejar de vivir como indios?, se preguntarán los lectores. La respuesta es positiva).
En la reseña de la entrevista hecha por Proceso, Aguilar Camín ``considera que si se quieren tener los beneficios de la vida moderna -médicos, luz, agua potable, 75 años de vida en promedio, etcétera- hay que habitar en comunidades que hagan posible y financiable ese tipo de vida. No se pueden tener clínicas de seguridad social para cada población de 500 habitantes o menos. `Mi idea es que los propios pueblos indígenas entiendan el problema y sean ellos quienes diseñen la conglomeración que les convenga para ser beneficiarios de esos bienes modernos que dicen ambicionar. Que lo hagan ellos, que lo decidan ellos. A sabiendas de que, si no se agrupan en las proporciones adecuadas, no van a recibir eso que las comunidades de las cañadas chiapanecas pidieron en 1994: empleos, guarderías, escuelas primarias y secundarias, luz eléctrica, agua potable, lavadoras, televisores, quirófanos...'''.
Que intenten dar cátedra sobre un tema en el que carecen de autoridad intelectual porque en ningún momento lo estudiaron, es lo de menos. Qué podríamos esperar de estos comentaristas. Lo grave es aquello que no dicen: con sus ``argumentos'' -que por falta de rigor ni siquiera llegan a ser eso: argumentos- en contra de la iniciativa de ley de la Cocopa, insinúan que Zedillo debe desconocer los acuerdos de San Andrés y cerrar el diálogo por improcedente. Así, una vez más, con una obstinación admirable, vuelven a exigir la salida militar y, como lo hicieron el primero de enero de 1994, claman de nueva cuenta por la guerra.
Pero ni Zedillo se encuentra en condiciones de zanjar la cuestión por medio de la violencia masiva contra los indios, ni la sociedad, ni la solidaridad internacional, ni los descendientes de los habitantes originales de nuestro país, agrupados en el Congreso Nacional Indígena, permitirían que a estas alturas, después de casi tres años de lucha sin tregua contra la guerra, se nos impusiera una solución irracional. Además, para quienes vivimos en el país -a diferencia de quienes vegetan lamentablemente exhibiendo los estragos que el poder causó en ellos-, el diálogo en Chiapas ha entrado en una nueva dinámica, responde ya a una nueva lógica, son otros ya sus plazos y sus tiempos.
Hasta el primero de septiembre de este año, cuando el EZLN abandonó la mesa de San Andrés Sacamch'en para denunciar que el ``gobierno'' le estaba tomando el pelo, era muy probable que en la cima del régimen persistiera la idea de aplastar militarmente a los indígenas rebeldes en cuanto los días fueran propicios para ellos. La prueba de esta fundada sospecha es que el Ejecutivo federal mantuvo guardados los acuerdos de paz sobre derechos y cultura indígena sin molestarse en averiguar qué decían. ¿Para qué afanarse en esto si de todas maneras no pensaba cumplirlos?
Pero el calendario de 1996 se agotó en medio de signos y síntomas que muestran una tendencia irreversible a la desaparición del PRI como fuerza hegemónica del sistema: con tal de mantener vigente el proyecto económico del neoliberalismo, a la administración de Zedillo no le quedará más remedio que aceptar el ascenso electoral del PAN y del PRD en el Congreso de la Unión, aunque para ello se reduzca, todavía más, la esfera de influencia del Ejecutivo, si los resultados del 6 de julio de 1997 determinan que Zedillo viva en cohabitación con el poder Legislativo, como le ocurre ya al gobernador del estado de México (lo cual, por otra parte, no será para el régimen demasiado riesgoso, pues con la previsible alianza del PRI y del PAN...).
En este contexto, el diálogo de San Andrés parece haber tocado sus límites. A lo largo del proceso, el EZLN ha logrado construir un frente de masas, el Congreso Nacional Indígena, que ha hecho suyas, e impulsa en todo el país, sin la intermediación de la sociedad civil mestiza urbana, las demandas que en nombre de todos los indios de México levantaron los indios de Chiapas en 1994.
