La Jornada Semanal, 22 de diciembre de 1996


Tiene sentido una filosofía hispanoamericana?

Guillermo Hurtado

La filosofía de lengua española se ha lanzado a una empresa de la que, extrañamente, se ha hablado poco: una Enciclopedia que reúne lo mejor del pensamiento en el idioma. Se trata de una Ilustración a destiempo o del diálogo largamente anhelado entre voces dispersas? Guillermo Hurtado (México, 1962) se doctoró en Oxford y actualmente pertenece al Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. En este ensayo se ocupa de temas decisivos: a quiénes leen los filósofos que escriben en español, cuáles son sus interlocutores y qué sentido moderno tiene la expresión "comunidad filosófica hispanoamericana"?



La polémica acerca de la filosofía en nuestros países es muy vieja. Durante mucho tiempo pensé, como muchos de mis colegas, que hablar sobre este tema era innecesario, casi de mal gusto. Se trataba, pensaba, de una batalla ganada que no valía la pena recordar. Sin embargo, ahora creo que ya es tiempo de desempolvar el asunto, de recuperar lo recuperable, de tratarlo de manera distinta y de rescatar el tema de aquellos que lo han convertido en una industria personal. Me parece que en la polémica sobre el sentido y posibilidad de una filosofía en Hispanoamérica se han mezclado diversos problemas, algunos estrictamente filosóficos, otros prácticos. Aquí voy a abordar ambos tipos de problemas, aunque quizá ponga más énfasisen los segundos, ya que los considero más urgentes que los primeros. Este ensayo es, en parte, una reflexión sobre la naturaleza de la labor filosófica hoy en día y, en parte, una crítica de las costumbres de nuestros filósofos, entre los que yo me incluyo.

1. Comienzo con un dato personal: soy un filósofo profesional que vive en un país pobre. Como trabajo en una universidad pública, mi sueldo procede de los impuestos que paga ese pueblo pobre. Esto me inquieta (aunque no esté muy contento con mi sueldo). Sé que el mundo está mal en todas partes, pero los problemas sociales que más me preocupan son los que me rodean, los que padezco. Hay algo que pueda hacer qua filósofo para solucionarlos? Hay quienes piensan que nada podría hacer. Las ideas no cambian al mundo nos dicen, son los hombres con esas ideas los que lo cambian. Y las ideas, por supuesto, no bastan. Se requieren medios para lograrlo; y habilidades que pocas veces se encuentran en los filósofos profesionales. Como alguna vez dijera Ortega y Gasset, los hombres que hacen los cambios son seres que se ocupan, los intelectuales, en cambio, son seres que se preocupan. Muy pocos son los que logran pensar bien y actuar bien, y menos aún los que han tenido suerte. Sin embargo, en nuestros países muchos lo han intentado, intelectuales que en su momento dejaron a un lado la pluma para tomar el fusil o encargarse de una oficina pública. Quizás el más representativo sea José Vasconcelos, filósofo autodidacta, quien estando en plena campaña para la presidencia de México en 1929, escribía en los pocos ratos de descansode su gira electoral una Metafísica. Vasconcelos quería cambiar al país de acuerdo a sus ideas filosóficas. Quizá por eso fracasó como político. En vez de encabezar un movimiento de protesta después del fraude electoral, se autoexilió en Estados Unidos esperando que el pueblo se levantara en armas. El pueblo, cansado de tanta guerra, no lo hizo. Éste fue el fin de la carrera política de Vasconcelos. Lo triste es que también fracasó como filósofo. Vasconcelos escribía filosofía como quien redacta un manifiestopolítico o una declaración de amor. Su prosa filosófica era demasiado inquieta para poder ser rigurosa, demasiado ligera para ser perdurable. La historia de Vasconcelos parece tener una moraleja: si uno quiere ser un buen filósofo debe cultivar hábitos y virtudes intelectuales que no son las de un hombre de acción, y si uno quiere cambiar las cosas, ser un político eficaz, uno debe cultivar hábitos y virtudes personales que no son las de un intelectual. En pocas palabras: zapatero a tus zapatos.

