La Jornada Semanal, 15 de diciembre de 1996
Cartas a Jordi Soler
Día cero. El diplomático me citó en un
restaurante de la Zona Rosa para establecer los puntos importantes del
trayecto. El asunto no podía ser más claro: tenía
un automóvil sin usar en su garage y quería que yo lo
trasladara hasta su destino diplomático en Managua. En una hoja
de papel tamaño carta, mientras digeríamos la comida
ayudados por el primer epílogo de coñac, trazó,
con la devoción de un cartógrafo, un boceto de la ruta
con nombres y una aproximación de las distancias. Cuando
terminó de dibujar las orillas de un lago enorme, me dijo que
por ningún motivo manejara de noche en Centro América,
porque un automóvil extranjero en aquel territorio de bravos
era inspiración suficiente para un asalto de
proporción internacional. Para el segundo epílogo de
coñac ya me había dado una lista de teléfonos
sólo utilizables en caso de emergencia, una cantidad de
dólares que a la luz de ese final de comida diplomática
me pareció suficiente, y la recomendación de que, cada
vez que se pudiera, pagara hoteles y comidas con tarjeta de
crédito. "Cuando nos veamos allá", dijo
mojando el cabo de un puro Cohiba en su coñac, "te repongo
los gastos adicionales". Luego, todavía clavado en su
papel de cartógrafo, escribió una dirección que
tenía el aspecto de coordenadas en clave para desenterrar un
tesoro: "De la casa de Chema Castillo, media cuadra al norte y
una cuadra al oriente, Managua, Nicaragua."
Nos habíamos conocido en La Habana seis meses antes, en una
tumultuosa cena que ofreció la embajada de
México. Habíamos coincidido en la misma banca del
jardín, buscábamos combatir el calor cubano con un poco
del fresco de la intemperie. Con el plato encima de las rodillas,
observamos que la casa parecía la de Lo que el viento se
llevó y también, con un poco de culpabilidad, que
nuestra embajada era la única casa con luz; el resto, gracias a
la escasez de absolutamente todo, dormía en la oscuridad
perfecta.
"Vuelo mañana a Managua", dijo el
diplomático al entregarme las llaves del
automóvil. Estábamos un poco dispersos por el
coñac y medio perdidos en la nube que había producido la
última bocanada del Cohiba; yo aproveché el momento para
pasarle revista al aparador de las ideas: La distancia no alcanza los
1,800 kilómetros. Las fronteras no pueden ser más
complicadas que la de Estados Unidos. El superautomóvil tiene
toca-compactos, aire acondicionado, asientos de piel y manejar en esas
condiciones equivale a sentarte en la sala de tu casa a ver una
película de carreteras con soundtrack
extraordinario. Hay que tomar, desde luego, ciertas precauciones, como
empacar bibliografía básica sobre el mundo maya y la
caja de discos compactos de cabecera que guardamos de forma permanente
junto a la puerta para rescatarla en caso de temblor, incendio o
cualquier siniestro que amenace con dejarnos sin casa y, encima, sin
música. También hay que llevar el Diario 2 de
Witold Gombrowicz (en el mismo paquete de los libros mayas), que debe
ser espeluznante a media selva; la cámara fotográfica
con rollos de repuesto, porque ve tú a saber qué clase
de película vendan en aquellos países, y no estoy
dispuesto a pagar el triple con un rollo fabricado en la Kodak de
Guadalajara, Jalisco; y por último una hielera con cerveza para
disminuir la tensión, Cocacola para elevarla, Ginebra para
estabilizarla y dos o tres latas de atún por si el hambre se
pone perra lejos de un restaurante.
El diplomático apagó el puro casi completo contra el
cristal del cenicero, la nube empezaba a disiparse cuando nos dimos la
mano y prometimos vernos pronto.
