Hermann Bellinghausen
Salina Cruz

``Surf or die''

(Leyenda de una camiseta deportiva)

1.- Pequeña zona de conflicto. Terminé mi combate con las hormigas. Chiquitas pero picosas. La primera escaramuza, anoche, fue simple. Bastó agitar el papel de estraza de la campechana azucaradísima que compré en un carrito del puerto. La sensación de triunfo no me salvó de barruntos de delirium tremens, sin delirio, a causa de las hormigas extraviadas que llegaron a la cama de este hotel que ayer no me pareció ``de mierda`` y hoy sí. En venganza, usé el piso como cenicero.

Me apena un poco su tamaño, luego de haber luchado a brazo partido contra las hormigas arrieras, y de ver desde mi hamaca en algún lugar de la selva una marabunta de varios metros haciendo el ruido de un ejército. Estas hormigas caseras han sido la primera pesadilla real hecha de artrópodos en muho tiempo.

En brazos, manos, cuello, el ácido fórmico dejó su urticante recuerdo. Obtenido el armisticio, las malditas formigas en lo suyo, recorren otros caminos de este mismo cuarto, buscando materia que formicar. Parecen capaces de comerse el hule de los cables de luz.

El hotel, ostentosamente, se llama Pacífico. Buen servicio, gente amable en la administración, recamarera sonriente. No lejos del dinosaurio mecánico que hace la carga del puerto. En el horizonte gris-azul, los barcos cisterna salen de la noche oscura, desastrada. Los envidio. Con tanta agua de por medio, se encuentran a salvo de las hormigas. Flotar, o levitar, no hay de otra.

El combate en forma fue esta mañana, al despertar. Hervían sobre todas las cosas. Hubo la batalla de la mochila, la de los bolillos, la del itacate, la persecusión del ropero, soplidos, manoteos, pisotones, y la batalla final en el lavabo, el excusado y la regadera.

Aprendí que ni un diluvio acaba con ellas. Están y estarán por todas partes. Hasta en la ceniza curiosean. Son, por así decirlo, microscópicas, pero no obstante.

Nadie dirá que bajo las olas es más dura la vida que en los hoteles, pero cómo extrañan los navegantes tierra firme, cuando navegan.

2.- Visión de una barca bajo la ola.

Las manos de las olas alzan una procesión de dedos, las garras de su proliferación, con los terribles rasgos de una tinta de Hokusai. El mundo se presenta todo, menos redondo. La mar es alta como una montaña, y lo que vemos en tierra queda allá abajo, barril sin fondo. Le hacen flores, o alguna isla. A flote, una barca va, tripulada por una parte de la humanidad. (Donde hay personas siempre está una parte de la humanidad.)

No está claro si hacen sol o sombra, si es jardín o tormenta, viaje o llegada, paseo, peripecia o rutina. Atentos a su navegación, los pescadores no recuerdan ni se fijan. Su larga nave, curvada sobre la agitación elemental del mundo, pone el único suelo posible a los pies alados, salados, de los barqueros. Nada alivia su esfuerzo el que en la distante descansen al sol sus hijos y los hijos de los saltimbanquis, ni que la media sandía de un arcoiris los cubra con la cáscara, la piel dura de la sandía.

Ninguna utilidad en altamar del intrépido falo de las iglesias, ni el moho medicinal al pie de los árboles. Las olas manotean, inflan y desinflan el pulmón azul y negro a medias del océano, lejos de los continentes, las islas y las grandes flotas armadas o desarmadas.

Pensar sus redes en la costa, secándose al sol, no trae paz ni la revoca. Arriba los astros, en las dos caras que sabe dar el universo, sirven de indiferente guía a los barqueros, que bogan rítmicos, cansados, con y sin y con y sin y con aliento.

Hubo ciudades y las habrá. Aquí no existen ciudad ni casa, catre, silla, comedor ni pasillo, fuera del crujiente tablado de la barca, no más granja que los pelícanos platicadores sobre la quilla o las gaviotas glotonas que comparten la cosecha de los barqueros.

Pagan el almuerzo con su vuelo, la brújula carnal y plumosa que trae noticias de dirección y tierra, graznidos antecesores de la música y hasta la diversión barata que en tiempos estables proporcionaba el verde loro de la casa.

Cuando el calor arrecia, a despecho de la mar el aire está en llamas. La mar picada, gustosa de tormentas, danza sin cesar su irresponsable danza de la lluvia, pide borrascas, huracanes y tifones. Se ve que no le afectan. Los barqueros en cambio rezan porque haga bueno, porque las garras curvas del oleaje no les partan la barca, los remos, el alma.

Galeotes de su propia sobrevivencia, no abandonan su espalda, los sombreros y los zapatos, las manos pequeñas de su esfuerzo, hechas añicos contra la mano enorme de las olas que aplauden de burla, gitano con su pandero y que baile el ojo, al frágil barco de los compadres navegantes.

Si la cáscara de coscomate sigue a flote, sabemos que ha sabido deslizarse. Los barqueros aplauden también, manotean, imprecan al mar, le escupen la cara y lo orinan, lo celebran y se entregan a una danza inversa, lo que la noche al día, águila o sol, ordenándole al planeta que se detenga.

No obedece, claro, pero a ellos les proporciona una leve ilusión de tregua. A medias de la mar desgarrada los barqueros quisieran tender su hamaca y echarse a soñar su tierra, o la vertical figura del pájaro carpintero que picotea los líquenes de un bosque, en alguna parte que existe y los espera, sombrilla, biombo y abanico, sensación de palmeras y patio, vago consuelo aquí donde hierve una pura soledad de mar salada que se eleva