Hay una corriente en la filosofía latinoamericana que piensa que no hay que dejar de ser un filósofo para cambiar las graves condiciones sociales de nuestros pueblos. En 1942, Leopoldo Zea publicó un ensayo de nombre "En torno a una filosofía americana", en donde sostuvo que nuestra filosofía debe ocuparse de temas latinoamericanos. "Como americanos decía Zea tenemos una serie de problemas que sólo se dan en nuestra circunstancia y que por lo tanto sólo nosotros podemos resolver." No estoy de acuerdo con Zea en que haya problemas filosóficos delimitados por zonas geográficas. Los problemas filosóficos son universales. Tampoco creo que el propósito central de la filosofía deba ser cambiar la realidad. La filosofía es, antes que nada, reflexión y diálogo. Si cambia las cosas para bien, qué mejor; si no lo logra o no lo pretende, no deja de ser filosofía, incluso de la buena. Sin embargo, hay un vertiente del pensamiento de Zea que me parece rescatable. En "La filosofía como compromiso", ensayo publicado en 1948, Zea anotaba: "Nuestra situación no es la de la burguesía europea. Nuestra filosofía, si ha de ser responsable, no tiene que responder a los mismos compromisos que la filosofía europea contemporánea." Creo que podemos asumir responsabilidad sobre asuntos que suceden en otros continentes. Pero también creo que nuestro primer compromiso está con lo que sucede en nuestra circunstancia. No sólo porque es sensato ocuparse de los problemas domésticos antes que de los ajenos, sino porque la manera en la que podemos colaborar en la solución de los problemas sociales es mediante una interacción cercana con la comunidad nacional. Para que pueda hacer algo por solucionar los problemas de una nación, la filosofía debe estar atenta a lo que sucede en esa nación y viceversa.

Dos son las maneras en las que la filosofía puede tener puertas de acceso a discusiones externas a ella. Una es la divulgación. Otra, el aula. En ambos casos la contribución de la filosofía es su actitud crítica ante los problemas. En mi país, en México, esta actitud sería de gran utilidad en este momento en el que estamos transitando, penosamente, hacia una democracia real. Las virtudes de la buena discusión filosófica son también las del buen diálogo democrático.Pero poco hemos hecho los filósofos mexicanos para inculcar estas virtudes. Rara vez enseñamos a nuestros alumnos a elaborar un buen argumento, a detectar falacias, a discutir racionalmente, a desarrollar un pensamiento crítico.

Además del aula, el filósofo tiene otros medios para ofrecer una visión crítica de los problemas nacionales. Están los espacios en los que se lleva a cabo la discusión sobre los problemas sociales: los periódicos, la radio, la televisión. El filósofo debe tratar de que su discurso salga del estrecho ámbito académico en el que se ha recluido. Tiene que ser capaz de explicar ideas filosóficas a un público educado. Tiene que desplegar su capacidad crítica y argumentativa fuera de la madriguera académica para poder aportar algo y dar un ejemplo de discurso riguroso y profundo.

2. La filosofía puede servir a una sociedad cuando se le vincula de alguna manera con las discusiones que se llevan a cabo en dicha sociedad acerca de los problemas que la aquejan. Mientras más crítica y rigurosa sea, más útil resultará.Esto lo ha visto con claridad Luis Villoro. "Toda filosofía rigurosa dice Villoro (1995) es liberadora; pero su labor liberadora no consiste en prédicas de acción o adoctrinamientos políticos, sino en poner en cuestión los sistemas de creencias recibidos y las convenciones aceptadas que tomamos como propias." El supuesto dilema entre la filosofía rigurosa y la filosofía liberadora no existe. Sin embargo, algunos colegas insisten en que la filosofía rigurosa debe ignorar su entorno para preservar su pureza. Como el mismo Villoro ha señalado, esta filosofía es, en muchas ocasiones, una cultura de enclave. Es una filosofía inauténtica, no tanto por adoptar ideas originales en otra circunstancia, sino porque las adopta de manera acrítica, como una moda, y porque son incongruentes con la realidad del filósofo que las cultiva.

Pienso que no conviene seguir hablando de una filosofía auténtica o inauténtica. Esta terminología tiene muchos problemas. Pero no creo que esto signifique que debemos tomar la postura de que la filosofía no tiene nada que ver con su entorno. Los defensores de esta postura afirman que desde hace tiempo la disciplina ha experimentado un acelerado proceso de especialización e internacionalización. Es más, muchos de nuestros mejores filósofos han impulsado este proceso en nuestro medio filosófico. En 1960, Villoro escribía: "El profesionalismo y la especialización rigurosa que en otros países de alta saturación cultural pueden convertirse en traba a la espontaneidad y en declive hacia el filisteísmo resultan imprescindibles entre nosotros. Son el único medio para vencer la improvisación y el diletantismo, males endémicos de nuestra cultura." Esto es lo mismo que ahora piensan los filósofos hispanoamericanos que practican una filosofía aséptica de su entorno. Pero creo que nuestra filosofía a pesar de todos nuestros males endémicos, cualesquiera que sean puede ser rigurosa y profesional sin dejar de ser auténtica. Y sé que Villoro piensa lo mismo.

