La Jornada Semanal, 22 de diciembre de 1996
Que todos los grupos sociales puedan hacer escuchar su voz es
condición para el tránsito a la democracia. Que los
grupos marginados sean considerados interlocutores válidos es
condición para que cese la marginación. Demandar en
estos tiempos el diálogo irrestricto es una tarea central,
sobre todo cuando ni lo que parecería más o menos simple
como la aceptación en abstracto de la igualdad del
derecho a hablar es tomado como plausible.
El diálogo se ha vuelto la moneda de cambio del discurso político contemporáneo. Sin embargo, se podría decir que "aunque el monólogo se vista de seda...", o sea, que no siempre estamos ante un diálogo verdadero aun cuando así se le llame. Estas líneas quieren recordar algunas ideas sobre el "auténtico diálogo" el que puede articularse con la democracia o con formas antiautoritarias de la política que circulan actualmente en el universo posterior al "giro lingüístico".
Antes que nada, hay que aclarar que no todo lo que dialoga es oro: el diálogo no resuelve todos los problemas que se presentan en política; no es la panacea de la que surgen todos los bienes políticos y sociales; pero en cambio sí puede creerse que pocos bienes pueden surgir de una práctica política a la cual no la antecede una situación dialógica. La noción de diálogo suele ir acompañada de las nociones de consenso y acuerdo, es decir, se supone que las cuestiones sobre la verdad y el bien deben decidirse dialógicamente, y esto significa que mediante el diálogo se busca llegar a consensos o acuerdos. Esta idea la de que el objetivo principal del diálogo son los acuerdos o los consensos es una noción que puede discutirse, pero no es eso lo que pretendo hacer aquí. A lo que quiero referirme es al valor del diálogo como práctica procedimental democrática, independientemente que del mismo surjan consensos o disensos, ya que si bien es cierto que quizá ningún diálogo puede garantizar el consenso, también es cierto que son preferibles los disensos surgidos del diálogo que de monólogos confrontados.
Esta averiguación sobre el diálogo prefiere comenzar por la etimología, que en este caso es muy elocuente. El prefijo dia (dia) en griego es procesal y relacional; se refiere a una acción que se piensa no como un hecho terminado sino como un hecho en devenir, como un proceso; y por otra parte, se refiere a una acción que se realiza siempre como intermediación, como estableciendo un vínculo positivo o negativo entre dos o más elementos. Si, por otro lado, se toma en cuenta que logos (logos) suele significar "saber", el diálogo (dialogos, dia-logos, que significa "conversación") puede entenderse como el acceso al saber mediante un proceso que se lleva a cabo entre partes, entre dos o más interlocutores. Tomando en cuenta la historia del diálogo filosófico, veremos también que éste se articula indisolublemente con la dialéctica. Dialektikós (dialektikos) es lo concerniente a la discusión y Dialektiké (dialektike) es el arte de discutir (de tekné, tekne, "arte o técnica"). Pero también dialéctica tiene que ver con lektós (lektos), "lo dicho", que a su vez está relacionado con légo (lego) que es reunir, juntar. Lo que deseo subrayar con estas enfadosas raíces es que en la etimología de "diálogo" y de "dialéctica" lo que se destaca no es el sentido en el que suele utilizarse la palabra "discusión" una conversación en la que se ponen en juego fuerzas que tratan de imponerse sobre los demás, sino por el contrario la acción conjunta, la unión de fuerzas para arribar a un saber.