Día uno. "Creo que difícilmente
encontraremos en todo el viaje una zona más peligrosa que
esta", le dije a mi copiloto mientras trataba de sortear una
flotilla de microbuses que ocupaba los tres carriles, el
camellón y el acotamiento de la Calzada Ignacio Zaragoza. Daban
apenas las seis de la mañana y a lo lejos ya se veía el
esfuerzo del sol por empujar la bruma tóxica que arropa los
días en la ciudad de México. Toward the Within de
Dead Can Dance servía de fondo para la faena de esquivar
defensas y hacerse el sordo contra el collage de insultos y claxonazos
que fue desapareciendo, de forma paulatina y milagrosa, al pasar la
primera caseta de la autopista a Puebla. Los sistemas totalmente
computarizados del automóvil diplomático funcionaban de
maravilla, aunque la noche anterior nos había tomado
veinticinco minutos encontrar el interruptor que liberaba el
tapón del tanque de gasolina, y otros diez el botón que
abría el cofre. Cruzamos Río Frío, seguimos por
la cuesta entre los volcanes y llegamos sin novedad a la
desviación hacia Oaxaca. Con el disco completo de los grandes
hits de Police, la mitad de From the Cradle de Eric Clapton,
más la ventaja de la autopista vacía, hicimos un tiempo
récord hasta la ciudad del mole negro, murmurando estupideces
tales como que el camino era más corto de lo que
habíamos imaginado y que, hasta eso, el salinismo no
había estado tan mal en materia de carreteras. "Pasemos a
Mitla", ofrecí para recompensar tanta
velocidad. Recorrimos la zona arqueológica revueltos con un
enjambre de turistas italianos. Con el copiloto transformado en piloto
y The Lamb Lies Down on Broadway de Genesis como soporte
espiritual, cogimos la carretera hacia Tehuantepec, refrescados por el
aire acondicionado del superautomóvil y dos cervezas de la
hielera que venía haciendo agua en la cajuela. Cruzamos la
sierra asombrados por tanta vegetación, a veces interrumpida
por cabras pastando en una superficie de 90 grados, otras por laderas
de piedras azules y moradas. Casi al atardecer, con Post de
Bjôrk de fondo, detuvimos el viaje en un motel cerca de
Tehuantepec. Cenamos y como final de esa primera jornada, echamos mano
de los dos objetos más caros del viaje: un compilado
japonés con los éxitos de Tom Waits y una botella de
ginebra Beefeter.
Día dos. A las seis de la mañana regresamos a
la ruta con el fondo de una estación de radio de
Juchitán. El profesor Radami, "faraón de
faraones", dictaba las coordenadas astrológicas a una
mujer que le había pedido auxilio en la tarea de conseguir a su
hombre soñado. Set the Twilight Reeling de Lou Reed
sustituyó a los consejos del faraón, al mismo tiempo que
tres bolsas de hielo Iglú sustituían el agua caldeada de
la hielera. Cruzamos la zona de La Ventosa, ahí donde los
árboles, golpeados por un vendaval perpetuo, crecen todos
inclinados hacia la misma dirección. Un kilómetro
adelante de la frontera entre Oaxaca y Chiapas fuimos sorprendidos por
una tanqueta del ejército que obstruía la carretera;
ejecutaba ese operativo arbitrario, obligatorio, y ante todo infame,
que tiene el nombre de "retén". Cinco soldados con
parque suficiente para repeler a la Armada Invencible, pidieron
documentos de identificación y nos bajaron del automóvil
para aplicarle una revisión exhaustiva. Tres se pusieron a
husmear los interiores, los otros dos, serios hasta provocarnos
escalofríos, vigilaban a unos metros de distancia. No les
costaría ningún trabajo desaparecernos con todo y coche
en esta selva de nadie, pensé, y de inmediato fui
víctima de un miedo atroz que venía ilustrado con
pietaje gore de Costa-Gavras y de Oliver Stone. "A
dónde van?", preguntó el más serio y
escalofriante de los cinco. "A Managua",
respondí. "Pueden irse", dijo, y me dio la
impresión de que confundía Managua con un suburbio de
Tapachula.