Pero examinemos con más cuidado este proceso de especialización de la filosofía contemporánea. Uno de sus resultados es que es imposible estar al tanto de todo lo que se publica sobre todos los temas, y muy difícil estarlo de todo lo que se publica en un área. Actualmente, la mayoría de los filósofos profesionales son especialistas en un tema o, al menos, eso tratan de aparentar. No hay que perder de vista que esta exigencia de especialización es, en buena medida, un resultado de la presión del mercado de trabajo. El doctorado, que antes se veía como un fruto de la madurez, se ha vuelto un certificado de especialización requerido para ejercer profesionalmente. Por otra parte, es evidente que cada vez hay más contactos entre los miembros de las comunidades existentes. Algunos piensan que todo esto indica que la época de los filósofos constructores de sistemas ha acabado y que las comunidades filosóficas nacionales están condenadas a desaparecer. En un futuro, afirman, no habrá más que una sola comunidad filosófica mundial. Todos hablaremos el mismo idioma, nos ocuparemos de los mismos problemas de la misma forma y estaremos en contacto permanente mediante el correo electrónico. Promover una comunidad filosófica nacional, integrada al resto de la sociedad y preocupada por lo que sucede en ella, es según ellos una actitud romántica y anacrónica. El destino de la filosofía, nos dicen, es que sea como las ciencias duras: sin patria ni perfil.

Todavía está por verse qué consecuencias tendrá para la filosofía esta tendencia hacia la especialización. Mi opinión es que llevada a un extremo puede ser perjudicial. Uno no puede profundizar en filosofía sin enfrentar problemas de áreas diversas. Pero todavía es prematuro juzgar lo que va a pasar. Quizás el futuro nos lleve como en las ciencias naturales al trabajo en equipo. Lo que me niego a aceptar es la idea de una filosofía universal. Este es un mito tan grande como el de una ciencia universal.La ciencia se desarrolla en comunidades que responden a una tradición. No se hace en el limbo. Y la filosofía lo es todavía menos. La filosofía no se efectúa en un tribunal de la razón integrado por sujetos cartesianos sin ninguna creencia básica, sin ninguna fe. La filosofía se hace aquí abajo, en instituciones, y la manera en la que aborda sus problemas depende, entre muchas otras cosas, de los valores intelectuales y argumentales de los sujetos que los plantean. Estos valores y principios habitan en un entorno cultural e histórico, tienen su propio espacio. La filosofía, me parece, no debe ser ajena al entorno cultural e histórico de quien la practica. Esto no significa que tenga que nutrirse de ese entorno que sea auténtica, en el sentido de Villoro. La filosofía puede ir en contra de su entorno, puede querer cambiarlo. Lo que la condena, me parece, es que lo ignore. Por otra parte, abandonar el tribunal de la razón no significa que todo en filosofía sea relativo, que debamos renunciar a toda pretensión de universalidad y objetividad; lo que significa es que debemos aceptar (o recordar?) que el diálogo es más complejo de lo que pensábamos. Tampoco significa que sea imposible que algún día lleguemos a una especie de acuerdo universal. Pero por el momento, a pesar de que es un hecho que la comunicación resulta cada vez más fácil, más frecuente, no hay tal acuerdo a la vista. Y por qué habría de haberlo? A mí lo que más me entusiasma es el diálogo universal, con sus diferencias, con sus discrepancias. Qué importa que no nos pongamos de acuerdo!

3. He sostenido que la labor filosófica puede alimentar la discusión crítica sobre los problemas de nuestros países. Pero me parece que para que eso sea posible es necesario que exista una comunidad filosófica en donde se discutanideas que luego trasciendan al foro público a través del aula o de la divulgación. Creo que esto es lo que falta en nuestros países. No tenemos comunidades filosóficas robustas. No tenemos una verdadera comunidad filosófica de lengua española. Consideremos, por ejemplo, la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. Entre la diversidad de temas y tratamientos, dos cosas saltan a la vista en la lectura de la Enciclopedia: la calidad de sus artículos, y el hecho de que la bibliografía citada en todos los volúmenes excepto el primero sea en su inmensa mayoría de libros o artículos publicados en idiomas distintos al español. De la buena calidad hay que alegrarnos. De las pocas citas hay que preocuparnos. La Enciclopedia es la mejor muestra de que aunque el nivel actual de la filosofía iberoamericana es muy aceptable, no existe todavía una genuina comunidad filosófica iberoamericana. Algunos ensayos de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía serían dignos ensayos de una Enciclopedia inglesa o francesa o alemana de Filosofía. No se me malinterprete. No creo que la Enciclopedia debería dedicarse exclusivamente a la filosofía escrita en español. Tampoco creo que sea un defecto de la Enciclopedia el que sus colaboradores rara vez tomen en cuenta lo que piensan otros filósofos hispanoparlantes. El defecto, si lo hay, es de la filosofía iberoamericana.

