La Jornada Semanal, 15 de diciembre de 1996


De aquí a Managua en 30 discos

Jordi Soler

Jordi Soler tiene 32 años, dirigió Rock 101, ha publicado las novelas Bocafloja y La corsaria, es columnista de La Jornada y conduce un programa en Radioactivo 98.5. En estas páginas publicamos su viaje a Lisboa y ahora lo acompañamos en su expedición a Nicaragua.

Cartas a Jordi Soler



Día cero. El diplomático me citó en un restaurante de la Zona Rosa para establecer los puntos importantes del trayecto. El asunto no podía ser más claro: tenía un automóvil sin usar en su garage y quería que yo lo trasladara hasta su destino diplomático en Managua. En una hoja de papel tamaño carta, mientras digeríamos la comida ayudados por el primer epílogo de coñac, trazó, con la devoción de un cartógrafo, un boceto de la ruta con nombres y una aproximación de las distancias. Cuando terminó de dibujar las orillas de un lago enorme, me dijo que por ningún motivo manejara de noche en Centro América, porque un automóvil extranjero en aquel territorio de bravos era inspiración suficiente para un asalto de proporción internacional. Para el segundo epílogo de coñac ya me había dado una lista de teléfonos sólo utilizables en caso de emergencia, una cantidad de dólares que a la luz de ese final de comida diplomática me pareció suficiente, y la recomendación de que, cada vez que se pudiera, pagara hoteles y comidas con tarjeta de crédito. "Cuando nos veamos allá", dijo mojando el cabo de un puro Cohiba en su coñac, "te repongo los gastos adicionales". Luego, todavía clavado en su papel de cartógrafo, escribió una dirección que tenía el aspecto de coordenadas en clave para desenterrar un tesoro: "De la casa de Chema Castillo, media cuadra al norte y una cuadra al oriente, Managua, Nicaragua."

Nos habíamos conocido en La Habana seis meses antes, en una tumultuosa cena que ofreció la embajada de México. Habíamos coincidido en la misma banca del jardín, buscábamos combatir el calor cubano con un poco del fresco de la intemperie. Con el plato encima de las rodillas, observamos que la casa parecía la de Lo que el viento se llevó y también, con un poco de culpabilidad, que nuestra embajada era la única casa con luz; el resto, gracias a la escasez de absolutamente todo, dormía en la oscuridad perfecta.

"Vuelo mañana a Managua", dijo el diplomático al entregarme las llaves del automóvil. Estábamos un poco dispersos por el coñac y medio perdidos en la nube que había producido la última bocanada del Cohiba; yo aproveché el momento para pasarle revista al aparador de las ideas: La distancia no alcanza los 1,800 kilómetros. Las fronteras no pueden ser más complicadas que la de Estados Unidos. El superautomóvil tiene toca-compactos, aire acondicionado, asientos de piel y manejar en esas condiciones equivale a sentarte en la sala de tu casa a ver una película de carreteras con soundtrack extraordinario. Hay que tomar, desde luego, ciertas precauciones, como empacar bibliografía básica sobre el mundo maya y la caja de discos compactos de cabecera que guardamos de forma permanente junto a la puerta para rescatarla en caso de temblor, incendio o cualquier siniestro que amenace con dejarnos sin casa y, encima, sin música. También hay que llevar el Diario 2 de Witold Gombrowicz (en el mismo paquete de los libros mayas), que debe ser espeluznante a media selva; la cámara fotográfica con rollos de repuesto, porque ve tú a saber qué clase de película vendan en aquellos países, y no estoy dispuesto a pagar el triple con un rollo fabricado en la Kodak de Guadalajara, Jalisco; y por último una hielera con cerveza para disminuir la tensión, Cocacola para elevarla, Ginebra para estabilizarla y dos o tres latas de atún por si el hambre se pone perra lejos de un restaurante.

El diplomático apagó el puro casi completo contra el cristal del cenicero, la nube empezaba a disiparse cuando nos dimos la mano y prometimos vernos pronto.

