Guillermo Almeyra
Fujimori y el terror
El gobierno del presidente peruano Alberto Fujimori se caracteriza por el terrorismo de Estado, comprobado por la Justicia e incluso por altos jefes militares, como el general Robles, recientemente secuestrado por los secuaces del ``hombre fuerte'' del régimen, el capitán Montesinos, involucrado en los asesinatos denunciados. Los tribunales militares sumarios, con jueces enmascarados, la supresión de los guerrilleros (o presuntos guerrilleros), el encarcelamiento masivo de inocentes, las inhumanas condiciones que imperan en las cárceles peruanas, la represión contra los campesinos, muchas veces dirigidas por oficiales implicados con los narcotraficantes, son otros tantos ejemplos del terrorismo de Estado.
Ahora la toma de la embajada japonesa en Lima por parte de los guerrilleros del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), que el gobierno consideraba haber aniquilado, opone a ese terror de Estado el de los más débiles, bajo la forma del secuestro masivo de rehenes importantes, algunos de los cuales, según sus captores, serán ejecutados si el gobierno no dejase en libertad a los Tupac Amaru presos en una parte de la selva que el movimiento guerrillero sigue considerando ``zona libre''.
Si bien, desde el punto de vista ético, la toma de rehenes y el terrorismo indiscriminado son tan condenables como el terrorismo de Estado (que aplica los mismos métodos, pero con el agravante de hacerlo en nombre de la legalidad), en este caso conviene hacer algunas observaciones.
En primer lugar el MRTA no recurre, como Sendero Luminoso, al asesinato de sus opositores de otras tendencias, a la colocación de bombas en lugares públicos, a la eliminación de los campesinos o tribus indígenas que le resisten. Siempre, por el contrario, ha tratado de darle un carácter político a su lucha contra el Ejército y la policía, e incluso ha combatido al narcotráfico (con el cual tienen lazos tanto los militares como Sendero Luminoso). Es difícil, por lo tanto, que opten por el asesinato frío de sus rehenes aunque sí estén dispuestos a jugarse la vida de éstos junto con la propia en el caso de un asalto policial-militar a la embajada que ocupan. Su acción militar busca negociar con las autoridades y tiene el límite de la misma negociación, como cuando los presos políticos que huyen se escudan en los carceleros que se llevan consigo.
En cambio, Estados Unidos e Inglaterra no piensan en los rehenes sino en aplastar a sus captores aunque eso pueda causar un baño de sangre, como hicieron los ``cabeza de cuero'' ingleses en el caso de un avión egipcio secuestrado. De modo que la vida del ministro de Relaciones Exteriores peruano y de 16 embajadores, más el presidente de la Corte Suprema y otras autoridades, entre las cuales están los jefes de la policía antiterrorista y de la Seguridad del Estado y el propio hermano del presidente Fujimori, dependen no tanto de los guerrilleros sino de las decisiones sanguinarias que pudieran adoptar Alberto Fujimori y sus inspiradores anglosajones, quienes insisten en que no se debe negociar. Es de esperar que la presión internacional obligue al feroz Fujimori a buscar una solución humanitaria, en vez de lavar con sangre ajena la ofensa recibida por el Estado.
Como la guerrilla campesina no puede derrotar a las fuerzas armadas ni conquistar espacio en la prensa internacional, las acciones guerrilleras urbanas tienden a ocupar el terreno que deja el retroceso y la impotencia de aquélla, lo cual aumenta el costo político de su represión y, también, el costo en sacrificios de todos los habitantes de las zonas urbanas, ninguno de los cuales, en ningún momento, está a salvo de un golpe de mano. Se instaura así una guerra sin frentes y sin cuartel, en la que las normas éticas tienden a ser ignoradas incluso por quienes declaran luchar por un mundo de justicia y de paz.
Contra esta espiral de violencia no hay otra solución que la lucha por la eliminación del terror al hambre y a la desocupación, del terror a la brutalidad y a la corrupción de los órganos represivos, por la democracia y la libertad de expresión que permitan encauzar legalmente las oposiciones y las protestas, por el acceso para todos a una vida digna. Sólo una sociedad democrática quitará márgenes al terrorismo individual o guerrillero y pondrá fuera de la ley al terrorismo de Estado, los cuales se alimentan mutuamente.