Antes de las dos de la tarde, con el volumen 2 de éxitos de
Van Morrison estelarizando la musicalización de a bordo,
recorrimos la última recta del país, directo a la
frontera con Guatemala. "Antes del anochecer estaremos en la
ciudad de Guatemala", pronostiqué en un momento de euforia
triunfal, que fue posteriormente eclipsado por el ambiente desolador
de Ciudad Hidalgo. Pasamos sin problema la garita de salida. Cuando
cruzábamos el puente fronterizo, contemplamos avergonzados que
sobre la orilla mexicana del río Suchiate, tenía lugar
la réplica de aquella golpiza que le dieron los agentes gringos
de migración a un grupo de ilegales mexicanos en Riverside;
nada más que, un país más abajo, los papeles
estaban redistribuidos: cuatro agentes mexicanos de migración
golpeaban brutalmente a un grupo de ilegales guatemaltecos. Tuvimos la
dolorosa sospecha de que la diferencia entre la migra de Estados
Unidos y la mexicana es exclusivamente la promoción.
Del otro lado del puente nos esperaba una turba de niños
mayas que aplicó el procedimiento mercadotécnico de
subirse en racimo sobre el cofre y el techo para ofrecer sus servicios
como tramitadores. "Tramitadores?", dije
abriéndome paso hacia la garita de Tecún Uman, resuelto
a tramitar yo mismo nuestro ingreso al
país. "Qué tan complicado puede ser tramitar
cosas, si venimos del país del trámite?",
pregunté al copiloto que caminaba junto a mí, esquivando
su parte proporcional de niños mayas. Mi resolución se
hizo añicos adentro del galerón de la aduana: un
hormiguero de tramitadores sepultaba veinte metros de mostrador de
cemento azul cielo, en el acto de negociarle la entrada a Centro
América a una recua de choferes furibundos que esperaban
sentados en un espigón de cemento también azul
cielo. Una mirada de mi copiloto bastó para reclutar a "Mi
Tía", el tramitador más gritón de todos. Nos
explicó que sin repartir dinero no saldríamos nunca de
ahí, que el proceso tomaría unas horas y que necesitaba
los documentos de los tres; los nuestros y los del coche. Hizo un
presupuesto estimado y se integró al hormiguero que sepultaba
el mostrador; nosotros nos integramos a la recua furibunda del
espigón azul, en donde ocasionalmente nos visitaba para
contarnos los progresos de la negociación y para pedirnos otros
trescientos quetzales para tal trámite que se estaba
atorando. El tiempo iba siendo rigurosamente marcado por un ventilador
que trabajaba a siete metros del piso, con una lentitud que
permitía a una colonia de moscas establecerse en sus
aspas. Otra colonia sobrevolaba a un perro dormido y un carrito de
gelatinas verdes y rojas. Cuatro horas después, Mi Tía
preguntó que en dónde pensábamos pasar la
noche. Le dije que en la ciudad de Guatemala, calculando que nos
separaban apenas trescientos kilómetros. Me miró desde
su sabiduría de tramitador, y con ese tono entre amable y
burlón de niño guatemalteco enumeró la serie de
eventualidades que necesitaba nuestro itinerario para convertirse en
una auténtica eventualidad: en esta zona del país no se
puede manejar de noche porque te asaltan, y menos si vienes en un
automóvil extranjero, aparatoso y computarizado como el tuyo, y
todavía menos con un copiloto tan llamativo; y entonces
lanzó su dedo experto en trámites sobre mi copiloto que
era rubia y hacía las veces de boya fosforecente en ese mar de
choferes malhumorados. Y para terminar, concluyó Mi Tía,
el tipo que firma los permisos para el coche ya se fue y regresa hasta
el mediodía de mañana. Echamos mano de los objetos
más caros de nuestro viaje y nos refugiamos en el Hotel Real de
Tecún Uman, en una habitación que contaba con el
distintivo estructural de poseer un hoyo en el suelo, desde donde se
veía parte de la recepción, y por donde
fácilmente cabíamos el copiloto, el piloto y, con un
poco de esfuerzo, hasta el superautomóvil.
