Escribo estas líneas mientras escucho la sonata opus 11 no. 1 de Robert Schumann, uno de los últimos músicos románticos alemanes del siglo XIX. En este año se cumplen cien de la muerte de su esposa, la famosa pianista Clara Wieck Schumann, quien nació en 1819 y murió a los 77 años de edad, habiendo sobrevivido en 40 años a su marido. La vida de Robert y Clara Schumann es una historia perfecta para el cine, y de hecho se han realizado por lo menos dos películas sobre ella, una en Hollywood, en 1947, llamada Pasión Inmortal, en la que Katherine Hepburn aparece como la heroína, y la otra en Alemania, en 1984, llamada Sinfonía de Primavera, en la que Natasha Kinski desempeña el papel de Clara. Lo que pasa es que Robert la conoció cuando llegó a su casa a vivir y a tomar clases de piano con su padre, el profesor Friedrich Wieck, en 1830, cuando él tenía 20 años de edad y ella once, y al poco tiempo ya se había enamorado de ella; esperó prudentemente a que Clara fuera un poco mayor, aunque ya en 1837 pidió por primera vez autorización al profesor Wieck para casarse con ella. Este no sólo se lo negó rotundamente sino que a partir de ese momento hizo todo lo posible por evitar la unión de la pareja, en vista de que tenía grandes esperanzas de que su hija se convirtiera en una gran concertista de piano y también de que Robert era un hombre sin fortuna. Robert y Clara continuaron su relación en secreto pero en varias ocasiones se impacientaron y reiteraron su solicitud de autorización de matrimonio al profesor Wieck, que era necesaria porque Clara era menor de edad. Como la respuesta siempre fue negativa, se decidieron a entablar un juicio en contra del profesor Wieck y lo ganaron, obteniendo la autorización de la ley para casarse sin su permiso, lo que hicieron un día antes de que Clara cumpliera los 21 años y adquiriera la mayoría de edad.
El matrimonio duró 16 años, pues Robert murió en un asilo para enfermos mentales en 1856. Durante ese lapso tuvieron ocho hijos, de modo que con todo ese trabajo maternal y además con los problemas de la salud de Robert, que sufría de profundas crisis depresivas, Clara no tenía tiempo de estudiar el piano. Pero no sólo se sobrepuso a esos problemas sino que logró alcanzar gran prestigio como intérprete de ciertos autores, entre ellos su marido, quien a través de ella empezó a darse a conocer.
Después de la muerte de Robert, Clara se dedicó de lleno a su carrera pianística y en poco tiempo no sólo conquistó Europa sino que se convirtió en la virtuosa más importante del siglo XIX, comparable en el teclado con el célebre Joachim en el violín. Su repertorio era extenso pero siempre de tipo clásico; el único contemporáneo que interpretaba (aparte de Schumann) era Brahms, quien ademas fue un amigo cercano de toda su vida; otros músicos, como Liszt, que en su juventud la cautivaron, con el tiempo se convirtieron en sus enemigos. Clara decía: ``Antes de Liszt la gente tocaba el piano; después de Liszt lo aporreaba o susurraba...'', mientras que el propio Liszt comentaba: ``Si quieren oír las obras de Schumann tocadas como no deben de tocarse, escuchen a Clara''. Pero ella no se inmutaba: había sido una niña prodigio, la esposa de un gran compositor, y ahora era la mejor pianista de Europa; eso era suficiente para que siempre tuviera la razón. Todo se olvidaba cuando se sentaba al piano a interpretar a Hummel y a Mozart, o a Chopin y a Schumann, o a Brahms y a Beethoven. Sus interpretaciones se hicieron legendarias, al grado que hoy todavía se habla de ellas, aunque no siempre en forma elogiosa.
Su técnica era sobria y exenta de movimiento expresivos; conservaba los dedos sobre el teclado y nunca golpeaba las teclas sino que las oprimía, porque su padre le había enseñado que el golpe del dedo en la tecla no debía escucharse. Su ``toque'' se hizo famoso, pues no sólo era delicado y tenue sino que también lograba un sonido lleno y vigoroso. A partir de 1878 fue nombrada profesora de piano del conservatorio de Francfort y ahí permaneció durante 14 años, en los que tuvo una pléyade de alumnos, varios de los cuales hicieron brillantes carreras pianísticas. Dos críticos musicales de su tiempo, famosos por su virulencia en contra de lo que consideraban menos que perfecto, el vienés Eduard Hanslick y el inglés George Bernard Shaw, la alabaron sin restricciones. Al final de su vida perdió el oído pero insistió en seguir tocando la obra de Schumann como, según ella, debía tocarse. El mundo le debe no sólo el generoso obsequio de su virtuosismo pianístico, sino también (y quizá de mayor trascendencia) su contribución definitiva a que la bellísima música de Schumann fuera conocida y aceptada como la obra maravillosa e inmortal que es.