Día uno. "Creo que difícilmente encontraremos en todo el viaje una zona más peligrosa que esta", le dije a mi copiloto mientras trataba de sortear una flotilla de microbuses que ocupaba los tres carriles, el camellón y el acotamiento de la Calzada Ignacio Zaragoza. Daban apenas las seis de la mañana y a lo lejos ya se veía el esfuerzo del sol por empujar la bruma tóxica que arropa los días en la ciudad de México. Toward the Within de Dead Can Dance servía de fondo para la faena de esquivar defensas y hacerse el sordo contra el collage de insultos y claxonazos que fue desapareciendo, de forma paulatina y milagrosa, al pasar la primera caseta de la autopista a Puebla. Los sistemas totalmente computarizados del automóvil diplomático funcionaban de maravilla, aunque la noche anterior nos había tomado veinticinco minutos encontrar el interruptor que liberaba el tapón del tanque de gasolina, y otros diez el botón que abría el cofre. Cruzamos Río Frío, seguimos por la cuesta entre los volcanes y llegamos sin novedad a la desviación hacia Oaxaca. Con el disco completo de los grandes hits de Police, la mitad de From the Cradle de Eric Clapton, más la ventaja de la autopista vacía, hicimos un tiempo récord hasta la ciudad del mole negro, murmurando estupideces tales como que el camino era más corto de lo que habíamos imaginado y que, hasta eso, el salinismo no había estado tan mal en materia de carreteras. "Pasemos a Mitla", ofrecí para recompensar tanta velocidad. Recorrimos la zona arqueológica revueltos con un enjambre de turistas italianos. Con el copiloto transformado en piloto y The Lamb Lies Down on Broadway de Genesis como soporte espiritual, cogimos la carretera hacia Tehuantepec, refrescados por el aire acondicionado del superautomóvil y dos cervezas de la hielera que venía haciendo agua en la cajuela. Cruzamos la sierra asombrados por tanta vegetación, a veces interrumpida por cabras pastando en una superficie de 90 grados, otras por laderas de piedras azules y moradas. Casi al atardecer, con Post de Bjôrk de fondo, detuvimos el viaje en un motel cerca de Tehuantepec. Cenamos y como final de esa primera jornada, echamos mano de los dos objetos más caros del viaje: un compilado japonés con los éxitos de Tom Waits y una botella de ginebra Beefeter.

Día dos. A las seis de la mañana regresamos a la ruta con el fondo de una estación de radio de Juchitán. El profesor Radami, "faraón de faraones", dictaba las coordenadas astrológicas a una mujer que le había pedido auxilio en la tarea de conseguir a su hombre soñado. Set the Twilight Reeling de Lou Reed sustituyó a los consejos del faraón, al mismo tiempo que tres bolsas de hielo Iglú sustituían el agua caldeada de la hielera. Cruzamos la zona de La Ventosa, ahí donde los árboles, golpeados por un vendaval perpetuo, crecen todos inclinados hacia la misma dirección. Un kilómetro adelante de la frontera entre Oaxaca y Chiapas fuimos sorprendidos por una tanqueta del ejército que obstruía la carretera; ejecutaba ese operativo arbitrario, obligatorio, y ante todo infame, que tiene el nombre de "retén". Cinco soldados con parque suficiente para repeler a la Armada Invencible, pidieron documentos de identificación y nos bajaron del automóvil para aplicarle una revisión exhaustiva. Tres se pusieron a husmear los interiores, los otros dos, serios hasta provocarnos escalofríos, vigilaban a unos metros de distancia. No les costaría ningún trabajo desaparecernos con todo y coche en esta selva de nadie, pensé, y de inmediato fui víctima de un miedo atroz que venía ilustrado con pietaje gore de Costa-Gavras y de Oliver Stone. "A dónde van?", preguntó el más serio y escalofriante de los cinco. "A Managua", respondí. "Pueden irse", dijo, y me dio la impresión de que confundía Managua con un suburbio de Tapachula.