Y a qué se le ha llamado diálogo "auténtico"? Rastreando su prosapia se llega al lugar obvio, que son los Diálogos de Platón, de los que se dice forman una de las obras filosóficas más vivas, precisamente debido a su presentación dialógica. No creo, sin embargo, que éstos puedan servir como modelo de un diálogo democrático, puesto que las intervenciones de Sócrates suelen ser manipuladoras, para decir lo menos. No obstante, algunas virtudes de estos textos se conservan en ideas contemporáneas del diálogo útiles para pensar relaciones más igualitarias. En primer lugar, los problemas que ahí se plantean van surgiendo en el desarrollo mismo de la conversación; los interlocutores son personajes de carne y hueso, que se emocionan, se asombran, entienden, dejan de entender, dudan y afirman. Aparece en ellos, por otra parte, un personaje que hoy ocupa un lugar central en la filosofía y en la cultura, a saber, el personaje del otro, o de la otredad. El discurso de Platón en los Diálogos está siempre dirigido al otro, resuena "no en el inmenso espacio perdido de una historia expectante, sino en la cerrada familiaridad de un espacio teórico compartido y asimilado por todos sus moradores".1
Así, en tanto que el diálogo está articulado con la dialéctica y ésta con la reunión, con la suma y no con la resta de fuerzas, de dialogicidad, se inscribe en la perspectiva de la alteridad, del encuentro con lo otro, con lo diferente de mí, de mi propio yo o de mi propia palabra. Hay maneras distintas de tomar en cuenta la alteridad. Se me ocurren ahora al menos tres. Una es el otro abyecto, el otro al que tomo en cuenta para rechazarlo, para excluirlo y, de ser posible, para borrarlo. En última instancia, éste es un no tomar en cuenta al otro. La segunda forma de la otredad es aquella que tiene que ver con el mundo del psicoanálisis, donde el Otro es el lugar desde el que se constituye el sujeto. La tercera pertenece al universo hermenéutico, y plantea lo contrario de la primera forma: incluye al otro en lugar de excluirlo. Encontrar relaciones entre estas formas de la otredad puede arrojar ideas importantes. Aquí me referiré a la tercera.
Tomar en cuenta la alteridad en el diálogo, es decir, tomar en cuenta la otra voz que me habla diferente de mi propia voz, supone algunas virtudes. El que reconoce la alteridad debe estar dispuesto a escuchar en un sentido profundo, a dejarse transformar por las implicaciones prácticas de lo que el otro dice. Estas tesis, que pertenecen al campo hermenéutico, en particular al heideggeriano-gadameriano, conciben al diálogo auténtico dando todo su peso al tú, exigiendo dejar valer los puntos de vista del otro, recogiendo el derecho objetivo que tiene a expresar su opinión.
Por otra parte, saber escuchar es posible si se sabe preguntar adecuadamente. Preguntar quiere decir abrir, dejar "un abierto" sin respuesta predeterminada, lo cual supone la virtud de la "humildad intelectual". Sólo preguntamos cuando somos conscientes de que no sabemos. También en relación con esto los Diálogos de Platón pueden verse como un buen modelo. Sócrates y su saber que nada sabe serían un ejemplo del sabio preguntar. Es más difícil preguntar que responder, porque es más difícil reconocer que hay algo que no se sabe.
Así, en el diálogo se deben reunir el habla y la escucha. Cómo articularlos? Cómo combinarlos? Hay algún código de la buena conversación? Qué esperamos del otro o la otra cuando hablamos con él o con ella? Desde luego, esperamos que entre nosotros y nuestro interlocutor se hable con verdad, veracidad y rectitud, y, al mismo tiempo, que cada interlocutor se asegure de ser entendido. Cómo conseguir esto? Aunque sería excesivo escribir de reglas del buen conversar, algunas ideas-guía se pueden proponer.
En primer lugar, se sugiere seguir en la conversación la estructura de pregunta/respuesta; que no se interrumpa el discurso del otro para hablar al mismo tiempo que él; que no se ejerza la ventaja ni la represión sobre el interlocutor: no aplastarlo con argumentos sino escucharlo y sopesar sus opiniones, aunque sean contrarias a las nuestras. El auténtico diálogo es fiel a los principios de la dialéctica que exigen, como veíamos en la etimología, unir fuerzas, no refutar ni rechazar de entrada, sino buscar "todo lo que pueda hablar en favor de una opinión"..., no "buscar el punto débil de lo dicho sino más bien encontrar su verdadera fuerza". Y esto puede y conviene hacerse, aun cuando lo que se busca es llegar a un punto de discrepancia o de disenso.
El diálogo se piensa también en términos de comunicación. La verdadera comunicación sólo tiene lugar cuando se realiza en condiciones libres de coacción, es decir, cuando los interlocutores no están sometidos a ninguna presión ni poder externo, lo cual significa que se trata no sólo de un diálogo o de una comunicación "auténticos" sino también racionales, en la medida en que no interviene el uso de la fuerza.