Día tres. El look general de Tecún Uman
andaba por el rumbo del mercado-sobre-ruedas; una infinidad de puestos
borraba la escasa urbanidad del pueblo. Un recorrido breve en la
mañana nos hizo concluir que la única opción
posible era "el desayuno de los campeones": una lata de
atún, medio vaso de ginebra y, para reemplazar la
cafeína del café que no existía, unas caladas de
la nicotina de un Delicado oscuro. Agotamos la mañana trazando
la derrota del día, hojeando la bibliografía
arqueológica y recitando las partes álgidas del
Diario de Gombrowicz, que nunca fueron tan álgidas como
el hoyo en el piso que entonces ya se había convertido en el
pasadizo predilecto de las moscas. A las dos de la tarde
apareció Mi Tía con los documentos en regla. Antes de
abandonar la garita, un tipo con máscara de Darth Vader
roció el interior del automóvil con un
cañón que arrojó, en formato de columna de humo,
un cuarto de litro de insecticida. Dejamos Tecún Uman y con
Learning to Crawl de los Pretenders removiendo los humos de la
fumigada, emprendimos el camino hacia la ciudad de Guatemala. El
único aviso que vimos en la carretera apareció a unos
cuantoskilómetros: "Túmulos a 500 metros."
Qué carajo será eso de Túmulos?,
pregunté a mi copiloto, justamente cuando el
superautomóvil golpeaba con violencia un tope o túmulo
de campeonato, que cambió el equipaje de lugar y al disco de
los Pretenders por el nuevo de Oasis. La cantidad de camiones que
circulaban nos hizo pensar que esos 300 kilómetros
guatemaltecos serían el equivalente a seiscientos en otra parte
del mundo. El mapa alcanzó de inmediato su nivel de
incompetencia; después del anuncio de
"Túmulos", en la carretera no había un solo
letrero que indicara ni el nombre del pueblo que cruzábamos, ni
hacia dónde demonios quedaba la ciudad de Guatemala. Cuando
empezaba Babel de Santa Sabina, nos detuvo un retén
militar que nos aplicó las preguntas y la inspección de
costumbre. A diferencia de nuestros compatriotas, éstos nos
saludaron y se despidieron de mano. La selva en todo su esplendor iba
siendo metódicamente interrumpida por gasolineras Shell, Exxon
y Texaco, y también por una suerte de comederos llamados
"pupuserías". Antes de que oscureciera, movidos por
el hambre y por la curiosidad del nombre, nos detuvimos en uno de
estos comederos. El hambre y la curiosidad quedaron saciadas cuando
nos sirvieron una "pupusa" rellena de
chicharrón. Reemprendimos el camino ya de noche con un disco
que contenía los hits cinematográficos de Frank
Sinatra. Las advertencias de Mi Tía y el diplomático
sobre la peligrosidad de la noche en carretera venían haciendo
más ruido que la voz de The Voice. Cuando faltaban 50
kilómetros para Guatemala, según la información
que nos proporcionó a gritos un chofer de tráiler, la
carretera creció a tres carriles: dos de subida (o de entrada a
la ciudad) y uno de bajada (o de salida). El disco Cohen Live
de Leonard Cohen venía terminando y estaba a punto de
empezar Master Sessions Volume One de Cachao. De poco nos
sirvió la ventaja de la carretera amplia: en el primer
kilómetro aprendimos que ni el carril izquierdo servía
para rebasar, ni el derecho para el tráfico más lento;
los dos podían usarse indistintamente. En el segundo
kilómetro también aprendimos, por el inolvidable
método de un tráiler que venía de frente contra
nosotros, que el tercer carril que era para subir (o entrar),
podía ser utilizado igualmente por los que venían
bajando (o saliendo).