Hay una razón de peso para sostener que es correcto que nos ocupemos primordialmente de la filosofía escrita fuera de Hispanoamérica. La razón es simple: la mejor filosofía está escrita en otro idioma. Por qué perder el tiempo en estudiar a un comentarista peruano de Kant cuando se puede leer a Kant directamente? Por qué estudiar lo que un filósofo argentino ha escrito sobre un tema cuando podemos leer lo que un filósofo inglés ha escrito mejor sobre lo mismo? Es difícil no estar de acuerdo con esta opinión. Por qué ocuparse de lo que dice un mal filósofo o incluso uno regular? Uno se ocupa de lo interesante sin importar el idioma en el que haya sido escrito. Quizás el nivel de la filosofía iberoamericana todavía no es suficientemente bueno como para que tengamos una comunidad filosófica. Quizá... Sin embargo, creo que el nivel no va a elevarse mientras no tengamos la actitud intelectual que nos permita tener una comunidad filosófica fuerte y saludable.

Una de las razones por las que no tenemos una comunidad filosófica, es que todavía padecemos ciertos vicios intelectuales difíciles de erradicar. Muchos filósofos hispanoamericanos padecen lo que Carlos Pereda (1987) ha llamado el afán de novedades. Este es el vicio de los que se dedican a perseguir puntual y desaforadamente cualquier moda que llegue del extranjero para "estar al día" y "no quedarse atrás". En varios periodos de nuestra historia, el estudio cuidadosode lo que sucedía en comunidades extranjeras se hizo con una intención modernizadora. Esto sucedió con la introducción en nuestros países de la filosofía moderna en los siglos XVII y XVIII, del positivismo en el XIX y de la filosofía analítica en la segunda mitad del siglo XX. En su momento, estos movimientos fueron correctos: abrieron las ventanas, limpiaron el polvo. Pero cuando la modernización se prolonga demasiado se vuelve nociva, ya que no permite el desarrollo de una filosofía propia. Es bueno estar al día de lo que sucede en otras comunidades filosóficas, pero también hay que estar al día de lo que sucede en nuestro entorno filosófico. Acaso no es esto lo que acontece en las comunidades filosóficas más fuertes? En ellas se cultiva una tradición y se atiende primero a lo que pasa en su comunidad y luego a lo que sucede fuera de ella. Podría responderse que si no estamos pendientes de lo que pasa en nuestro entorno es porque sabemos que todo lo importante pasa afuera. Pero me parece que detrás de esta insaciable sed de novedades se encuentra un prejuicio que tienen muchos filósofos hispanoamericanos con respecto a sus colegas y que puede expresarse con estas palabras: no te leo porque no mereces que te lea. Este prejuicio está desapareciendo; más pronto en algunos de nuestros países que en otros, más claramente entre los jóvenes que entre los de otras generaciones. Pero sus consecuencias, hasta ahora, han sido nefastas: rara vez se lee a otro si no hay un compromiso de por medio. El destino del grueso de la producción filosófica en español seamos honestos es cubrirse de polvo en las bibliotecas y librerías. Existen excepciones, por supuesto, pero se cuentan con los dedos de una mano. Por ello nuestras editoriales prefieren publicar traducciones. La situación de nuestras revistas filosóficas no es menos patética. Como ha dicho Eduardo Rabossi, "casi sin excepción, las revistas sólo sirven para publicar trabajos con el fin de hacer antecedentes". No faltan lectores, creo, falta confianza en la filosofía autóctona. Y esto tiene que cambiar. Sólo podrá elevarse el nivel de la filosofía hispanoamericana si se la somete a una discusión crítica y rigurosa. Pero esta discusión es imposible si seguimos asumiendo que lo que dicen los otros filósofos hispanoamericanos no vale la pena.

Se ha intentado, en más de una ocasión, crear una comunidad filosófica hispanoparlante. Pero las medidas que se han tomado, por lo general, no atacan las causas del problema. Por ejemplo, frecuentemente se organizan congresos nacionales e incluso iberoamericanos. Pero una multitud que se reúne de vez en cuando no es una verdadera comunidad intelectual. Una comunidad intelectual es una comunidad de lectura y discusión. Mejor dicho: es una comunidad crítica que gira alrededor de temas heredados por una tradición propia. No puede haber una comunidad filosófica en donde no haya una memoria de la discusión pretérita o, al menos, la intención de recordar mañana la discusión de hoy. Los congresos y las enciclopedias no sirven de mucho si no generan y alimentan discusiones críticas permanentes.

No se trata, repito, de aislarnos de otras comunidades filosóficas. No se trata de escribir sobre la melancolía andina o los cristos sangrantes. Como ya dije, los problemas filosóficos son los mismos en todos lados. El diálogo con otras comunidades es enriquecedor. Pero mientras no tengamos nuestra propia comunidad, no podrá haber un auténtico diálogo entre nosotros los hispanoparlantes y ellos. Porque lo que hay ahora, en el peor de los casos, es una mímica de lo que ellos dicen y, en el mejor de los casos, una integración a su debate.