Antes de las dos de la tarde, con el volumen 2 de éxitos de Van Morrison estelarizando la musicalización de a bordo, recorrimos la última recta del país, directo a la frontera con Guatemala. "Antes del anochecer estaremos en la ciudad de Guatemala", pronostiqué en un momento de euforia triunfal, que fue posteriormente eclipsado por el ambiente desolador de Ciudad Hidalgo. Pasamos sin problema la garita de salida. Cuando cruzábamos el puente fronterizo, contemplamos avergonzados que sobre la orilla mexicana del río Suchiate, tenía lugar la réplica de aquella golpiza que le dieron los agentes gringos de migración a un grupo de ilegales mexicanos en Riverside; nada más que, un país más abajo, los papeles estaban redistribuidos: cuatro agentes mexicanos de migración golpeaban brutalmente a un grupo de ilegales guatemaltecos. Tuvimos la dolorosa sospecha de que la diferencia entre la migra de Estados Unidos y la mexicana es exclusivamente la promoción.

Del otro lado del puente nos esperaba una turba de niños mayas que aplicó el procedimiento mercadotécnico de subirse en racimo sobre el cofre y el techo para ofrecer sus servicios como tramitadores. "Tramitadores?", dije abriéndome paso hacia la garita de Tecún Uman, resuelto a tramitar yo mismo nuestro ingreso al país. "Qué tan complicado puede ser tramitar cosas, si venimos del país del trámite?", pregunté al copiloto que caminaba junto a mí, esquivando su parte proporcional de niños mayas. Mi resolución se hizo añicos adentro del galerón de la aduana: un hormiguero de tramitadores sepultaba veinte metros de mostrador de cemento azul cielo, en el acto de negociarle la entrada a Centro América a una recua de choferes furibundos que esperaban sentados en un espigón de cemento también azul cielo. Una mirada de mi copiloto bastó para reclutar a "Mi Tía", el tramitador más gritón de todos. Nos explicó que sin repartir dinero no saldríamos nunca de ahí, que el proceso tomaría unas horas y que necesitaba los documentos de los tres; los nuestros y los del coche. Hizo un presupuesto estimado y se integró al hormiguero que sepultaba el mostrador; nosotros nos integramos a la recua furibunda del espigón azul, en donde ocasionalmente nos visitaba para contarnos los progresos de la negociación y para pedirnos otros trescientos quetzales para tal trámite que se estaba atorando. El tiempo iba siendo rigurosamente marcado por un ventilador que trabajaba a siete metros del piso, con una lentitud que permitía a una colonia de moscas establecerse en sus aspas. Otra colonia sobrevolaba a un perro dormido y un carrito de gelatinas verdes y rojas. Cuatro horas después, Mi Tía preguntó que en dónde pensábamos pasar la noche. Le dije que en la ciudad de Guatemala, calculando que nos separaban apenas trescientos kilómetros. Me miró desde su sabiduría de tramitador, y con ese tono entre amable y burlón de niño guatemalteco enumeró la serie de eventualidades que necesitaba nuestro itinerario para convertirse en una auténtica eventualidad: en esta zona del país no se puede manejar de noche porque te asaltan, y menos si vienes en un automóvil extranjero, aparatoso y computarizado como el tuyo, y todavía menos con un copiloto tan llamativo; y entonces lanzó su dedo experto en trámites sobre mi copiloto que era rubia y hacía las veces de boya fosforecente en ese mar de choferes malhumorados. Y para terminar, concluyó Mi Tía, el tipo que firma los permisos para el coche ya se fue y regresa hasta el mediodía de mañana. Echamos mano de los objetos más caros de nuestro viaje y nos refugiamos en el Hotel Real de Tecún Uman, en una habitación que contaba con el distintivo estructural de poseer un hoyo en el suelo, desde donde se veía parte de la recepción, y por donde fácilmente cabíamos el copiloto, el piloto y, con un poco de esfuerzo, hasta el superautomóvil.

