Luis González Souza
Terrorismo anticambio

Es natural cierto miedo al cambio, porque éste conlleva incertidumbre. Al mismo tiempo, sin embargo, el cambio es la vida misma, así de los individuos como de las sociedades. Lo que no cambia, muere. De modo que cuando aquél miedo se convierte en terror, y éste es promovido a gran escala, nos encontramos frente a una forma no convencional de terrorismo, digamos terrorismo anticambio, en cierto modo más cruel que el terrorismo clásico.

Pues bien, de cara a las elecciones de 1997, el terrorismo anticambio se perfila ya como el gran problema de México. Porque ya casi nadie duda que el país requiere un cambio profundo y obviamente hacia adelante. Y, sin embargo, crecen los torpederos de ese cambio, así como los objetos de su torpedeo y, acaso en menor medida, las víctimas del ``más vale malo conocido, que bueno por conocer''.

¿En qué consiste y qué tan grave es el terrorismo anticambio? ¿Qué tanto se ha desarrollado en México? ¿Cómo podríamos combatirlo? Las respuestas ameritarían uno o varios libros, pero urge comenzar a esbozarlas y debatirlas.

Si el terrorismo convencional causa la muerte física de personas inocentes, el terrorismo anticambio produce la muerte moral de sociedades enteras: al matar sus anhelos de cambio, las coloca en una suerte de estado de coma donde la vida se convierte en simple vegetación. Aunque ambos son deleznables, aquél es microterrorismo, mientras que éste es macroterrorismo. El convencional atenta contra el derecho a la vida a secas. Mientras que el terrorismo anticambio vulnera el derecho a una vida mejor. El primero cuenta con un arsenal limitado (bombas, secuestros), mientras que el segundo lo extiende hasta cuestiones tan corrosivas como sutiles: maniobras estadísticas, manipulación de periodistas e intelectuales, malabarismos teóricos... descalificación de cualquier alternativa de cambio.

En México, el terrorismo anticambo ya había hecho algunas apariciones. Destacan el brote de guerra sucia contra agrupaciones guerrilleras a la vuelta de los años 70, y en las últimas elecciones presidenciales, el brote de declaraciones apocalípticas orientadas a sembrar el terror al cambio e inducir el voto del miedo: ``fuga de capitales'', ``caos'', ``ingobernabilidad''... si pierde el PRI.

Ahora, a raíz de las elecciones de 1997, ambos brotes reaparecen pero agigantados y, además, se refuerzan con otros desplantes de terrorismo anticambio, perfilándolo como algo estructural, permanente. En lo tocante a guerra sucia, rápido se multiplican los indicadores: despliegue de efectivos militares en un buen número de entidades (más de 20, según algunos) bajo argumentos cada vez más variados (narcotráfico, seguridad pública, tranquilidad electoral, servicios sociales, combate a grupos terroristas clásicos); el asesinato, la desaparición o el hostigamiento ahora hasta de periodistas y defensores de los derechos humanos (las amenazas contra éstos han crecido como nunca, en lo que va del gobierno zedillista, según Amnistía Internacional; Proceso, núm. 1050); la persistente violación de todo tipo de derechos humanos, inclusive al combatir ``grupos terroristas'' a veces fabricados o manipulados según parece; el crecimiento también sin precedentes del número de mexicanos en busca de asilo político (mil 199 sólo en Canadá, durante los primeros 21 meses del actual gobierno en México; idem). En fin, una intolerancia ante disidentes o promotores del cambio, al parecer ahora extendida hasta la aplicación de castigos ejemplares lo mismo en el medio político (¿caso Dante Delgado?) que en el periodístico (¿caso Ealy Ortiz?).

Misma intolerancia que alimenta al otro brote apuntado, el de las declaraciones apocalípticas. Mas ahora éstas se multiplican con motivo de elecciones ya no sólo presidenciales. Y además se producen con otros motivos, como la autonomía legítimamente reclamada por los pueblos indios, con argumentos de plano falaces. Tal autonomía, se dice entre otras cosas, abriría el camino hacia la desintegración territorial de México.

Si en verdad México no quiere terminar de desintegrarse, tiene que cambiar, bien y pronto. Para lograrlo hay que hacer frente, antes que nada, al terrorismo anticambio. En primer lugar, revalorando y ejerciendo el derecho al cambio.