La gran plaza del mercado, llamada de La Merced, por haberse demolido el convento del mismo nombre, fue orgullosamente inaugurada en el mismo sitio en 1863. Hasta allá llegaron los comerciantes expulsados por el incendio en 1870 del mercado del Volador. Su desplazamiento fue producto de las primeras modernizaciones urbanísticas para confinar el comercio de los pobres hasta las entonces periferias urbanas. La plaza fue, en realidad, el antecedente del primer mercado de La Merced, inaugurado en 1880 como respuesta, según se dice desde entonces, al comercio ambulante que pronto invadió la plaza y sus calles adyacentes. Ribera Cambas, en 1881, nos relata una plaza ``con vendedores bajo jacalones, barracas y sombras de petate (que) con el nuevo y hermoso mercado dejaron desde entonces de agruparse entre el lodo y la basura...'' El relato comparado con los reveladores reportajes de Karina Avilés sobre la vida urbana en La Merced no ha cambiado en 116 años.
Durante el siglo 20, La Merced se convirtió en el corazón comercial de la urbe y de la nación entera. Para los años cuarenta el comercio ambulante volvió a desbordar los espacios cerrados del comercio en el Centro Histórico, dando origen al actual Mercado de La Merced, inaugurado en 1957.
Entre tanto, en las calles aledañas al mercado se instalaron cientos de bodegas para el comercio al mayoreo. Toneladas de mercancías procedentes de todos los rincones del país fueron concentradas aquí para ser devueltas con un nuevo precio. Nuevas modernizaciones de los años ochenta suprimieron dicha función, trasladándola a la Central de Abasto. Se fueron los acaparadores y grandes intermediarios, pero se quedaron sus antiguos trabajadores. Las políticas de modernización hacia el gran comercio monopolista lo convirtió en los nuevos parias de la ciudad. Sin fuentes de trabajo, sin productos que bajar y subir a los camiones, sin sus carretillas y diablitos, los cargadores y demás macheteros de La Merced fueron transformados en los actores de la noche, de la clandestinidad y de la delincuencia urbana. Son los habitantes de El Callejón de la Muerte y de las antiguas bodegas convertidas en sus refugios, los únicos espacios seguros que les puede ofrecer la ciudad de fin de siglo. Pero no viven solos; les acompaña cotidianamente el gran futuro de la nación, los niños que de siete a siete aprenden lo único que puede enseñarles La Merced como escuela: drogas, delincuencia y muerte.
El corazón de la urbe concentra otros actores. Son los migrantes de lejanas tierras donde ``no hay nada, ni comida, ni trabajo, ni tierra''. Son indígenas perseguidos y maltratados por ser simplemente... comerciantes ambulantes. Mazahuas y otros compatriotas que sobreviven con sus hijos en dos y tres metros cuadrados pagando de renta 100 pesos al mes; no pueden pagar más, pues lo poco que ganan diariamente después de comer lo entregan a los inspectores de Vía Pública, esos fieles guardianes de las actuales políticas que han convertido al comercio ambulante en fuente inagotable de corrupción.
Son miles de indígenas. Los mazahuas de Ixtlahuaca, por ejemplo, fueron expulsados de sus comunidades de la Cuenca de Lerma una vez que la ciudad de México les exterminó su agua; 230 pozos profundos provocaron la desintegración de sus economías agrícolas, agotando sus recursos y trasladando su pobreza rural hasta La Merced.
La Merced, espacio degradado, insalubre y temerario para unos, es el único refugio y la sobrevivencia para otros; para los habitantes más pobres de la ciudad, para aquellos que ni siquiera alcanzan la fórmula de la pobreza de la Secretaría de Hacienda. Son los nuevos rostros de la modernidad urbana relata que ojalá no sean aquí descubiertos para el relato y las frivolidades políticas sexenales, sino para mostrar y demostrar las políticas financieras equivocadas del fin de milenio