Día tres. El look general de Tecún Uman andaba por el rumbo del mercado-sobre-ruedas; una infinidad de puestos borraba la escasa urbanidad del pueblo. Un recorrido breve en la mañana nos hizo concluir que la única opción posible era "el desayuno de los campeones": una lata de atún, medio vaso de ginebra y, para reemplazar la cafeína del café que no existía, unas caladas de la nicotina de un Delicado oscuro. Agotamos la mañana trazando la derrota del día, hojeando la bibliografía arqueológica y recitando las partes álgidas del Diario de Gombrowicz, que nunca fueron tan álgidas como el hoyo en el piso que entonces ya se había convertido en el pasadizo predilecto de las moscas. A las dos de la tarde apareció Mi Tía con los documentos en regla. Antes de abandonar la garita, un tipo con máscara de Darth Vader roció el interior del automóvil con un cañón que arrojó, en formato de columna de humo, un cuarto de litro de insecticida. Dejamos Tecún Uman y con Learning to Crawl de los Pretenders removiendo los humos de la fumigada, emprendimos el camino hacia la ciudad de Guatemala. El único aviso que vimos en la carretera apareció a unos cuantoskilómetros: "Túmulos a 500 metros." Qué carajo será eso de Túmulos?, pregunté a mi copiloto, justamente cuando el superautomóvil golpeaba con violencia un tope o túmulo de campeonato, que cambió el equipaje de lugar y al disco de los Pretenders por el nuevo de Oasis. La cantidad de camiones que circulaban nos hizo pensar que esos 300 kilómetros guatemaltecos serían el equivalente a seiscientos en otra parte del mundo. El mapa alcanzó de inmediato su nivel de incompetencia; después del anuncio de "Túmulos", en la carretera no había un solo letrero que indicara ni el nombre del pueblo que cruzábamos, ni hacia dónde demonios quedaba la ciudad de Guatemala. Cuando empezaba Babel de Santa Sabina, nos detuvo un retén militar que nos aplicó las preguntas y la inspección de costumbre. A diferencia de nuestros compatriotas, éstos nos saludaron y se despidieron de mano. La selva en todo su esplendor iba siendo metódicamente interrumpida por gasolineras Shell, Exxon y Texaco, y también por una suerte de comederos llamados "pupuserías". Antes de que oscureciera, movidos por el hambre y por la curiosidad del nombre, nos detuvimos en uno de estos comederos. El hambre y la curiosidad quedaron saciadas cuando nos sirvieron una "pupusa" rellena de chicharrón. Reemprendimos el camino ya de noche con un disco que contenía los hits cinematográficos de Frank Sinatra. Las advertencias de Mi Tía y el diplomático sobre la peligrosidad de la noche en carretera venían haciendo más ruido que la voz de The Voice. Cuando faltaban 50 kilómetros para Guatemala, según la información que nos proporcionó a gritos un chofer de tráiler, la carretera creció a tres carriles: dos de subida (o de entrada a la ciudad) y uno de bajada (o de salida). El disco Cohen Live de Leonard Cohen venía terminando y estaba a punto de empezar Master Sessions Volume One de Cachao. De poco nos sirvió la ventaja de la carretera amplia: en el primer kilómetro aprendimos que ni el carril izquierdo servía para rebasar, ni el derecho para el tráfico más lento; los dos podían usarse indistintamente. En el segundo kilómetro también aprendimos, por el inolvidable método de un tráiler que venía de frente contra nosotros, que el tercer carril que era para subir (o entrar), podía ser utilizado igualmente por los que venían bajando (o saliendo).