4. Un peligro latente, dadas las condiciones actuales de algunos círculos de la filosofía iberoamericana, es el abandono del español como idioma filosófico. La posibilidad es remota, pero vale la pena analizarla.

Es en el ámbito de la filosofía analítica sin duda la comunidad más fuerte de las que integran la filosofía hispanoamericana donde mejor se advierte esta tendencia. Este abandono del idioma natal se ha dado ya en los países escandinavos, donde los filósofos analíticos publican casi siempre en inglés. La razón que dan para no escribir en su idioma no es mala: muy pocos leen el noruego o el danés. Los hispanoparlantes, en cambio, somos muchos. Pero como no existe una comunidad filosófica hispanoamericana, es natural que algunos de nuestros mejores filósofos quieran integrarse a una comunidad filosófica extranjera. Varios han tomado ya este camino. Uno de ellos, Héctor Neri Castañeda, contaba en su autobiografía que en un momento de su vida tuvo que decidir entre ser guatemalteco o ser filósofo. Me parece que hoy en día la situación no es tan drástica. Pero si escribir en otro idioma es la única manera de que lo lean a uno, de discutir en serio sobre un tema que a uno le interesa, entonces, por qué no hacerlo?

No hay nada malo en escribir en inglés, al contrario. El problema es dejar de escribir en español. Me parece que el abandono del español como idioma filosófico es indeseable por varias razones. La primera es que creo, como Borges, que cada lenguaje es una tradición, que cada palabra es un símbolo compartido. Apegarnos a nuestro idioma no es sólo, como piensan algunos, preservar una señal de identidad, sino toda una visión del mundo. Hay en las palabras y oraciones del español, como en las de cualquier idioma, innumerables datos para la reflexión filosófica: desde frases en las que ha quedado plasmada una fenomenología, hasta distinciones gramaticales por las que se asoma una metafísica. Las demás razones pueden parecer menos profundas, pero no son menos importantes. Una es que el abandono del español dividiría a los filósofos hispanoamericanos que usaran el inglés (o cualquier otro idioma) de los que no lo supieran. Qué pasaría con las clases de filosofía? En qué idioma se impartirían? Esta situación crearía una brecha entre el trabajo de estos filósofos y la actividad intelectual desarrollada en español. En general, provocaría una desvinculación entre la filosofía y el resto de la sociedad. Además, debilitaría todavía más a las instituciones de nuestros países en las que se practica la filosofía y a las pocas editoriales que la publican. Por otra parte, esta situación fomentaría, tarde o temprano, la emigración. Los mejores filósofos hispanoamericanos que escribieran en inglés querrían dejar la periferia de las comunidades intelectuales de su elección. Y como en tales comunidades hay mayor vinculación entre la filosofía y los asuntos e intereses nacionales, los que desearan incorporarse a tales comunidades adoptarían, ya desde aquí, esos intereses y se ocuparían de esos asuntos. Quizás algunos piensen que una fuga de filósofos no perjudicaría a nuestros países; después de todo dirían los filósofos no sirven para nada. Pero no creo que éste sea el caso. Los filósofos pueden servir a su país, aunque la manera en que lo hacen no sea tan obvia como la de los médicos o ingenieros. La utilidad de la filosofía, aunque intangible, es invaluable: radica en el cultivo paciente y esmerado de hábitos de pensamiento, de valores intelectuales, de ideas profundas. Un pueblo con filosofía quiero creerlo es mejor que uno sin ella.*


* Deseo agradecer a Mauricio Beuchot, Luis Ignacio Helguera, Óscar Nudler, Carlos Pereda, Eduardo Rabossi y Angélica Soto sus comentarios a versiones previas de este ensayo.


La Jornada Semanal, 22 de diciembre de 1996


Estrategias de la arrogancia

Carlos Pereda

Lichtenberg observó que pocas cosas son tan dañinas como la "barbarie ilustrada". Carlos Pereda, formado en los clásicos de la ilustración alemana, se ocupa de dos variantes del tema: los académicos para quienes la oscuridad es una forma del prestigio y los opinionistas de la prensa que transforman la reflexión en una agradable banalidad. Autor de Vértigos argumentales, profesor de las universidades de Constanza, Madrid, y la UNAM, Pereda practica el justo medio que conviene a las palabras filosóficas, ni abstrusas ni triviales: claras, inteligentes.



Con incansable alarma se ha hablado de "las dos culturas": por un lado, la "tradicional", "humanista", "literaria" y, por otro, la "moderna", "científica", "técnica" (una manera de repetir en clave sociológica la clasificación en ciencias sociales y ciencias naturales?); además, se han enumerado los abismos que median entre ambas y sus posibles puentes. Me interesa explorar una nueva distinción acaso tan o más importante que esa entre otras "dos culturas". Se trata de una distinción a trazar de modo preponderante dentro de la cultura "humanística", en las "ciencias sociales". Pero ante todo: en mi caso, para nada estoy seguro de que estemos ante dos "culturas" (sea lo que signifique la noble palabra "cultura"). Tal vez nos encontremos ante dos inculturas o, por lo menos, ante dos arrogancias con pretensiones de cultura. De qué hablo?

