Es difícil, bueno, es imposible. Como es imposible tomar a alguien en los brazos y mecerlo igual que a un niño que sufre, uno memoriza poemas y trata de decirlos al que sufre cuando sufre; pero lo más seguro es que en esos momentos, en el momento necesario, el poema que memorizaste para esa ocasión se te olvide porque al ver sufriendo al que sufre tú sufres y se te olvida todo. Por eso, lo que de veras quieres hacer es tomarlo en tus brazos y mecerlo. Pero esto es imposible. Sólo las mamás toman a alguien en sus brazos y lo mecen; es más, sólo toman a sus hijos en los brazos y los mecen cuando sufren, les dan el pecho, los acuestan sobre su pecho y los arrullan y los hijos se calman. Lo malo está, repito, en querer tomar en tus brazos al que sufre si no eres su mamá. Por eso a uno lo que se le ocurre, cuando la memoria le falla y olvida los poemas adecuados, es regalar un libro al que sufre, cuando se trata de un libro que a ti te ha hecho bien cuando has sufrido. Regalar el libro apropiado no es cosa que se le olvide hacer al que sabe que el otro sufre y lo necesita. El problema está en que decir cuando le extiendes el libro al que sufre para que sepa de antemano cuánto bien le va a hacer. ¿Pero le va a hacer bien?
Hace tiempo leí un libro que me hizo bien. Es un libro que puede ser incluso demasiado simple, quizás incluso provoque ser rechazado por ser tan simple, no tanto porque toque al lector como porque lo toca por razones simples. La gente que cultiva la inteligencia se cuida de ser tocada o de admitir que es tocada por cosas simples; pero aunque todos sufimos, quienes más necesitan ser zarandeados con motivos simples son, precisamente, los que cultivan la inteligencia; los otros se dejan tocar y estremecer de modo natural, de ahí que no sea necesario regalarles libros apropiados ni decirles poemas adecuados: es como si a ellos la naturaleza los tomara en sus brazos cuando sufren y los meciera, y ellos de modo natural fueran reconfortados.
Preferimos que los libros que nos ofrezcan para reconfortarnos cuando sufrimos sean de peso, de filósofos de la antigüedad, de ser posible, para que, aunque no los leamos ni lleguemos a saber en qué consiste el bien que nos ofrecen, los mostremos a los demás y sepan que somos inteligentes y que nuestro sufrimiento, por lo tanto, es inteligente, reconfortable sólo a través de conceptos complejos, nunca mediante enseñanzas simples. ¿Y cómo ir diciendo al inteligente que sufre que los filósofos de veras grandes se comunican con y reconfortan a los demás por medio de conocimientos simples? En todo caso es más fácil ofrecer el bien disfrazado de modernidad, de lenguaje y referencia cercanas, reconocibles; bueno, simples, para decirlo ya.
Pero en todo caso, también, se dificulta regalar el libro que a ti te hizo bien porque, cuando estás con el que sufre, no sabes como presentárselo, si se lo extiendes sin decir nada parece que tú mismo ignoras en qué consiste su bien. Sea como sea, hay un libro simple que a mí me ha hecho bien y que he regalado a quienes he visto sufrir. Se titula Todo lo que de veras necesito saber lo aprendí en el kínder; su autor, una especie de filósofo: Robert Fulghum.
Y lo que quiero decir es que en varias ocasiones regalé este libro a quien sufría, por lo imposible que me fue mejor tomarlo en mis brazos y mecerlo, y que la última ocasión en que lo he regalado habrá de ser la última en que lo haya regalado. Esta decisión se debe a mi incapacidad de acompañar el regalo con las palabras adecuadas que explicaran mi acción al que sufría, que lo dispusieran a leer el libro de manera que le hiciera bien. ¿O esto también es imposible? ¿Entonces se trata de ofrecer el bien y limitarse a cruzar los dedos para que surta efecto en quien lo necesita?
Imagínense si va a ser adecuado extender el libro al que sufre y acompañar la acción con estas palabras: Te va a hacer bien; hablar de que no es necesario recoger las hojas muertas de tu jardín, porque si las hojas han caído sobre la tierra durante siglos, incluso antes de la aparición de la pala y el rastrillo, ¿no significa que allí es donde deben quedar, sobre la tierra, allí en donde cayeron precisamente?
El que sufre no está para oir que Fulghum más que filósofo es poeta. ¿Qué bien le haría leer un poema cuya enseñanza fuera, sencillamente, su belleza? El que sufre no quiere más que dejar de sufrir, y tiene razón. Por eso no vuelvo a regalar este libro ni ningún otro que me parezca reconfortante. Además, creo que en vez de cruzar los dedos para que quien sufre deje de sufrir en virtud de mi esperanza, voy a atreverme a tomarlo en mis brazos y mecerlo, por más que no sea mi hijo. ¿O voy a insistir? ¿Voy a decirle: ``Fíjate, todo lo que necesitas saber lo aprendiste en el kínder''? ¿Quién le enseñó en el kínder que cuando sufriera se dejara caer sobre mi pecho, o tu pecho, o su pecho, y simplemente llorara? ¿Prestaré mi pecho? Y tú, ¿prestarás el tuyo? ¿Llorarás