La Jornada Semanal, 22 de diciembre de 1996
El misterio (teológico) del cuarto cerrado
Costó enorme trabajo abrir la puerta, y si con hachazos y voces, insistieron los soldados, sosteniendo su temblor con plegarias, se debió a los hedores que herían el olfato como manada de aberraciones. Al entrar al cuarto, el capitán y los sacerdotes que lo acompañaban se consternaron: allí, de bruces, con señales de encarnizamiento en la espalda, y el rostro difamado por el visaje más horrendo hasta entonces visto, se hallaba el dueño de la casa, don Alonso de Bilbao, comerciante en telas. Y el escenario no podía ser más triste: un camastro, unas tablas con ropa, una mesa desértica, una silla, un grabado. Ni un libro, ni una flor, ni un cuadro. Y a la certidumbre del asesinato, otra se añadió al instante: el cuarto estaba cerrado por dentro, a piedra y lodo, no había ventanas que propiciaran la fuga, ni puertas ocultas que diesen a un pasadizo decorado con fetos de monjas. Y vino en el acto un conocimiento agregado: nadie visitó al prestamista la última noche que se le vio con vida, y resultaba por entero imposible abrir el cuarto desde fuera, salvo que se acudiese a medidas extremas, que es de suponer dejan huella.
A fuer de sinceridad, la muerte de don Alonso no causó pena alguna, muy por lo contrario. Sin faltarle el respeto a los difuntos, el desaparecido era un prestamista horrendo, el Príncipe del Agio. A él se le atribuían innúmeras desgracias, muchas viudas le debían su condición, por lo menos la mitad de los niños que pedían limosna lo hacían a causa de sus maquinaciones. Pero si el asesinato era más que entendible, las circunstancias ofuscaban. Eran demasiados los que ansiaban eliminarlo, pero ningún ser humano había podido hacerlo. Quién empuñó entonces la daga exterminadora?
En pleno siglo XVII un enigma indescifrable. En la ciudad sólo se hablaba del exterminio del avaro, un asesinato perfecto a costa del ser más imperfecto concebible. Obligado a hacer algo, el virrey le encargó el proceso al oidor don Juan de Valenzuela, hombre de luces varias y virtudes todas. A lo largo de meses y días Valenzuela ahondó en los hábitos del bruscamente fallecido, y supo de su aborrecimiento del mundo, de su desagradable austeridad, de sus sirvientes que sollozaban de hambre, de su dinero escondido en el Arzobispado. Pero ninguna pista en concreto, ningún deudor todopoderoso, ninguna forma de violar el cuarto cerrado.
En el transcurso de la pesquisa, Valenzuela llegó a detestar vívidamente a don Alonso de Bilbao. Qué ser más innoble, qué desperdicio de la Creación! Merecía con creces su exterminio, perocómo había acontecido? En la frustración, acudió el oidor al supremo recurso: imitar la experiencia del difunto. Y así se hizo. Primero unos sacerdotes bendijeron el espacio sangriento y celebraron misa. Luego, armado hasta los dientes, y cubierto por las cruces que ahuyentarían al mal, Valenzuela se encerró en el cuarto, atrancándolo por dentro, en seguimiento exacto de los recelos de Bilbao. Y para tener al tanto de su situación a los soldados y los curas del otro lado de la puerta, el oidor rezó en voz muy alta, con parsimonia y piedad que arrullaban... hasta que un grito de agonía se esparció como piedra en el estanque, concitando el pavor. "Tú! No puedes ser tú!", fueron sus últimas palabras. Se apresuraron a forzar la puerta y allí estaba don Juan de Valenzuela, con el semblante empavorecido, hecho pedazos por la furia criminal.