Se conoce: hay una arrogancia académica con sus ritos y vicios y, también, una arrogancia anti-académica, acaso con ritos más perversos y peores vicios. Comienzo en terreno conocido, con la "incultura académica". Primera dificultad: no se puede hablar en general de "la cultura académica" o de "la arrogancia académica". Hablemos, pues, más en concreto (y ya sé que nos encontramos todavía ante una peligrosísima generalidad) de la arrogancia académica "humanista", de la "incultura" de las ciencias sociales en América Latina.

Una característica saliente es su delirio por las fronteras, las disciplinas. Si tú eres antropólogo o teórico de la literatura no te metas a hacer filosofía. Si tú eres lingüista o filósofo olvídate de las observaciones sociológicas... Extrañamente,se olvida el aspecto convencional y muy reciente de estas delimitaciones, en el fondo, de origen práctico: de algún modo hay que dividir el presupuesto y organizar la enseñanza, de algún modo hay que ordenar una biblioteca. Así, la tan cacareada "interdisciplina" no pasa de ser un talismán para los días de fiesta. Cuidado, sin embargo: esa manía clasificatoria no se reduce a una ligera extravagancia, sino que posee consecuencias graves, entre otras, produce el tan difundido "analfabetismo disciplinario" (eso que en alemán llaman Fachidioten): personas incapaces de leer cualquier texto que escape no sólo a los estrechos límites de su disciplina antropología, lingüística, sociología... sino, incluso, que desborde los asfixiantes límites de la tradición particular en que se trabaja dentro de esa disciplina.

Este "analfabetismo disciplinario", entre nosotros, suele articularse en tres vicios recurrentes, y no por bien conocidos menos graves. Al primer vicio lo podemos llamar "fervor sucursalero": se conoce en la juventud una corriente de investigación (en general, mientras se estudia en alguna universidad del extranjero); luego se continúa el resto de la vida repitiendo ciertas fórmulas hasta volverlas rancias. El resultado es previsible: trabajos polvorientos que se dirigen... a nadie (en la universidad en donde se inició tal corriente de investigación ya se suele estar en otra cosa). De esta manera, el "investigador" de algún modo hay que llamarlo se convierte en un experto o, más bien, en un guardián de lo que en antropología, lingüística, sociología, filología... ya no importa.

Desde el segundo vicio se reacciona en contra del primero: hay que airear la casa. Quien entre nosotros no haya sido tentado por el "afán de novedades", que arroje la primera piedra. Las novedades culturales en América Latina suelen tener procedencia francesa (de manera predominante, hasta los años sesenta), anglosajona (después de los años sesenta) o alemana (entre los más nocturnos y enredados). Además, depende también de qué rama de la cultura "humanista" de qué ciencia social se trate. Los historiadores afrancesados leen textos diferentes y cometen errores diferentes que los antropólogos afrancesados o que los lingüistas afrancesados. A su vez, los historiadores afrancesados tienen sueños epistemológicos ideales de conocimiento y de reconocimiento diferentes que los historiadores devotos de los anglosajones o de los alemanes. Sin embargo, la actitud en todos ellos tiende a ser común: un desprecio a lo que los rodea y una adoración a cualquier cosa que venga de afuera. (En este sentido, la descripción que en su libro Compro, luego existo hace Guadalupe Loaeza de ciertas despavoridas señoras mexicanas en los malls de Houston y Miami, podría aplicarse sin demasiadas modificaciones a muchos de nuestros "viajes de investigación" y "asistencia a congresos internacionales", dos puntos que tanto valoran los encargados de la burocracia cultural en América Latina.) Las modas cambian pero nada sustantivo cambia. Los estudios literarios antes miraban con altanera exclusividad a París; ahora, también suelen preocuparse por los deconstruccionistas de Yale. Para un filósofo con el vicio del afán de novedades, en los cincuenta el paraíso tenía la forma de publicar en francés en Les Temps Modernes; en los noventa, en cambio, seguramente consista en publicar en inglés en el Journal of Philosophy. En cualquier caso, la bobería sigue siendo la misma.