Cerca de las nueve de la noche, acompañados por el Green
River de los Creedence, detuvimos la travesía en un hotel
de la ciudad de Guatemala. Tratábamosde recapitular el orden de
los sucesos, ayudados por dos latas de cerveza Gallo que
habíamos extraído del servibar, cuando recibí una
amable llamada de recepción para informarme que mi tarjeta de
crédito Banamex-Master Card no funcionaba. Y
cuáles son mis opciones?, pregunté. El gerente me
respondió, seguramente confundiendo a la ciudad de
México con Nueva York, que hablara por teléfono con mi
banco para resolver el problema. La intentona desde Guatemala a las
diez de la noche era absurda, tomando en consideración que ese
tipo de problemas tardan semanas en resolverse, aun con la presencia
física, y sacada de sus casillas, del tarjetahabiente en la
casilla del banco. La única otra alternativa, pagar en
efectivo, nos obligó a tomar en serio la recapitulación:
1) debido a los dos días de retraso que llevaba el viaje, el
turismo arqueológico, que por cierto se había practicado
poco, quedaba descartado; 2) teníamos tres días para
llegar a Managua, porque de lo contrario perderíamos el boleto
de regreso por avión, y sobre todo el concierto de King Crimson
que empezaba cuatro días después en el teatro
Metropolitan de la ciudad de México; 3) si las siguientes
fronteras eran tan caras como la guatemalteca, caeríamos
irremediablemente en bancarrota; 4) "pásame otra cerveza
Gallo y tratemos de dormir un poco", le dije a mi copiloto, que
ya estaba dormido.
Día cuatro. A las seis de la mañana encendimos
el superautomóvil diplomático. Nos detuvimos en una
gasolinera Shell con Seven-Eleven integrado. Compramos gasolina, bolsa
de hielo para enfriar las latas de atún que sobrevivían
en la hielera, una botella de ginebra Beefeter, dos cafés y un
pastelillo equivalente a las conchas Tía Rosa. Con
Ten de Pearl Jam de fondo, cogimos la carretera hacia Las
Chinamas, que es la población fronteriza entre Guatemala y El
Salvador. La selva empezaba a volverse más espesa. A tres
metros de la trompa del superautomóvil, vimos bajar a un
águila que atrapó un ratón por la cola y un
instante después reemprendió el vuelo. Más
adelante, otra ave no identificada se fue a estrellar justamente
contra el escudito frontal del superautomóvil y lo hizo
pedazos. "Qué va a decir el
diplomático?", dije; y hasta entonces reparé en la
sinfonía de ruidos que veníamos coleccionando desde
México y que en ese instante de silencio, entre el nuevo de
Porno for Pyros y el Concierto para piano en La menor de
Schumann, sonaban de manera alarmante. Llegando a Las Chinamas,
observamos que el racimo de tramitadores que nos había
caído encima en Tecún Uman era poca cosa en
comparación con el aguacero de niños que soportaba
entonces la lámina del superautomóvil. Me bajé y
fui llevado en vilo, como un botín transportado por las
hormigas, a un sitio en donde me puse de acuerdo con uno solo. Los
trámites de salida del país eran la contraparte de los
de entrada y costaban aproximadamente lo mismo. Ahí, ese orden
precario que tenía la aduana de Tecún Uman había
desaparecido, el caos era absoluto y hacía consonancia con el
desorden sobrecogedor de la selva; no nos quedaba más que
contemplar las apariciones y las desapariciones del tramitador,
siempre en pos del sello o la firma que faltaba. Tres horas más
tarde salimos de Guatemala y entramos a El Salvador. Otro aguacero de
tramitadores encima de la lámina diplomática del
automóvil; pero ya habíamos aprendido que ese caos total
tenía, igual que el desorden de la selva, un orden perfecto, y
que las cosas funcionaban aplicando el siguiente trinomio: aflojar el
cuerpo, la cartera y el espíritu.
Ya en territorio salvadoreño, mientras sorteaba un agujero
en el camino del tamaño de un jacuzzi para doce personas, le
comuniqué a mi copiloto que nuestros planes de llegar ese
día hasta Managua quedaban automáticamente anulados,
porque nuestro capital se reducía a 16 dólares, una
tarjeta de crédito inútil, dos latas de atún y
una botella de ginebra. Pero teníamos gasolina suficiente para
llegar a San Salvador, así que recorrimos la carretera,
sorteando hoyos cuyos diámetros y profundidades iban del
jacuzzi familiar al lavamanos estándar, escuchando The Soft
Parade de los Doors, el Live Recordings 1953-1962 de
María Callas y el disco doble Salomé de Kronos
Quartet. La complicación económica quedó relegada
al rincón de los asuntos prácticos; era incompatible con
la exuberancia y la grandiosidad de la selva que crecía junto
al camino. Llegamos a la ciudad cerca de las tres de la tarde. Ninguno
de los amigos del diplomático estaba dispuesto a prestarnos el
dinero que nos hacía falta para cruzar las siguientes
fronteras. Tuvimos que hablar a Managua y pedirle que nos mandara un
giro. El trámite nos detuvo en San Salvador hasta el día
siguiente.