"Obra del Averno", dijeron todos en las calles mientras se santiguaban. El miedose instaló por doquier, y nadie se atrevía siquiera a pasar frente a la residencia de Bilbao, ya inhabitable. Y el Señor Obispo, en una de las sobremesas interminables que lo afamaban, planeó la estrategia insuperable: la Prueba de la Convicción. La Alcoba Asesina, como ya se le nombraba, sería el laboratorio de la fe, el cementerio de hipocresías y de mentiras. Si la religión siempre necesita de la ejemplaridad de los creyentes, ninguna prueba tan conveniente como la permanencia en ese cuarto. Uno por uno, y entre alaridos y alardes de resistencia, allí se condujo a los sospechosos de herejía, a los marineros luteranos capturados en combate, a los ricos acusados de judaizantes, a los de convicciones pálidas y rezagadas. El Señor Obispo estableció el criterio: si el internado en la alcoba era hijo de Astaroth, su padre habría de protegerlo y, a su salida indemne del sitio, ya podría ser juzgado sin clemencia. Si no, Dios le tendría en cuenta su sacrificio. Y en cada uno de los casos sucedió lo mismo: rostros lívidos al entrar al aposento, silencio de minutos o de horas... y ayes súbitos, plegarias interrumpidas, forcejeos... Y al entrar religiosos y soldados, con despliegue de cruces y de espadas, el mismo espectáculo: un cadáver de facciones convulsas.
O el demonio era tan astuto que deseaba ver a sus criaturas enterradas en camposanto, o en verdad no eran sus hijos.
En los primeros meses, el asunto no le dijo nada a Fray Abelardo de Guzmán. "Vanidad de vanidades", se limitaba a murmurar cuando le comentaban otro deceso. "Para qué arriesgar la vida en el lugar en donde convergen todas las miradas?" Sin embargo, algo había en la serie de crímenes que obligaba a pasarse las horas intercambiando anécdotas mínimas y repitiendo frases. Y una tarde, mientras rezaba, Fray Abelardo oyó un sonido del cielo, que fue aclarándose hasta volverse voz: "Todo está en El libro del escrúpulo justo y el hastío pecaminoso. Revísalo."
Guzmán se levantó de un salto y, estremecido y lloroso, corrió a la biblioteca del convento. Claro! Por qué no había pensado en ese texto predilecto, justamente llamado "El Manual del buen confesor". Aunque se lo sabía de memoria, lo revisó línea por línea, encontrando de nuevo el ánimo inflexible que convocaba a la expiación a los justos, y a la hoguera voluntaria a los pecadores. Horas fueron y vinieron, y la lectura no aportó la solución. Y con todo, allí, en esas páginas tan amadas, se concentraban el nombre del victimario y sus métodos, porque resuenen como resuenen, las Voces de lo Alto tienen algo en común: jamás mienten. Y, a diario, Fray Abelardo visitó la biblioteca, ya convencido de la cercanía de la meta: en algún abrir y cerrar de intuiciones, El libro del escrúpulo justo develaría su secreto. El espanto,se dijo, es la antesala de lo nuevo. El fin de los delitos es el principio fundador del confesionario.
Tarde a tarde, Fray Abelardo escuchó las palabras irrefutables: "Todo está en el libro. Y además, tú ya lo sabes." Pero la obstinación no era suficiente, y la claveiluminadora no aparecía. Qué hacer cuando, al mismo tiempo, Dios nos ilumina y nos oscurece el camino? El religioso estaba al tanto de los poderes de la oscuridad, pero seguía sin localizar la frase que los aniquilaría. Durante una semana, ante el clamor público, el Obispo pensó en incendiar la casa de Bilbao, pero Fray Abelardo lo persuadió. "Eso es rendirse ante Belcebú." Y obtuvo para sí la última oportunidad.
El Te-Deum fue extraordinario. Asistieron el virrey y prácticamente todos los sacerdotes de la ciudad de México. Fray Abelardo fue ungido en ceremonia especial, los superiores de su orden lo aprovisionaron de crucifijos bendecidos por el Santo Padre, y el mismísimo Obispo lo abrazó. Y a su encuentro con el enigma lo aprovisionó la Iglesia debidamente. Qué conjunto de objetos sacros para protegerle: cálices, hostiarios, crismeras, patenas, sagrarios, copones, lámparas, tercerillas, navetas, manifestadores, aureolas, custodios, estandartes, palmerines, platos petitorios, coronas, potencias de rayos luminosos, relicarios... Los objetos de salvaguardia se fundieron en un solo resplandor, que extirpó cualquier terror en los presentes.
