La globalización ha adquirido con rapidez expresiones diferentes. Hay tres formas de globalidad: institucional, geográfica y cultural. La institucional incluye a su vez otros tres ámbitos: el económico (sobre todo a través de acuerdos comerciales), el jurídico (fundamentalmente instrumentos de integración) y el político (mediante la reproducción del modelo democrático). La conjugación de estos tres ámbitos es la que hace de la globalización institucional un proceso prácticamente incontrovertible, porque nadie puede cuestionar los conceptos de libertad comercial, de cooperación internacional y de democracia.
La globalidad geográfica no necesariamente implica la institucional. En este caso el criterio que prevalece es la proximidad territorial o el desarrollo de medios de transporte. El proyecto de una vía férrea entre Corea y Singapur, por ejemplo, no está acondicionado a la celebración de tratados comerciales, a la adopción de alguna modalidad de asociación de Estados ni a la incorporación del constitucionalismo democrático; otro tanto ocurre con las formas de entendimiento entre los países islámicos de Asia.
Por otra parte, la globalización cultural se realiza de manera autónoma de las dos anteriores. Abarca la estandarización de los estilos de vida en torno al consumismo; el intercambio veloz de información a través de redes automatizadas; la difusión inmediata de noticias; la mimetización de los patrones de vida individual y colectiva de las sociedades receptoras de mensajes, con los propios de las sociedades emisoras; la universalización de culturas dominantes y el desplazamiento, acelerado, de culturas dominadas; la diferenciación entre una clase social global y un mosaico de clases locales.
Determinar las formas de expresión de la globalidad tiene el mayor interés, porque su práctica está impactando los diversos órdenes del acontecer humano. No puede desconocerse la globalización como un dato de la realidad presente y simplemente rechazarla, lo que se consideraría una expresión conservadora, contraria a una nueva idea del progreso. Pero también el aceptar la globalidad de manera acrítica es una forma de claudicación.
Por eso la distinción resulta relevante. La globalización geográfica está más allá de cualquier discusión, pero la institucional debe aceptarse sólo en términos que no lesionen los niveles de vida de las sociedades involucradas ni la capacidad decisoria de los Estados participantes. Por su parte, la globalidad cultural, inevitable por el desarrollo de los medios de comunicación, debe ser compensada mediante acciones inteligentes y urgentes que preserven las identidades nacionales para no caer en un nuevo colonialismo.
Llama la atención que allí donde han aparecido nuevas políticas comerciales y democráticas, no hayan surgido nuevas políticas culturales. Este es un vacío que hará muy onerosa la globalización, porque podrá conducir a la dilución de las identidades nacionales y, como efecto de paradoja, a justificar expresiones de aislacionismo y hasta de misoneísmo o, en extremos patológicos, incluso los propios del racismo.
Esos fenómenos ya comienzan a ocurrir en el mundo. El fundamentalismo islámico, los nacionalismos étnicos, el racismo en algunos países europeos y en Estados Unidos, el ultraindigenismo en América Latina, independientemente de sus respectivas y profundas raíces, también son fenómenos que contrastan con la globalización. La insularidad como reacción frente a la globalidad puede venir acompañada también de sus propias desviaciones patológicas.
Por eso es tan relevante traer a cuentas los temas de la globalización y de la identidad, como un nuevo y gran problema de nuestro tiempo