Día cinco. A las seis de la mañana, luego de
aplicar en un desayuno gigante parte del reflujo económico que
venía de Managua, y de murmurar esa máxima taurina que
dice "no hay quinto (día) malo", compramos gasolina,
hielos y botellas de agua en una estación de servicio Exxon. Un
huracán con nombre de varón empezaba a golpear Centro
América. Abandonamos la ciudad en medio de un aguacero que
fácilmente podría confundirse con un pésimo
augurio. El radio transmitía un programa de complacencias
musicales que promovía el lanzamiento de Arturo
Espíndola, "el José-José de El
Salvador". Este parámetro descabellado, más la hora
de Luis Miguel que venía a continuación, fueron motivo
suficiente para poner mejor Vamo Batê Lata de los
Paralamas. No sabíamos que estaba empezando nuestra jornada
más corta: en doce horas de esfuerzo recorreríamos nada
más 225 kilómetros, y habíamos amanecido pensando
que llegaríamos hasta Managua. A la altura de El Delirio (vaya
nombre para un pueblo), el huracán había disminuido
notablemente la visibilidad y en consecuencia la velocidad del
superautomóvil. En San Miguel la situación era grave,
los tangos de Piazzola interpretados por Kronos Quartet le daban al
temporal un dramatismo cinematográfico. Después vino el
Miserere de Arvo Pärt, y al primer Do profundo el
superautomóvil diplomático cayó en un jacuzzi
familiar que estaba oculto bajo el agua. El golpe brutal
expulsó el disco y dejó fuera de combate al motor y a
los sistemas computarizados. "Se apagó al coche", le
dije a mi copiloto para no dejar tan en silencio ese silencio
súbito. Traté durante algunos minutos de reanimar el
auto desde adentro, con la mezcla prohibitiva de darle a la marcha y
musitar una trenza fonética de oraciones y
maldiciones. "Voy a bajarme", dije al comprobar que las
reanimaciones no funcionaban, con la voz más heroica que
encontré. Puse los pies en el diluvio, destapé el cofre
y mientras movía cables y piezas al azar, se emparejó
una pick-up con un tipo al volante que se ofrecía a
sacarnos de ahí. Le dije que no traía cuerdas para jalar
el coche. Él dijo que abandonáramos el coche, que
estábamos en la zona más peligrosa del país. En
un arranque de torpeza casi sublime, le dije que mejor nos mandara un
mecánico del siguiente pueblo. La pick-up se fue y me
dejó rumiando bajo el diluvio la idea de la zona más
peligrosa. Estábamos a unos cuantos kilómetros de la
frontera con Honduras y la grandiosidad de la selva, otra vez,
hacía pequeño el problema de estar inmovilizado bajo el
huracán, con un automóvil aparatoso, un copiloto
llamativo y una experiencia en mecánica que terminaba en el
acto de cambiar una llanta (siempre y cuando no tuviéramos los
birlos barridos). "Esto no está sucediendo", dije al
borde de la histeria, y lo hubiera repetido si no fuera por la punta
de un rifle que me señaló la región de los
riñones. La cara de mi copiloto me hizo saber que detrás
de mí había seis tipos armados, con la cara cubierta y
ningún indicio de querer hacer amistad con dos turistas
extranjeros. Mientras me conducían a una cabaña que
estaba cerca, activé de nuevo la trenza fonética, pero
ahora cargada hacia el terreno de las oraciones y debidamente
ilustrada por el pietaje gore de Costa-Gravas y de Oliver
Stone. También pensé que la recomendación de no
manejar en la noche porque es peligroso, quedaba ahí
automáticamente anulada: el peligro estaba en su apogeo y
apenas iban a dar las once de la mañana.