Al entrar al cuarto Fray Abelardo rezó un Ave María. Luego, como sus predecesores, lo roció de agua bendita, y con gran valentía lo cerró por dentro. Estaba completamente solo, como nunca lo había estado en su vida, como si la Creación no hubiese ocurrido jamás o estuviese por desencadenarse. Examinó el aposento con avidez, queriendo extraer los secretos con el puro forcejeo de la mirada. En la primera hora nada ocurrió, y el silencio nada más profundizó el ruiderío de sus sentimientos. De pronto, al fijarse en la única imagen del cuarto, en el grabado de tema tan inocuo, Fray Abelardo hizo memoria. Desde luego! Ésta era la cita, y allí estaba la clave. No se trataba del demonio, ni mucho menos, sino... En ese momento, impulsada por una rabia sarcástica, la daga le entró por la espalda, la primera de muchísimas veces.
Va mi alma en prendas
Te lo digo y te lo repito. Evelio Alcántara, nuestro llorado amigo, nació para un propósito exclusivo, y a esa meta le entregó la vida y lo que sigue cuando uno ya no está, al menos formalmente. Anticipo tus objeciones: si hay algo para lo que no se nace, es para exorcista, vocación de teólogo afiebrado. Te equivocas, el caso de Evelio nos revela exactamente lo contrario: algunas vocaciones se aparecen desde el vientre materno. Vecino suyo y compañero de primaria, me enteré de su idea fija casi a la hora en que surgió, el día en que él cumplió diez años y su mamá lo regañó. Sí, ya sé, un regaño materno es la palanca que mueve al mundo, sobre todo si viene de una viuda con hijo único, pero el niño Evelio vislumbró el origen de la ira, y, ya al tanto del lenguaje de los adultos, calificó en el acto al hecho de diabólico. Por qué su madre lo amonestaba si él nada más vivía pensando en Dios, y por eso, con tal de no caer en vanidades, destruía lo superfluo, su ropa y los muebles para empezar? La cólera materna era propia de alguien sojuzgado por las emanaciones de las tinieblas.
Me dirás que el episidio es inconcebible si se recuerda la edad de quien de modo literal calificaba a su madre de "diabólica". Pero lo más extraño no fue eso, sino lo que pasó a continuación: Evelio, alarmado, decidió iniciarse en el exorcismo y preparó con cuidado la ceremonia. La víspera, nos invitó a sus amigos y compañeros de escuela a ser testigos de cómo él, una criatura al fin y al cabo, devolvía a su madre al territorio del bien.
La escena persiste en mi memoria, y de tanto repasarla no sé si es divertida o aterradora. Fuimos todos los niños de los alrededores, y acudieron nuestros padres y los vecinos y un grupo de sacerdotes. Todo de negro, con una cruz enorme en la mano, Evelio se detuvo en la puerta de su casa y comenzó a dar de voces. La madre, ignorante de lo que acontecía, salió, miró la multitud, y empezó a gritar como desquiciada. Hablaba muy rápido y no le entendíamos, y Evelio nos aseguró que lo que oíamos era lengua caldea. Luego la inquirió: "Y tu demonio familiar, cómo se llama?" Furiosa respondió: "Se llama como la autora de tus días, imbécil." Evelio insistió: "Hace cuánto, mujer, que no te preña Belcebú?" La señora, ya embravecida, aulló: "No le digas así a mi marido, que en gloria esté!" Evelio lanzó una risotada: "Ven? Aceptó el connubio contranatura!" (Te juro que no invento el lenguaje. Desde entonces Evelio parecía poseído por los archivos de la Inquisición.) La mamá no aguantó más, fue por el revólver de su difunto esposo, y amenazó con tirar si no se largaban. Evelio, enardecido, nos señaló a los tres demonios asistentes al lado de su madre, el de figura de culebra que se le enroscaba en la cabeza, apretándole las sienes, el de a manera de serpienteque le ceñía por la cintura, y el tercero con forma de hombre que le galanteaba provocándola a sensualidad. Si he de ser franco no vi nada, y creo que eso nos pasó a todos, pero me sumé a quienes, encabezados por los sacerdotes, juzgaron a la señora "poseída por el demonio".
Ya nunca más Evelio fue objeto de regaños, porque su madre, para no ser internada en un manicomio, abandonó con rapidez la ciudad. Pero en vez de regocijarse por su temprana sapiencia, Evelio se consideró un fracaso. El demonio, el allanador de espíritus, lo había desdeñado. Se extraña entonces que se fijase un propósito en la vida: extirpar a Satanás de los cuerpos usurpados, ser abogado del casero divino que expulsa a esos inquilinos devastadores que nunca pagan renta, los demonios?
