MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Elíxir de amor
A la memoria de José Donoso
Desde que trabajo en el asilo de Santa Marta, Elvira ha sido mi secretaria. La conozco bien. Pobrecita; hay algo en su gesto que la hace parecer eternamente preocupada. Por eso no le presté atención la mañana del jueves. Entró corriendo en mi oficina para informarme que Andrea no se había presentado en el comedor.
También conozco a los viejos que viven aquí. Sé perfectamente que con tal de tener alguien con quien platicar son capaces de inventarse enfermedaes y las más extrañas historias. Andrea no era así. Su manía fue proteger su cajita de cartón. La cuidaba con el celo con que se guarda una historia secreta de amor. Las ocasiones en que me atreví a comunicarle mis sospechas se limitó a sonreír de una manera enigmática que apenas ahora comprendo.
``Andrea está en su cuarto. La encontré vestida, como si fuera a salir. Es rarísima: ella jamás va a ninguna parte'', insistió Elvira. Le recordé que hacia fin de año se carga el trabajo: informes, envío de tarjetas, organización del bazar y la cena de Navidad. ``Todo eso tengo que atenderlo yo. Dile a la doctora Bernal que se encargue de Andrea.'' ``¿Para qué? Sabes muy bien que cuando esa viejita se pone mal sólo habla contigo. ¿Adónde pensará ir?'' Para esa pregunta no tuve respuesta.
Algunos de nuestros asilados tienen permiso de salir una o dos veces por semana. Dicen que van a la iglesia y luego a visitar a sus familiares. Los pobrecitos mienten: se alejan de estos rumbos y mendigan. Siguen haciéndolo por más que les recuerdo que está prohibido.
Andrea jamás me solicitó autorización para salir. Nunca me lo dijo pero creo que tenía miedo de que, en su ausencia, alguien pudiera robarle su caja. Ahora comprendo que sus temores estaban más que justificados, sobre todo a partir de que corrió un rumor: ``Allí guarda muchos centenarios''.
Para desvanecer esa leyenda, que al fin motivó un hecho terrible, les repetí a los viejos muchas veces: ``¿Ustedes creen que si Andrea fuera rica estaría en este asilo?'' Siempre supe que con esa pregunta lo más que lograba era desviar la codicia de los ancianos, pero no eliminarla: el impulso renace en épocas como ésta, cuando se acentúa su soledad y con ella el ansia de pensar en algo, aunque sea una moneda robada.
Cuando llegué a trabajar a Santa Marta, Andrea llevaba años aquí. Enseguida revisé su expediente. La información era escueta: ``Nació en Pachuca; muy enferma vino en una peregrinación a la Basílica. Allí se extravió. Con la esperanza de reunirse con su familia permaneció en el atrio varios días. Sobrevivió de la caridad pública hasta que al fin una mujer la contrató para el servicio doméstico. En 1987 se presentó a solicitar su ingreso en el asilo de Santa Marta''.
La breve historia de Andrea concluía con una frase manuscrita por mi antecesora: ``La única pertenencia de la nueva huésped es una cajita de cartón. Se negó a mostrarme su contenido. Espero lograrlo cuando me gane su confianza''. No fue así. Apenas este jueves logré develar la incógnita. Esto hizo más gravoso mi deber de poner punto final al expediente de la anciana: ``El 13 de diciembre, a los 80 años de edad, falleció Andrea Sánchez''. Dudé algunos minutos antes de escribir: ``Muerte natural''.
Cada vez que recuerdo lo que sucedió el día en que murió Andrea siento más angustia y más culpa por no haberle evitado el dolor de verse despojada de su tesoro. Mi único alivio es imaginar que todo ocurrió después de que ella cerró los ojos.
Así la encontré, sentada en la sillita junto a la mesa donde le pusimos un aparato de radio. Estaba encendido y la expresión de Andrea era tan plácida que la imaginé dormida. Mi idea se desvaneció en cuanto vi la caja de cartón hecha pedazos y varias hojitas de papel regadas por el suelo. De inmediato relacioné todo aquel desorden en los pasillos solitarios y el jardín desierto que había visto en mi recorrido de la oficina al cuarto de Andrea. Mientras caminábamos se lo hice notar a Elvira: Me respondió que quizá los ancianos estuvieran en la sala, vistiendo el árbol de Navidad que nos regaló una familia caritativa.
A partir del momento en que encontré muerta a Andrea todo sucedió muy rápido: reportamos el fallecimiento, hicimos los preparativos para el entierro y, como siempre que ocurre algún deceso, solicité al personal que ocultara el hecho al resto de los asilados para evitarles la depresión.
El recurso siempre ha sido inútil. Los viejos saben que cuando los invitamos a la sala de música y accedemos a ponerles sus discos predilectos es porque algo sucede. No lo dicen ni para sí mismos, pero saben que en la casa está alojada la muerte. Para no oír ni ver a la visitante inoportuna, cantan. En esas ocasiones aun las melodías más alegres parecen cantos funerarios.
Hicimos el velorio en la capilla del asilo, según acostumbramos; sólo que esta vez las cosas sucedieron tan inesperadamente que nadie pensó siquiera en comprar flores blancas. Pusimos junto al ataúd las macetitas de nochebuena con que adornaremos la mesa de Navidad. Al verlas pensé en el amor de Andrea, sepultado antes que ella en la cajita de cartón. ``La única pertenencia de la nueva huésped.''
El recuerdo de aquella frase escrita por mi antecesora me llevó a la conclusión de que Andrea merecía llevarse su tesoro en su último viaje. Corrí a su cuarto. La radio continuaba encendida y en el suelo, los restos de la caja confundidos entre hojitas de papel. Tomé uno y me acerqué a la luz, segura de que iba a leer frases de amor escritas con torpe caligrafía.
Apenas pude contener mi sorpresa cuando vi que se trataba de una receta. En la parte de arriba tenía impresos la cédula profesional, el domicilio y el nombre del doctor Leobardo Carrillo. Médico general. Enseguida, bellamente escrita con tinta café, leí una prescripción: ``Favor de practicarle a la señorita Andrea Sánchez una radiografía torácica, análisis de sangre y de orina''. Desconcertada, levanté otro papel: ``Durante una semana hacer, dos veces al día, vaporizaciones de eucalipto. Repetir las duchas nasales sólo en caso de que reaparezcan las molestias''. Una tercera receta aconsejaba ``un gramo de magnesia caleinada y tres cucharaditas de Neurofosfato diluidas en medio vaso de agua antes de dormir''.
El resto de los papeles eran muy semejantes. En cada uno de ellos leí la recomendación de emplear --en fechas y horas muy precisas-- gotas, cataplasmas, polvos, jugos, aguas serenadas. Leer en orden cronológico las recetas no me permitió adivinar siquiera la enfermedad que en alguna etapa de su vida torturó a mi amiga. En cambio advertí en la hermosa caligrafía del médico el amor por su paciente; y en el celo con que Andrea conservó las recetas aprecié las dimensiones de su soledad.
En el camposanto el lapidario me preguntó qué inscripción debería llevar la cruz. Tuve ganas de pedirle que uniera al nombre de Andrea el de Leobardo. No pude. Me consolé recordando que, antes de emprender el camino al cementerio, había colocado en el ataúd las recetas del doctor Carrillo. Nadie más que yo tuvo oportunidad de leerlas. Elvira, curiosa como siempre, me preguntó qué decían los papeles. Le dije la verdad: ``Eran cartas de amor''.