Luego de preguntarme la vida y los milagros que los llevaron a la
inevitable conclusión de que yo era un turista inofensivo, me
regresaron al superautomóvil, en donde mi copiloto
seguía inmovilizado por la sorpresa. Sin decir nada pasaron una
cuerda por la defensa y la amarraron a una camioneta que salió
de la selva. "Súbase", me indicó uno de ellos,
señalando el superautomóvil con su arma de calibre
demencial. Fuimos remolcados hasta una especie de taller en donde una
suerte de mecánico, después de siete horas de talacha,
encontró la falla. "Necesito un cable", dijo, y se
internó en un tejaván. Al rato salió con el
único cable posible a esas alturas de la naturaleza: una serie
de foquitos de árbol de Navidad que conectó
hábilmente del generador al tanque de la gasolina, pasando por
el interior del superautomóvil. La tropa armada no abrió
la boca hasta el final; les regalamos las latas de atún, los
refrescos y tres paquetes de Delicados oscuros; algo nos dijo que el
dinero o la ginebra podían ofenderlos. "Saludan al
comandante cuando lo vean", dijo uno de ellos, revelando parte de
los motivos que habían tenido para ayudarnos: seguramente
habían atado el cabo impensable entre un coche con placas de
México, DF y la figura del subcomandante Marcos en la selva
chiapaneca.
Pasamos la noche en La Unión, un pueblo con un solo hotel,
de nombre Puerto Bello, que tenía poco de bello y bastante de
puerto: las habitaciones contaban con el plus de diez
centímetros de agua en el suelo. Nuevamente echamos mano de los
artículos más caros del viaje y dormimos padeciendo las
ráfagas del huracán que se colaban por debajo de la
puerta.
Día seis. Con los grandes hits de los Smiths volumen
uno, llegamos sin contratiempos hasta El Amatillo, la frontera con
Honduras. La música iba siendo acompasada por los destellos de
los focos de Navidad. El paso hacia Honduras fue tan largo,
mutltitudinario y caro como de costumbre. El trinomio de aflojar todo
lo aflojable funcionó de maravilla. En la primera gasolinera
compramos pastelillos, agua y un paquete de cigarros Imperial con un
regusto a chocolate nauseabundo. Gracias al estado inmejorable de la
carretera, cruzamos los 136 kilómetros de Honduras con el
primer disco de Secret World Live de Peter Gabriel. Cerca del
mediodía llegamos a El Guasaule, la frontera con
Nicaragua. Mientras esperábamos los resultados del tramitador,
comimos plátanos verdes fritos, acompañados por unas
latas de cerveza Toña. Emprendimos el camino hasta Managua con
la sensación de estar llegando a casa. El huracán
empezaba a terminarse, aunque los destrozos durarían mucho
tiempo. Oímos Thrak de King Crimson, Live Around the
World de Miles Davis, el Songbook de Billie Holiday y
llegamos, cerca de las cinco de la tarde, con los éxitos de
José Antonio Méndez. "Misión
cumplida", le dije al diplomático,
señalándole el superautomóvil estacionado frente
a la dirección en criptograma que había apuntado en
México. También agregué: "creo que te
hubiera salido más barato comprar un
Mercedes-Benz". Después de bañarnos, comimos en un
restaurante tradicional nicaragüense de nombre Los Antojitos. De
ahí fuimos al aeropuerto para tomar el avión de
regreso. Yo, argumentando cualquier cosa, manejé todo el
tiempo; quería evitar que el diplomático advirtiera los
destellos de los focos navideños, el escudito de la trompa que
había volado en la carretera y los abollones de los
tramitadores.
Abordamos el vuelo nocturno de Taca con destino a la ciudad de
México. Una azafata vociferó las indicaciones de
rigor. Centro América se quedó abajo; recliné mi
asiento y pedí una ginebra doble. Ahora tardaremos dos horas en
la misma distancia que nos tomó seis días, le dije a mi
copiloto, que era rubia y venía profundamente dormida.
A Maisa y Jorge, que son un poco responsables de esta
historia