Contra estos dos vicios (en algún sentido, figuras del mismo vicio colonial: la vida de la cultura, y en general la vida, "está en otra parte", y nosotros y quienes nos rodean no valemos nada) se nos apela a dejar de mirar tanto afuera y apreciarnos un poco a nosotros mismos: hay

que ocuparse con la propia circunstancia. Además, si nosotros no comenzamos por oírnos quiénes nos van a oír? Lástima que esta sensata invitación a autovalorarnos pronto degenere en la ansiedad de los particularismos más ciegos: la algarabía de los "entusiasmos nacionalistas" y sus efectos más visibles, pedidos de regreso a la selva, a los aztecas o a los incas como si se pudiera, y fuera en verdad deseable, vivir sin luz eléctrica, sin libros y golpeando a las mujeres, búsquedas del "ser mexicano" o "boliviano" o "latinoamericano" como si existiesen tales entelequias heideggerianas; llamados a la "autenticidad" y el "compromiso" esas palabritas que hace ya mucho Sartre popularizó para designar confusiones; invocaciones al "consenso del pueblo" como si en cualquier "pueblo" no hubiesen de manera inevitable varios grupos sociales con diferentes intereses perpetuamente en conflicto.

Por supuesto, estos tres vicios, y los analfabetismos disciplinarios que formula cada uno de ellos, no son más que el resultado de varios vértigos simplificadores en el razonamiento. En América latina, también un resultado de tales vértigos es ufanarse de sólo publicar artículos en revistas "serias", que nadie lee, y libros "serios" que con un falso sentido de la piedad publican las editoriales universitarias, y que tampoco se leen. (Aunque en la Academia la palabra "serio" no es un sinónimo de "mal escrito", suele ser un buen síntoma de ello. Junto al uso de un vocabulario con frecuencia inútilmente técnico en donde abundan enigmas como "problemática del problema", "forclusión", "puntos nodales", "actitudes proposicionales", "el ser ahí en la falta del Otro"..., se ejerce con soberbia una constante violación de la sintaxis del castellano. Por ejemplo, esta lengua admite con dificultad la sobrecarga de doce oraciones relativas las estoy contando en un libro muy "serio" que tengo ante mí sin ninguna oración principal. Hace poco, en una comisión dictaminadora, charlando informalmente acerca de los escritos del historiador Luis González, de inmediato se generalizó: "quien se preocupa por escribir bien, está claro que no hace ciencia".)

Alguien ajeno a los hábitos de la Academia tal vez se pregunte: con qué objeto se escribe y, sobre todo, se publica, lo que de antemano se sabe que nadie va a leer (entre otras razones, porque no se entiende)? La respuesta es facilísima: con tales materiales se construye un copioso curriculum. Así, se obtienen honores, becas, cargos e incluso múltiples beneficios económicos.

Lamentablemente, la arrogancia es contagiosa y también lo es el vértigo simplificador. Por eso, quien se propone combatir tales vicios muy pronto se verá rodeado de varias murallas. Se enfrentará, entre otros, a los siguientes dos obstáculos. A quien combate uno de esos tres vicios, su altanería tenderá a hacerlo sucumbir en alguno de los otros dos. Si se evita este primer obstáculo, se sucumbe en las arrogancias anti-académicas. Detengámonos un poco en ellas.

Se observó: muchos académicos, cuando intentan escribir en castellano, tienden a escribir en algo que se parece vagamente al castellano pero que se lee con extrema dificultad. En cambio, los anti-académicos mejor conocidos como "intelectuales" y, cuando vienen a menos, como "publicistas" suelen escribir no sólo con soltura sino a menudo con humor y hasta con brillo. Un académico cuenta con el grupo cerrado que establece una disciplina y, por ello, a menudo con la complicidad de otros especialistas (que quizás escriben tan mal como él). Un intelectual que tiende a repudiar o a no tener en cuenta las divisiones que impone una disciplina, se dirige a un público (se prefiere decir "al público"; no obstante, tal cosa tampoco existe). Este obsesivo aspirar al bestseller acarrea el ardor por los ruidosos premios y el desdén por promover bibliotecas que, como se sabe, exigen silencio y constancia. Sin embargo, éste no es el único mal; ni siquiera el mayor.

Agrupemos las lecturas en lecturas de larga duración y de corta duración. Las lecturas de larga duración requieren "infraestructura": muchísimo tiempo y, no pocas veces, hasta un lápiz y un papel para tomar notas. Sobre todo, requieren un arduo entrenamiento de la atención: tener la paciencia de ir párrafo tras párrafo, siguiendo con fervor las complicaciones de un argumento o las idas y vueltas de una descripción. La Crítica de la razón pura, La Democracia en América, La ética protestante y el espíritu del capitalismo o Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe son, por ejemplo, libros que exigen lecturas de larga duración. En cambio, el suplemento cultural de cualquier periódico, y en general cualquier periódico, piden lecturas de corta duración. Y no es verdad que existe un principio de continuidad entre ambas clases de lectura. Las lecturas de corta duración no sólo no conducen necesariamente a las lecturas de larga duración sino que, más bien, en muchos casos, buscan sustituirlas. El lector de diarios y revistas, incluso de revistas de "alta cultura" el lector "informado", que "está al día" suele evitar leer los viejos libros de siempre (esos que todavía, no sin nostalgia, solemos llamar "clásicos"). Así, se produce un nuevo tipo de analfabetismo: aquel que aqueja a la gente que sólo puede leer diarios y revistas. El "analfabetismo periodístico" es el resultado del vértigo simplificador específico de muchos "intelectuales" y la adecuada contrapartida al "analfabetismo disciplinario".