Si la vocación era inequívoca, los resultados fueron escasos. Evelio no daba una, aunque con el paso del tiempo estableciese técnicas y poderes. En los casos en donde la incrustación demoniaca era evidente, eran en vano sus preces y exhortaciones, inútiles los signos cabalísticos, absurdas las invocaciones en griego y arameo. En cambio, cualquier exorcista menor obtenía resultados fantásticos. Pero Evelio se desesperó: los demonios o le huían o no le hacían el menor caso, y, al parecer, su alma no interesaba, no tenía valor en el mercado, era mediocre. Y la angustia lo condujo al desafío.
Cómo me enteré de lo que voy a relatarte? Una buena parte me la contó Evelio. Y lo demás lo intuyo. Para empezar, no es fácil negociar con el Averno. Sus reglas y condiciones son especiales, sólo conoce la desmesura, y, si su apetito de almas es inagotable, es también selectivo: algunas le apasionan, y otras le dan igual. Evelio se propuso descender al centro de los abismos y entenderse allí con las potencias de la oscuridad, porque, en su ambición, no quería negociar con un demonio, sino con miles. Pero cómo llegar al Lugar de la Ausencia de Dios y qué pacto fáustico celebrar? Noche tras noche, en cementerios recónditos, Evelio, sin esperanza alguna, convocó al inframundo. Se preparó para una larga espera, y sorpresivamente, y aquí quisiera recapturar algo de la emocion de nuestro compañero, la respuesta llegó casi de inmediato, no con palabras, sino con sensaciones, mórbidas, eléctricas, confusas. Los demonios, siempre en plural, aceptaban concurrir al forcejeo, pero el alma de Evelio sería en el mejor de los casos un añadido, nunca lo principal. Ocurría lo siguiente: tanto el ateísmo funcional de la vida contemporánea como el desgano de los creyentes, prescindían de los demonios, los juzgaban intimidaciones del anacronismo, se reían de ellos. En otras épocas se les temía, se les invocaba con frecuencia, se perseguía con saña a sus adoradores, pero ahora...
Cada que Evelio evocaba aquel diálogo en los depósitos del mal, se estremecía de horror y de ternura. Los demonios, los orgullosos señores de la tierra y sus adentros, se consideraban unos desempleados, figuras de ornato en el cine y en las funciones de títeres, elementos de la parodia. La evolución del pensamiento religioso los desahuciaba, y la sentencia en la pared era tajante: si los ángeles caídos no se imponían de modo convincente, la indiferencia ajena se les adentraría volviéndose reflejo condicionado. Por eso, le entraban a lo del exorcismo, bajo una condición estricta: una campaña de publicidad muy prolongada que, al pregonar el acontecimiento, subrayase su carácter normal. A los demonios les resultaba fundamental, en épocas donde creer en todo es creer en nada, que se describiera su presencia como muy natural, y, por tanto, inevitable.
Ítem más: el acto, televisado vía satélite, tendría lugar de preferencia en un estadio, y, por supuesto, con la asistencia de los mass-media internacionales, las grandes cadenas de televisión, el New York Times, el Washington Post, The London Times, Le Monde, El País. La calidad del evento se anunciaría sin estrépito, y la publicidad se centraría en un hecho: la primera transmisión en vivo de un exorcismo. Esto demandaban sus satánicas majestades, un refrendo sencillo y tumultuario de su existencia.
Ah, y el lugar elegido! Sé que Acapulco es para ti lugar común del turismo, pero también, reconócelo, es históricamente emporio del pecado, y entre nosotros los símbolos cuentan. Los requisitos continuaban. Antes del exorcismo habría desfiles de bellezas, un evento de table dance simultáneo en seiscientos sesenta y seis cabarets (para combinar la libido y el número de la Bestia, que es el número del Hombre), una fiesta popular en La Costera... Evelio se demudaba y los demonios se engolosinaban con los detalles y, para que veas cómo rigen los criterios de eficiencia, al día siguiente de la respuesta infernal ya funcionaba una oficina con sucursales en Nueva York, Londres y París. La televisión le dedicó al tema series especiales, en los cines se revivieron todas las películas alusivas, fue laboriosa la acreditación de los Medios, y a la media hora de abrirse las taquillas no quedaba un boleto. Evelio, infatigable en declaraciones y entrevistas, paseaba preocupado y solemne en su cuartel general, circundado de puestos con venta de cruces y de CD ROMs.
