La Jornada Semanal, 15 de diciembre de 1996


Paseo del Malecón

Reinaldo Montero

Reinaldo Montero nació en Villa Clara, Cuba, en 1952. Obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1986 por su libro de cuentos Donjuanes y es autor de una sincopada saga narrativa, Septeto habanero. Dramaturgo dotado de un oído superfino, Montero percute en la máquina de escribir con ritmo dichosamente caribeño.



Con el Malecón enorme, el mar oscuro y los ojos claros de Rosa, parece que te has puesto lírico, y hasta te da por decir, oh Rosa, sin oh, pero algo exclamativo, porque tu esperanza es que durante el paseo por el Malecón, con mar y noche cómplices, a los ojos de Rosa les dé por cerrarse para un beso. Así de simple.

Ah porque ellos son... Mejor sin ah. Rosa, lo de ellos tres es... Y aclaras que ellos son el Malecón, el mar y sus ojos. Y un-dos-tres un-dos-tres un-dos-tres bien valseado, y a elogiar los buenos andantes. Ocurrencia de utilidad dudosa. Te refieres a lo que en teoría y solfeo se llama aire. Sabes, Rosa? Y qué importa si ella sabe o no sabe mientras siga a tu lado andando a paso de adelante. Nunca en presto, Rosa, que el pobre presto es tempo infelice, en general, aunque en particular sea muy socorrido si de lo que se trata es de ir al punto B desde el punto A, porque es risoluto el presto, pero falso en el fondo, tirable por la borda, o por el oscuro malecón, para que se ahogue en ese mar que ha mudado su azul para tus ojos. Habrá salido más bolero de la cuenta? Triste destino el del presto, Rosa, que a veces es giocoso e leggiero, y hasta animato, aunque en definitiva sólo sirva para no llegar tarde, por ejemplo, y marcar a tiempo, no a tempo, la entrada al trabajo, o sirva para recoger a los hijos, en caso de que haya hijos, y hacer que se bañen, que coman, que se acuesten y que se duerman a tempo giusto, porque mañana hay que despertar de un tirón piú giusto ancora, cosas todas enajenantes, y por tanto ajenas al Malecón, que exige un paso calmo, a ochenta corcheas por minuto.

Y qué importa si ella tampoco sabe lo que es corchea o fusa y se nota confusa, ya Rosa disfrutará, más que sabrá, ya notará, más que creerá, por ahora que confíe. Confía, Rosa, porque los buenos andantes son la maravilla, como el beethovénico que aparece en el segundo movimiento de la segunda sonata para segundo violín y piano. No es velada invitación a un cuarto, que pudiera denominarse casa, para oír música denominada clásica, no, es algo largo e capriccioso de explicar. Lo que sí tiene explicación simple y corta es lo humano de andar a setenta y cinco corcheas por minuto,mejor que a ochenta. Como tirando a adagio, Rosa. Porque el día fue a lo presto bajo calor forte e senza tempo, con apretujadera en ómnibus, resolana hasta en la sombra, y un sudar sobre sudores resecados. En fin, que no hay nada mejor para Rosa, para el azul de sus ojos, en día de bochorno sostenido, en noche sin frío ni fogaje, que caminar bordeando el muro del Malecón y mirar el mar, el simple mar en calma, cual una seda.

Y Rosa camina muy sedada mientras escucha decir, cual una seda. Y entonces te da por acariciar su espalda, pero Rosa se escurre. Así que la mano huérfana de espalda trata de disimular el fracaso, evita dejar el gesto manco, describe un círculo abarcador. Y qué abarca?