Cerca de las nueve de la noche, acompañados por el Green River de los Creedence, detuvimos la travesía en un hotel de la ciudad de Guatemala. Tratábamosde recapitular el orden de los sucesos, ayudados por dos latas de cerveza Gallo que habíamos extraído del servibar, cuando recibí una amable llamada de recepción para informarme que mi tarjeta de crédito Banamex-Master Card no funcionaba. Y cuáles son mis opciones?, pregunté. El gerente me respondió, seguramente confundiendo a la ciudad de México con Nueva York, que hablara por teléfono con mi banco para resolver el problema. La intentona desde Guatemala a las diez de la noche era absurda, tomando en consideración que ese tipo de problemas tardan semanas en resolverse, aun con la presencia física, y sacada de sus casillas, del tarjetahabiente en la casilla del banco. La única otra alternativa, pagar en efectivo, nos obligó a tomar en serio la recapitulación: 1) debido a los dos días de retraso que llevaba el viaje, el turismo arqueológico, que por cierto se había practicado poco, quedaba descartado; 2) teníamos tres días para llegar a Managua, porque de lo contrario perderíamos el boleto de regreso por avión, y sobre todo el concierto de King Crimson que empezaba cuatro días después en el teatro Metropolitan de la ciudad de México; 3) si las siguientes fronteras eran tan caras como la guatemalteca, caeríamos irremediablemente en bancarrota; 4) "pásame otra cerveza Gallo y tratemos de dormir un poco", le dije a mi copiloto, que ya estaba dormido.

Día cuatro. A las seis de la mañana encendimos el superautomóvil diplomático. Nos detuvimos en una gasolinera Shell con Seven-Eleven integrado. Compramos gasolina, bolsa de hielo para enfriar las latas de atún que sobrevivían en la hielera, una botella de ginebra Beefeter, dos cafés y un pastelillo equivalente a las conchas Tía Rosa. Con Ten de Pearl Jam de fondo, cogimos la carretera hacia Las Chinamas, que es la población fronteriza entre Guatemala y El Salvador. La selva empezaba a volverse más espesa. A tres metros de la trompa del superautomóvil, vimos bajar a un águila que atrapó un ratón por la cola y un instante después reemprendió el vuelo. Más adelante, otra ave no identificada se fue a estrellar justamente contra el escudito frontal del superautomóvil y lo hizo pedazos. "Qué va a decir el diplomático?", dije; y hasta entonces reparé en la sinfonía de ruidos que veníamos coleccionando desde México y que en ese instante de silencio, entre el nuevo de Porno for Pyros y el Concierto para piano en La menor de Schumann, sonaban de manera alarmante. Llegando a Las Chinamas, observamos que el racimo de tramitadores que nos había caído encima en Tecún Uman era poca cosa en comparación con el aguacero de niños que soportaba entonces la lámina del superautomóvil. Me bajé y fui llevado en vilo, como un botín transportado por las hormigas, a un sitio en donde me puse de acuerdo con uno solo. Los trámites de salida del país eran la contraparte de los de entrada y costaban aproximadamente lo mismo. Ahí, ese orden precario que tenía la aduana de Tecún Uman había desaparecido, el caos era absoluto y hacía consonancia con el desorden sobrecogedor de la selva; no nos quedaba más que contemplar las apariciones y las desapariciones del tramitador, siempre en pos del sello o la firma que faltaba. Tres horas más tarde salimos de Guatemala y entramos a El Salvador. Otro aguacero de tramitadores encima de la lámina diplomática del automóvil; pero ya habíamos aprendido que ese caos total tenía, igual que el desorden de la selva, un orden perfecto, y que las cosas funcionaban aplicando el siguiente trinomio: aflojar el cuerpo, la cartera y el espíritu.

Ya en territorio salvadoreño, mientras sorteaba un agujero en el camino del tamaño de un jacuzzi para doce personas, le comuniqué a mi copiloto que nuestros planes de llegar ese día hasta Managua quedaban automáticamente anulados, porque nuestro capital se reducía a 16 dólares, una tarjeta de crédito inútil, dos latas de atún y una botella de ginebra. Pero teníamos gasolina suficiente para llegar a San Salvador, así que recorrimos la carretera, sorteando hoyos cuyos diámetros y profundidades iban del jacuzzi familiar al lavamanos estándar, escuchando The Soft Parade de los Doors, el Live Recordings 1953-1962 de María Callas y el disco doble Salomé de Kronos Quartet. La complicación económica quedó relegada al rincón de los asuntos prácticos; era incompatible con la exuberancia y la grandiosidad de la selva que crecía junto al camino. Llegamos a la ciudad cerca de las tres de la tarde. Ninguno de los amigos del diplomático estaba dispuesto a prestarnos el dinero que nos hacía falta para cruzar las siguientes fronteras. Tuvimos que hablar a Managua y pedirle que nos mandara un giro. El trámite nos detuvo en San Salvador hasta el día siguiente.