El planeta entero se ocupó del caso, y, hay que decirlo, a favor de Evelio. Un equipo de especialistas en historia medieval lo asesoró, proveyéndolo de los conjuros más eficaces. Se revisó la corrección de las frases en latín. Se promovió un concurso internacional para seleccionar al poseso, donde se inscribieron familias horrorizadas (y exaltadas por el monto del premio) que referían, con tal de ganarle puntos a sus candidatos, cómo sus hijas e hijos cabalgaban en las noches del Sabat, o cómo se aplicaban ungüentos que les desaparecían por horas partes del cuerpo, o cómo hacían ruidos y estruendos, causaban golpes en puertas y ventanas, tiraban piedras sin mover un dedo, quebraban ollas, desplazaban mesas y camas, llevaban una casa de un pueblo a otro... Se eligió finalmente, como el poseso perfecto, a un joven purísimo y hermoso de Celaya, Guanajuato, con vocación monástica, domeñado semanas antes por un demonio medieval. De inmediato, los Medios acosaron a sus seres queridos, reconstruyeron su vida, realizaron una encuesta para determinar si las invasiones satánicas eran resultado de la descomposición social y la educación laica. Celaya se volvió atracción turística y se fijó la fecha del exorcismo.
En el estadio, por más que se quisiera, ya no cabía otra persona. Había historiadores, demonólogos, sacerdotes, expertos en esoterismo y en desenmascarar supercherías. Entre ovaciones que dieron paso a un rumor opresivo, Evelio surgió todo de blanco, y caminó hacia una plataforma giratoria cubierta por un telón inmenso. Éste se fue levantando... y allí estaba el desdichado, semidesnudo, vociferando maldiciones terribles en lengua desconocida, que cada uno de los presentes conocía sin embargo. Un comité de clérigos certificó ante cámaras la realidad del trance. Evelio procedió.
Las oraciones del siglo XIV fluyeron, y el joven de pronto se calmó, dejando ver su condición apolínea. Luego se deshizo en raptos espasmódicos que lo volvían simultáneamente bestia espantadiza y monstruo espantable. A los aullidos, la gente respondía en coro, se entregaba al duelo entre invocaciones y maldiciones, se adueñaba de lenguas ignotas. Evelio intentó modificar el aspecto del poseso, y que llevase una vela encendida en las manos, una mordaza en la lengua y una soga en la garganta. A carcajadas, el endemoniado rechazó la oferta. "Me vería fuera de época", afirmó desdeñoso.
A la última exhortación de Evelio, sucedió un silencio jamás antes oído en la tierra, un silencio insoportable que trituraba la atmósfera, el silencio de los medios masivos. Luego, de un salto, los demonios, vueltos emanaciones visibles, masa antropomórfica, salieron del cuerpo abrumado por las contorsiones, bailando con ritmo y elegancia "One", el número final de A Chorus Line. Nunca en la historia del trasmundo se conoció algo parecido. El triunfo de Broadway sobre Mefistófeles!
Lo sabes perfectamente: la confusión siguiente no tiene paralelo en la memoria del hombre. Y al extinguirse risas, llantos, entusiasmos y desolaciones, la conclusión fue inapelable: los resultados del exorcismo difamaban a la guerra ancestral, la que se libra entre la luz y las tinieblas, y abarataban el mal, lo asimilaban a la sociedad de consumo, lo convertían en espectáculo banal, inofensivo, kitsch. Si, como tanto se había dicho, era normal la existencia de los demonios, podrían haber dispuesto algo en verdad artístico o inaudito, pero no esa vulgaridad de grupo de aficionados. El mundo entero se llamó a engaño y los rituales antiguos cayeron en desuso.
Las presiones sobre el corazón del exorcista fueron excesivas. Hoy, y esta no es hipótesis sino certidumbre teológica, Evelio sigue paleando carbón en los infiernos.