Tu mano abarca a los que pescan con ayuda de muchachos y latas que arman algarabía si algo pica, abarca a las mujeres de esos hombres, que traen de comer porque el sentido común les dice que aunque algo o nada pique, mejor es dar una vuelta a sus maridos, abarca a los enamorados que de pie cumplen el rito de mirar, él hacia la ciudad, ella hacia el mar, o que sentados en el muro, con las piernas colgando sobre el arrecife, se arrullan bien, para palparse mejor, o se recuestan, casi se acuestan, y conversan, sueñan, también duermen, abarca a los viejos que hablan solos porque saben que nunca hablarán a Dios un día, abarca a los escurridizos negociantes que en voz baja van pregonando mercancías tan divinas como escasas como humanas, o que se detienen para arreglar cuentas con el masetúo, el gran proveedor de lo que haga falta, de cuanto falte, y el masetúo poco escucha, le basta deducir con cara de póker lo cierto o lo falso que hay tras par de frases claves, abarca a los homosexuales timoratos que se apenan de sentarse tan juntos en sitio tan erógeno, y que evitan mirarse a los ojos si alguien pasa, abarca a los risueños jineteros y a las luminosas prostitutas, ambos grupos compartiendo la avidez en la caza de turistas, ofreciendo, cada uno por su lado, o en acciones conjuntas, atractivos que no figuran en las guías, que el visitante o la visitante o ambos se dejen guiar, y que echen para alante algunos dólares, pocos, que tampoco exageren, abarca a los hombres que sacan a pasear a la familia, o que son arrastrados por mujer, niños, perro, y van en silencio, o chachareando, muy satisfechos con vida y mundo, pero envidiando a las parejas sin perros y con una historia de dos noches cuando más, abarca a una mujer sola que insólita pasea y no mira más allá del punto donde va a apoyar su pie en el próximo paso, abarca a un grupo de adolescentes que se mueven al influjo de una música hipnótica y ahora salen del intento de hechizo colectivo porque hay que hacer una ponina para comprar más, y rápido agrupan el dinero, comparten confidencias, eligen emisario para que agarre por ahí, hasta el fondo de este muro sin fin, que allá encontrará de cuanto hay, incluso lo innombrable, y a unos pasos, otro grupo discute, es el inicio de una bronca?, al menos alguien parece acorralado entre la espada y la pared, o entre el diablo y el hondo azul tan negro, pero no, apenas sobrepasan la elocuencia de los gestos, y a ellos también tu mano los abarca, que ninguno de los lugares visitados por el más eminente de los marinos náufragos es tan reverenciable como el oscuro Malecón de La Habana, porque sólo en la naturaleza de las islas cabe la veneración al mar, a ese límite de las esperanzas, a esa obsesión por otra cosa distinta que es el mar, y aquí está el Malecón, como quien dice un monumento consagrado a las ansias que empiezan y terminan en el mar.