Día cinco. A las seis de la mañana, luego de aplicar en un desayuno gigante parte del reflujo económico que venía de Managua, y de murmurar esa máxima taurina que dice "no hay quinto (día) malo", compramos gasolina, hielos y botellas de agua en una estación de servicio Exxon. Un huracán con nombre de varón empezaba a golpear Centro América. Abandonamos la ciudad en medio de un aguacero que fácilmente podría confundirse con un pésimo augurio. El radio transmitía un programa de complacencias musicales que promovía el lanzamiento de Arturo Espíndola, "el José-José de El Salvador". Este parámetro descabellado, más la hora de Luis Miguel que venía a continuación, fueron motivo suficiente para poner mejor Vamo Batê Lata de los Paralamas. No sabíamos que estaba empezando nuestra jornada más corta: en doce horas de esfuerzo recorreríamos nada más 225 kilómetros, y habíamos amanecido pensando que llegaríamos hasta Managua. A la altura de El Delirio (vaya nombre para un pueblo), el huracán había disminuido notablemente la visibilidad y en consecuencia la velocidad del superautomóvil. En San Miguel la situación era grave, los tangos de Piazzola interpretados por Kronos Quartet le daban al temporal un dramatismo cinematográfico. Después vino el Miserere de Arvo Pärt, y al primer Do profundo el superautomóvil diplomático cayó en un jacuzzi familiar que estaba oculto bajo el agua. El golpe brutal expulsó el disco y dejó fuera de combate al motor y a los sistemas computarizados. "Se apagó al coche", le dije a mi copiloto para no dejar tan en silencio ese silencio súbito. Traté durante algunos minutos de reanimar el auto desde adentro, con la mezcla prohibitiva de darle a la marcha y musitar una trenza fonética de oraciones y maldiciones. "Voy a bajarme", dije al comprobar que las reanimaciones no funcionaban, con la voz más heroica que encontré. Puse los pies en el diluvio, destapé el cofre y mientras movía cables y piezas al azar, se emparejó una pick-up con un tipo al volante que se ofrecía a sacarnos de ahí. Le dije que no traía cuerdas para jalar el coche. Él dijo que abandonáramos el coche, que estábamos en la zona más peligrosa del país. En un arranque de torpeza casi sublime, le dije que mejor nos mandara un mecánico del siguiente pueblo. La pick-up se fue y me dejó rumiando bajo el diluvio la idea de la zona más peligrosa. Estábamos a unos cuantos kilómetros de la frontera con Honduras y la grandiosidad de la selva, otra vez, hacía pequeño el problema de estar inmovilizado bajo el huracán, con un automóvil aparatoso, un copiloto llamativo y una experiencia en mecánica que terminaba en el acto de cambiar una llanta (siempre y cuando no tuviéramos los birlos barridos). "Esto no está sucediendo", dije al borde de la histeria, y lo hubiera repetido si no fuera por la punta de un rifle que me señaló la región de los riñones. La cara de mi copiloto me hizo saber que detrás de mí había seis tipos armados, con la cara cubierta y ningún indicio de querer hacer amistad con dos turistas extranjeros. Mientras me conducían a una cabaña que estaba cerca, activé de nuevo la trenza fonética, pero ahora cargada hacia el terreno de las oraciones y debidamente ilustrada por el pietaje gore de Costa-Gravas y de Oliver Stone. También pensé que la recomendación de no manejar en la noche porque es peligroso, quedaba ahí automáticamente anulada: el peligro estaba en su apogeo y apenas iban a dar las once de la mañana.