En este contexto, que es el de la propuesta habermasiana sobre la acción comunicativa, sólo puede decirse que no interviene la fuerza o no se ejerce presión en una comunicación si todos los que participan en ella tienen la misma oportunidad de intervenir en el diálogo, de tal manera que en todo momento tengan oportunidad tanto de iniciar un discurso como de continuarlo mediante intervenciones y réplicas, preguntas y respuestas; se requiere también que todos los participantes tengan igual oportunidad de hacer interpretaciones, afirmaciones, recomendaciones, dar explicaciones y justificaciones, y de problematizar, razonar, aceptar o refutar las razones que da el otro para llevar a cabo su afirmación, de tal suerte que a la larga ningún prejuicio quede sustraído a la tematización y a la crítica.
Por otra parte, se requiere que sólo intervengan en el discurso hablantes que tengan igualdad de oportunidades para expresar sus actitudes, sentimientos y deseos, porque únicamente este tipo de reciprocidad en los contextos de acción garantiza que los agentes, en tanto participantes del discurso, sean veraces. Y, por último, se requiere que los hablantes tengan igualdad de oportunidades para mandar y oponerse, permitir y prohibir, hacer y retirar promesas, dar la razón y exigirla, porque sólo esta ausencia de jerarquías y privilegios en las normas de acción puede garantizar su inexistencia en el discurso y en la práctica.
Debe decirse que un diálogo que cumpla con estos requisitos, más que "auténtico" sería "ideal", y los sujetos que intervinieran en tales comunicaciones serían como santos: se trataría de individuos virtuosos, que además de tomar en cuenta al otro, de saber escuchar y ser intelectualmente "humildes", tendrían que ser igualitarios y gozar de una estructura psíquica flexible, a fin de estar dispuestos a modificar sus puntos de vista si los argumentos del otro son convincentes; asimismo, deberían ser sujetos reflexivos y propositivos para poder sugerir al otro la asunción de posturas específicas.
Y como no existen ni la comunión ni la dispersión de los santos, porque afortunadamente no hay santos entre nosotros, puede objetarse que estos requisitos del "auténtico" diálogo, o comunicación no coactada, no pertenecen al reino de este mundo, puesto que es imposible pensar que tales virtudes dialógicas supuestas en los participantes puedan alcanzarse en manera alguna. Ciertamente, en política es un factor inexistente la simetría exigida entre igualdad de oportunidades para hacer uso de los actos del habla. Resultatambién una exigencia improcedente la de que los participantes en la comunicación puedan argumentar libres de todo influjo del ejercicio de la fuerza o del poder, pues bien sabemos que este ejercicio casi siempre está ya jugado cuando comienza el diálogo entre dos o más participantes.
Sin embargo, creo que estas formulaciones, como todo ideal, pueden insertarse en la lógica de desear lo imposible para conseguir lo posible. A pesar de sus limitantes, o quizá debido a ellas, estas formulaciones pueden esclarecer un aspecto central de la dominación social, que es la cancelación del derecho de los individuos o de los grupos a hablar. El contraste entre lo "ideal" y lo "real" hace patente la urgencia del cambio en los diálogos y comunicaciones realmente existentes. Mediante el contraste quizá se pueda avanzar en el camino de aclarar qué forma particular de diálogos resulta posible, y cuál se requiere en este tiempo y en este país, lo que contribuiría a crear expectativas concretas o a verlas frustradas, pero también concretamente. Por otro lado, pienso que al elevar expectativas recíprocas de conducta a la condición de guías del diálogo racional, aquéllas adquieren fuerza vinculante para coordinar acciones en el sentido igualitario que exige la razón dialógica.
Desde esta perspectiva, podemos preguntarnos si los diálogos a que se convoca en el país son diálogos genuinos: si se escuchan realmente las diversas voces, si se plantea la igualdad de oportunidades para hablar, si se hacen esfuerzos ya no digamos para que desaparezcan pero al menos para que se limen las desigualdades existentes entre los interlocutores. Podemos cuestionarnos también si en estos diversos diálogos nacionales se cumplen las expectativas de verdad y veracidad cuando se establecen, por ejemplo, juegos políticos perversos de participar en un diálogo al mismo tiempo que se ejecutan acciones que contradicen esa voluntad. En suma, lo que la razón dialógica demanda en sus propios términos es lo que diversas críticas han reclamado de tiempo atrás, a saber, que puedan hablar aquellos "a quienes se les ha negado la voz".2
1 Esta cita, así como varias ideas de este párrafo, están tomadas del trabajo de Emilio Lledo, La memoria del Logos, Taurus, Madrid, 1984.
2 En "Comunicado del Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del Ejército Zapatista de Liberación Nacional", La Jornada, 3 de octubre de 1995.