Y en este punto, cuando casi has olvidado que caminas con una mujer de ojos claros a tempo di andante, Rosa se detiene, se coloca frente a ti y cierra los ojos para un beso. Y la besas, y de pronto es como si se iluminara el cuarto denominado casa, sin música ni clásica ni ninguna, y el Malecón-mar-noche empieza a deslizarse hacia lo que ya no importa, y en prestissimo, no cual una seda, porque en la naturaleza de las islas cabe también una descomunal capacidad de olvido, si hasta las palabras que se van sucediendo en estas líneas toman el rumbo de lo que ha dejado de importar, porque ya amaneció en tu cuarto, y Rosa acaba de levantarse de la cama, y da dos pasos y desnuda instala los ojos, más azules que nunca, entre tu cuello y tu letra, o entre el diablo y el hondo blanco donde crecía un hombre que pesca con ayuda de latas, y su mujer no viene, era sabido que no vendría, y el hombre rabia y llora y maldice su desdicha más negra y vasta que el mar, y crecía una pareja de enamorados que se duerme, y hasta sueña con una habitación muy suya, de cama muy ancha, y el sexo resulta muy cómodo y fiero y dulce y cierto, si casi llegan a eyaculación y a orgasmo, pero al abrir los ojos, el mar sigue igual de negro y el muro igual de duro y el resto de la realidad vuelve a instalarse donde siempre, y crecía un viejo que para hablar cuando percibe que Dios ha tomado la palabra, y el horror le va copando el pecho, está convencido de que la vida no le alcanzará para escuchar hasta el final ese discurso que promete ser breve, y al que seguirá un silencio más dilatado que el mar, y crecía un escurridizo negociante que de súbito le da por pregonar la mercancía a voz en cuello porque no soporta más tanta intriga, tanto policía inadvertible, tanto progreso en la deuda interna e impagable con el masetúo que lo escucha y olvida su cara de póker, porque en este país de mierda es demasiado lo que no funciona para que venga este hijo de puta a malear más el mundo, y se oyen dos secos sonidos como de tablas que chocan, y es todo, el hombre ya no grita, y nadie se mete, no aparece ni medio policía a lo largo de tanto muro y mar impávidos, y crecía una pareja de homosexuales que se besan, y no es rebeldía ni exhibicionismo, como pudiera mal entender un entendido, y sí deseo de besarse sin más, y ocurre el milagro, ningún paseante les dice ni pío, y vuelven a besarse, qué locura la de esta vidita nuestra, y otro beso, y así siguen hasta que cuatro muchachos fornidos como muros advierten la insolencia, y es la mar de golpes, hasta que uno de los homosexuales empieza a ensuciar el Malecón con vomitadera de sangre, y el otro grita como si se hubiera muerto alguien, y los muchachones se alejan riendo, arreglándose las camisas, contándose ellos mismos lo que pasó como si fuese un chiste, y crecía un risueño jinetero y una luminosa prostituta frente a dos extranjeros, al final de la noche, noche de espléndidos servicios a dúo que los extranjas pretenden pagar a mitad de precio, nunca entendieron que el coste era más alto, dicen, y la sonrisa del jinetero se esfuma, la luz de la prostituta se apaga, porque basta ya de que tomen a los cubanos por indios tercermundistas o comemierdas del otro jueves, y el jinetero saca un billete de cinco dólares, lo enarbola en mano bien alta mientras proclama a los cuatro vientos que que ni él ni ella son muertos de hambre, que pueden mirarlo bien, es billete auténtico, y los extranjeros entienden menos, o así parece, pero acaban por pagar lo que deben, y la sonrisa vuelve al rostro del jinetero, la luz vuelve al pecho de la prostituta, y es ella la que da par de ardientes besos de despedida, pronuncia par de elocuentes frases de cariño, que hasta en las mejores familias hay sus dimediretes, y ella sabe que ellos saben lo que se pierden si se pierden, a que van a volver un día de estos, y la sonrisa del jinetero es más ancha que el Malecón, y la luminosidad de la prostituta amenaza con alumbrar el mar entero, y crecía un hombre satisfecho que saca a pasear a la familia y al perro, pero empieza a patear al perro, y lo sigue pateando mientras la niña llora, la mujer se lleva las manos a la cabeza, y el perro gime, pero no muerde, ni huye, ni parece que guardará rencor, y eso enfuerece más al hombre, y allá va el perro volando sobre el muro, y el mar lo acoge, lo acuna, lo cubre, para que hombre, mujer y niña vengan cada uno por separado al Malecón, como esperando que el mar devuelva a ese pobre perro que fue tan bueno hasta el final, y crecía una mujer que insólita pasea, y se detiene, regresa sobre sus pasos con premura, porque ya sabe cómo hacer lo que debe hacer y dónde hacerlo y qué poner en la nota que dejará gracias a la oscura sugerencia del Malecón, a la clara insinuación del mar, y crecía un muchacho que parte con el dinero de la ponina en busca de lo ansiado, y va hacia el fondo del muro, y por allá se pierde, y no regresa, y lo más misterioso es que una semana después se le escucha hablando por una radio de Miami, y a nadie había avisado nada, y no ha quedado claro cómo hizo lo que hizo, o cómo el mar permitió que lo hiciera, y crecía un grupo que vuelve a discutir bien entrada la madrugada, y la gestualidad estalla en rabia, y la gritería es tanta que el mar se ensoberbece, arremete contra el Malecón, penetra en las calles, anega, parece el inicio del fin.

Es el fin, porque ahora que ibas a entrar de lleno en esas historias, en la mar de esperanzas y obsesiones y penas, y quizá descubrir qué hay en el Malecón que hay en ti que hay en tantos, Rosa coloca en tu espalda un beso con fuoco y a piacere, sin música. Así que el lector sabrá disculpar si lo abandonas, que en la naturaleza de las islas también cabe de sobra el abandono, pero que Rosa lo ignore todavía.