Luego de preguntarme la vida y los milagros que los llevaron a la inevitable conclusión de que yo era un turista inofensivo, me regresaron al superautomóvil, en donde mi copiloto seguía inmovilizado por la sorpresa. Sin decir nada pasaron una cuerda por la defensa y la amarraron a una camioneta que salió de la selva. "Súbase", me indicó uno de ellos, señalando el superautomóvil con su arma de calibre demencial. Fuimos remolcados hasta una especie de taller en donde una suerte de mecánico, después de siete horas de talacha, encontró la falla. "Necesito un cable", dijo, y se internó en un tejaván. Al rato salió con el único cable posible a esas alturas de la naturaleza: una serie de foquitos de árbol de Navidad que conectó hábilmente del generador al tanque de la gasolina, pasando por el interior del superautomóvil. La tropa armada no abrió la boca hasta el final; les regalamos las latas de atún, los refrescos y tres paquetes de Delicados oscuros; algo nos dijo que el dinero o la ginebra podían ofenderlos. "Saludan al comandante cuando lo vean", dijo uno de ellos, revelando parte de los motivos que habían tenido para ayudarnos: seguramente habían atado el cabo impensable entre un coche con placas de México, DF y la figura del subcomandante Marcos en la selva chiapaneca.

Pasamos la noche en La Unión, un pueblo con un solo hotel, de nombre Puerto Bello, que tenía poco de bello y bastante de puerto: las habitaciones contaban con el plus de diez centímetros de agua en el suelo. Nuevamente echamos mano de los artículos más caros del viaje y dormimos padeciendo las ráfagas del huracán que se colaban por debajo de la puerta.

Día seis. Con los grandes hits de los Smiths volumen uno, llegamos sin contratiempos hasta El Amatillo, la frontera con Honduras. La música iba siendo acompasada por los destellos de los focos de Navidad. El paso hacia Honduras fue tan largo, mutltitudinario y caro como de costumbre. El trinomio de aflojar todo lo aflojable funcionó de maravilla. En la primera gasolinera compramos pastelillos, agua y un paquete de cigarros Imperial con un regusto a chocolate nauseabundo. Gracias al estado inmejorable de la carretera, cruzamos los 136 kilómetros de Honduras con el primer disco de Secret World Live de Peter Gabriel. Cerca del mediodía llegamos a El Guasaule, la frontera con Nicaragua. Mientras esperábamos los resultados del tramitador, comimos plátanos verdes fritos, acompañados por unas latas de cerveza Toña. Emprendimos el camino hasta Managua con la sensación de estar llegando a casa. El huracán empezaba a terminarse, aunque los destrozos durarían mucho tiempo. Oímos Thrak de King Crimson, Live Around the World de Miles Davis, el Songbook de Billie Holiday y llegamos, cerca de las cinco de la tarde, con los éxitos de José Antonio Méndez. "Misión cumplida", le dije al diplomático, señalándole el superautomóvil estacionado frente a la dirección en criptograma que había apuntado en México. También agregué: "creo que te hubiera salido más barato comprar un Mercedes-Benz". Después de bañarnos, comimos en un restaurante tradicional nicaragüense de nombre Los Antojitos. De ahí fuimos al aeropuerto para tomar el avión de regreso. Yo, argumentando cualquier cosa, manejé todo el tiempo; quería evitar que el diplomático advirtiera los destellos de los focos navideños, el escudito de la trompa que había volado en la carretera y los abollones de los tramitadores.

Abordamos el vuelo nocturno de Taca con destino a la ciudad de México. Una azafata vociferó las indicaciones de rigor. Centro América se quedó abajo; recliné mi asiento y pedí una ginebra doble. Ahora tardaremos dos horas en la misma distancia que nos tomó seis días, le dije a mi copiloto, que era rubia y venía profundamente dormida.