Hermann Bellinghausen
El cuidador de sueños

Estas tardes que corren, qué fácil anochece y se pone oscuro. Como si fuera la cosa más sencilla del mundo, la más normal, de pronto la luz diurna se apaga y nos devora la cabal tiniebla.

Sucede en esta ciudad y en otras partes como España, Texas, Oceanía, Jalapa, Roma y el pueblo de don Lupe Mendoza, a tres horas del último asfalto. Lo normal y cotidiano que se le supone, no le quita a la oscurana que sea surtidor de inquietudes, incertidumbres, miedo no nada más para los niños. El camotero de Narvarte saluda con su doliente pito el advenimiento de la noche. El zanate que por puñados llena las arboledas de Coatepec, a donde tanto le gusta ir a don Lupe, chilla mientras que viene lo prieto del aire. El zanate cierra después el pico y hasta mañana.

La oscuridad dondequiera, sale en vocinglerío de las chicharras en el cafetal, de las sirenas en el techo de las ambulancias y las patrullas, de las motocicletas que pasan como abejorro perseguido, del afilador que viene llegando a la vecindad con su flauta y los últimos cuchillos de la tarde.

Aunque la oscuridad está obligada, y sabe que debe dejarnos dormir, por dentro de nosotros, y por fuera, habla sin cesar.

--Nomás se apaga el sol y empieza --decía don Lupe, a quien una temporada le dio por platicar del oscurecimiento diario.

Una noche le dolía el costado y me fue a visitar, porque a él los dolores se le alivian con la conversación.

--El frío hace más quedito el ruido, pero no lo quita --sentenció en un quitarse la capa de lana que lo cubría. Tenía ese modo de como si la conversación ya estuviera empezada.

Sus ojillos irónicos sonrieron sin el concurso de la boca y preguntó, cogido con su mano de las costillas adoloridas:

--¿A tí no te asusta la noche?

El sabía mi respuesta, pero aún así me retó a decirla. No mentiría. Al contestar exageré el énfasis --ni que fuera para tanto, pensé-- y me propuse mantenerme en lo racional. Quise decirle que no, pero mi boca dijo sí.

--Desde los antiguos, aquí se sabe que la noche es de guardar--habló don Lupe, que ya es antiguo para nosotros, y más entonces que yo era más joven y él igual de viejo.

La inyección de vitamina B-12 y la plática surtían su efecto. Nunca entendí bajo que lógica pasaba del al usted, don Lupe.

--Creerá usted que somos de a tiro simples --dijo--, pero aquí la creencia es que el mundo acaba con el día. Empieza la labor de la noche, que la hacemos dormidos, como los muertos. Nomás que nosotros a la mañana nos acordamos de los sueños, y los muertos no. Es la única diferencia. Nosotros nos dormimos para no morir mañana. Descansamos. Los dolores del cuerpo nos hacen grandes por adentro. Necesitamos hacernos chicos, aliviados. El descanso es morir en chiquito, mientras que esperamos la buena suerte de que salga el nuevo sol. Sentir sencillo es preferible a los sentimientos complicados de lo que nos duele.

La edad lo había vuelto insomne, como a todos. Dilató en despedirse. Quiso fumar cuatro veces, que para sus pulmones es bastante. Al final caminó unos pasos por la habitación, como poniendo a prueba sus nervios adoloridos, y los encontró mucho mejor. Por si las dudas, le ofrecí una tira de analgésicos, que rechazó.

--Ya sabemos que de seguro va a amanecer, pero nuestros abuelos nos enseñaron a saber que puede ser que no. Hasta para dormir nos hacemos desconfiados. Por la oscuridad, en que se nos mete dentro, en que nada se sabe.

Y se fué, ``a cuidarles el sueño a mis gentes'', como siempre decía, resignado al insomnio de la edad grande