Por otra parte, al convertir el punto número dos de la mesa de San Andrés en un espacio de encuentro de la sociedad civil mestiza alrededor del tema de la transición democrática, el EZLN definió una plataforma de lucha que, vistas las cosas como están, no será transformada en reformas constitucionales porque en este aspecto el ``gobierno'' fue muy claro al aprobar, con carácter de ``definitiva'', la llamada ``reforma electoral más profunda y trascendente de la historia de México'', al decir de Emilio Chuayffet.
Sobre estas bases, en el primer trimestre de 1997, el EZLN podría culminar con la firma de la paz, como reiteradamente lo ha ofrecido Marcos, una campaña político-militar tan original (irrepetible, se diría) como exitosa, que por lo demás ya dio de sí: los indios de Chiapas no tienen por qué seguir alzados en armas para obtener conquistas políticas de las que serán beneficiarias, antes que nadie, las capas de población urbana. Es a éstas a las que les toca llevar a cabo la segunda parte de la batalla por la transición.
Si el Ejecutivo federal se echa para atrás, como desean los ``intelectuales'' salinistas, y desconoce los acuerdos que firmó a principios de febrero, la situación política en Chiapas, y en el resto del país por añadidura, regresaría a 1994. Esto -Zedillo lo sabe y lo saben los tiburones financieros en el mundo- no es necesario ni encaja con los planes del neoliberalismo. Así, por ello, debe creerse en la palabra del titular del Ejecutivo cuando anuncia que someterá la iniciativa de ley de la Cocopa al examen de los jurisconsultos de palacio, para que éstos detecten, si las hay, aquellas aristas que pudieran contravenir los principios generales de la Constitución Política.
Sí, dice el tonto del pueblo, debe creerse en la oferta presidencial, aunque no hay que hacerse ilusiones al respecto porque, a fin de cuentas, no se trata de un mero ejercicio de purismo legal.
La iniciativa de la Cocopa no contempla la posibilidad de crear, como dice Sarmiento, ``reservaciones para los indios''. Tampoco se refiere al concepto de autonomía pensando en el esquema del Estado español, que por medio de reglas especiales administra las relaciones del gobierno central con las regiones de Cataluña, el País Vasco, Andalucía y otras. No: la propuesta, aquí, se sitúa en el justo medio.
La autonomía de los pueblos indios, en el anteproyecto de ley, tiene al municipio como unidad básica, lo cual garantiza que su aplicación no modificará la división política que ya existe. A partir de esta ley pueden surgir nuevos municipios -de hecho, pueden surgir con las leyes vigentes-, pero de ningún modo significa que aparecerán nuevos estados dentro de los estados, ni regiones que escapen al control de los gobernadores ni mucho menos. No hay peligro de ``balcanización'', como se dice.
Lo que la iniciativa señala, en materia de autonomía, es que los pueblos indios, que a lo largo de la historia fueron divididos artificiosamente por las fronteras interiores de la dominación colonial (las provincias), y luego por los linderos de los estados, podrán asociarse de manera libre en proyectos económicos y sociales, que ellos mismos determinarán a su propia conveniencia, y para los cuales no serán obstaculizados ni por los gobernadores ni por las autoridades municipales que no sean indias, como sucede en la actualidad.
Impecable desde el punto de vista jurídico, la ley en proyecto es analizada por los expertos del régimen para impedir que choque, de alguna manera, con los delirios económicos del neoliberalismo -el canal Transístmico, por ejemplo, que representará inversiones multimillonarias en beneficio de particulares, no mexicanos necesariamente-, para los cuales se piensa en la asociación de los gobiernos de ciertos estados. Y éste, dice el tonto del pueblo, es el meollo de la cuestión. De modo que si los ``intelectuales'' salinistas estuviesen en el ajo, tendrían que saberlo. Pero ni eso...