Qué lío! La arrogancia anti-académica se constituye, entonces, promoviendo también un tipo de analfabetismo: la incapacidad de llevar a cabo lecturas de larga duración. Se cree que la vida de la cultura se reduce a lo que publica la página cultural del diario que recibimos. Se cree que más allá del apresurado ensayo de seis o siete páginas sólo existe el sinsentido. Se cree que las lecturas de corta duración son las únicas lecturas posibles. Se cree que lo que yo no entiendo de primera no se entiende.

Hace unos días, leyendo un entretenido conjunto de notas periodísticas de Félix de Azúa su libro Salidas de tono, me encontré al pasar con la siguiente lindura: "Popper (uno de los más mediocres pensadores del siglo)..." Si esta afirmación hubiera sido hecha comparando a Popper con Wittgenstein, vaya y pase; por lo menos habría que discutirla. Sin embargo, esa afirmación aparece en medio de desenfrenados elogios a varios ligeros ligerísimos ensayistas españoles (algunos, en mi opinión, sólo visibles porque son disciplinadamente escandalosos, como Antonio Escohotado). Así, mi reacción inmediata fue: a qué esta elaborada soberbia?, de qué se trata? Si usted no tiene la capacidad o, al menos, el tiempo para leer La lógica de la investigación científica, o algunos de los otros textos de filosofía de la ciencia que es donde Popper es realmente Popper, por qué meterse con lo que desconoce?

Por otra parte, no hay que olvidarse de una dura ley de la vida: todo tiene su precio. En muchos casos, los vistosos textos dedicados a la lectura de corta duración no aceptan ser "reciclados" como textos para lectura de larga duración. Durante algunos años leí con interés y placer las notas que publicaba en diversos diarios y revistas el crítico literario Emir Rodríguez Monegal; cuando esas misas notas fueron reunidas en un volumen con alguna pretensión teórica, el libro se me cayó de las manos. Leídas de corrido se notaba en exceso que el autor tenía ocurrencias, no ideas; que leía no sin cierta monotonía; que en el fondo no había nada que se buscara transmitir.

Por otra parte, los tres vicios de la arrogancia académica también se proyectan en la arrogancia anti-académica, aunque en tono menor. En los tiempos que corren de América Latina, los menos son los intelectuales que se llenan la boca con nombres extraños y repudian cualquier contacto con la "cultura local". Esos que glosan oscuras traducciones de Hölderlin, aunque jamás se "ensuciarían" es su verbo leyendo a Vallejo o Neruda. Sin embargo, repito, son los menos. A la inversa de lo que sucede en la academia, en la anti-academia lo más común es el entusiasmo nacionalista o, mejor aún, los entusiasmos de barriada y el culto al círculo vicioso: los nombres que protege y difunde el periódico o revista que leo se vuelven figuras de repercusión histórica!, porque las protege y difunde el periódico o revista que leo. De esta manera, a cada rato se mutiplican los memoriosos locales sólo comparables con Tucídides; cualquier desbalagado artículo de opinión política supera con mucho a los análisis de Max Weber. Y claro no hay meses sin que en la página cultural de algún diario no se salude la aparición de un poeta de la talla de Dante.

Entonces, qué hacer entre tantas arrogancias? Nada ruidoso. Nada espectacular. Simplemente estar dispuestos a realizar tanto lecturas de corta como de larga duración. No pensar que si negamos que Popper sea un mediocre o reconocemos que leer a Wittgenstein exige de una aparatosa "infraestructura" entre otras herramientas, necesitamos una eficiente biblioteca que contenga literatura secundaria al día, ello nos obliga a afirmar que Ortega no tiene nada que decir. No hay que permitir, pues, que nuestra capacidad de juzgar se deje confundir con los vértigos simplificadores. Así, frente a cualquier arrogancia rehusémonos a contestarle con lo que ella busca: nuestro miedo. Eso es todo. "Resistir" sería una palabra demasiado grandilocuente. Basta con no dejarse intimidar. Por ejemplo, no hay que asustarse ante un argumento complicado y sin oropeles, aunque tampoco tenemos que darle un cheque en blanco a la complicación, el aburrimiento y la oscuridad. Porque sería caer en la "trampa de los intelectuales" elegir entre los "analfabetismos disciplinarios" y los "analfabetismos periodísticos", entre las arrogancias académicas y las arrogancias anti-académicas. Como si, aunque opuestas, no fueran para el juicio igualmente suicidas.