Termina 1996, para muchos el año más difícil de todos los que podemos recordar, aunque quizás ahora no sintamos la incertidumbre de diciembre de 1994, cuando con la caída del peso, el mundo se nos vino abajo, ni sigamos siendo presas de la desesperación y la frustración después de un año de fracasos, de pérdida del empleo, de la imposibilidad de encontrar otro, de caídas en las ventas, de destrucción de empresas y patrimonios familiares, de proyectos de vida.
Sí, hoy las cosas han cambiado; el sentimiento dominante ya no es de incertidumbre ni de desesperación, sino de algo más simple y más estable, algo que suele llamarse resignación. Para algunos, los menos, la asimilación de la nueva realidad ha implicado la pérdida de vida social, de vacaciones, de cambio de auto; se han dado cuenta de que pueden sobrevivir así y se han resignado con ello. Para otros las cosas han sido más difíciles; han tenido que dejar de comprar ropa, de enviar a los hijos a la escuela privada y acudir al médico hasta que es apremiante, para dedicarse a asegurar las cosas más básicas como la alimentación, la vivienda, la capacidad para seguir produciendo. Ellos también se han resignado, pensando que quizás en el futuro las cosas mejoren, por ahora hay que preocuparse de, por lo menos, ya no empeorar. Luego está el grupo más numeroso de mexicanos, los que han tenido que reducir el número de veces que comen y la cantidad misma de comida; los que se han visto obligados a hacer cosas que antes eran impensables, después de un tiempo han aprendido a vivir en esas nuevas condiciones. También en ellos la resignación constituye hoy el sentimiento dominante.
Desde luego, hay otros grupos que es necesario mencionar. En primer lugar los millones de indígenas para los que la resignación no es cosa nueva; la han venido cargando en el alma. Para ellos el alzamiento zapatista y todos sus esfuerzos para alcanzar nuevos esquemas de vida y de respeto, representan hoy una esperanza. La próxima respuesta presidencial podría construir un avance para ellos, su cristalización; sin embargo tardará en llegar, si es que se da, porque el Presidente no es un hombre que se haya caracterizado por cumplir sus compromisos. La Navidad será para ellos tan triste como las de otros años, de cualquier año.
Para quienes han buscado cambiar el país, sus problemas y sus vicios, quizás no haya resignación, pero sí tristeza, al confirmar que hasta ahora sus luchas de poco han servido: allí sigue Roberto Madrazo en Tabasco para recordarlo; allí está Rubén Figueroa, asesino incuestionable de campesinos, gozando su impunidad; allí están los modernizadores disfrutando con sus botines; allí están en el tintero los puntos de la reforma política, que parecieron molestar a quienes tienen hoy el poder.
Sí, son muchos los grupos resignados, que a su resignación la acompañan con tristeza, y también los que están simplemente tristes. Afortunadamente hay otros grupos más pequeños pero importantes que sí tendrán una Navidad alegre. Está en primer lugar el Presidente de la República y sus colaboradores cercanos que, sin entender ni querer entender la gravedad de los daños que han ocasionado, se regodearán pensando en que gracias a ellos la economía del país se recupera; para ellos las felicitaciones vendrán de donde las necesitan y estiman: de Clinton, del FMI, de los círculos financieros internacionales.
El otro grupo que tendrá una Navidad alegre es el de los niños muy pequeños, que en su inocencia no alcanzan aún a comprender el drama que vive hoy su país, el país de sus mayores. Por ellos vale la pena seguir luchando, pensar que 1997 puede ser el año que cambie el rumbo de México. Después de todo, para ello pueden servir las próximas elecciones.