DEL NATURALISMO DEL SIGLO XX
Son las 7 de la noche. Decenas de niños entre cuatro y cinco años toman El Callejón de la Muerte...
La calle se anuncia con un aullido: ¡Para que todo el mundo sepa que estamos bien activooos! Un hombre que parece de 20, camisa raída, gorra azul, embarra con la zurda una botella de plástico verde en su nariz; inhala medio litro de limpiador para autos.
Se halla pegado a los ladrillos color sangre de la ex lechería, justo en la esquina de la Segunda de los Misioneros y la Quinta de Santo Tomás.
Su grito corre en los 90 metros de la calle. Defiende su espacio con la otra mano; la derecha sostiene una navaja parda con 15 centímetros puntiagudos de largo....
Parte del paisaje del lugar es vivir entre torturados, rateros, inhaladores de activo, cocainómanos, repartidores de sicotrópicos, ``picadores y matones'', denuncian los habitantes de a la que por esta razón le llaman El Callejón de la Muerte; su nombre, la Quinta Calle de Santo Tomás, corazón de La Merced.
Aquí, en esta esquina, en el crucero de la Segunda Calle de Misioneros y la Quinta Calle de Santo Tomás los automovilistas pisan con cierta fuerza el acelerador ante el temor de un asalto; justo en esta esquina ``ni siquiera los taxis se paran''.
En esta esquina los microbuses transitan con prisa; uno de la Ruta 56, que va de San Pablo a La Viga, atropelló a Lupita Doroteo Rojas, de un año y medio; la dejó escurrida al lado de su masa encefálica, trepada en las cicatrices de un tope que los vecinos colocaron por razones obvias y las autoridades se encargaron de quitarlos.
Aquí, en esta esquina, se coloca un hombre de guayabera que lleva algo abultado atrás. Bien puede tratarse de El Beto, judicial, golpeador, cocaíno y lenón, o de El Rocha, o de los otros nueve judiciales que a diario acuden a la calle para cobrar a los rateros más de la mitad de sus ganancias para dejarlos robar.
Si no desembolsan: ``Tortura o cárcel. Los de T-2000, quienes están en coordinación con los judiciales, cuentan a cada persona que robamos'' para saber las ganancias de cada quien; ``no les podemos mentir''. Por eso, aquí, ``es la esquina recaudadora de impuestos''.
Testigos de las acciones entre policías y delincuentes aseguran que una de las rutinas ``de los mentados aguacates es observar el momento del atraco y ya que la víctima fue robada el policía se le acerca y lo manda a la Cuarta Agencia del MP a que ponga su denuncia porque toda la Cuarta está amañada y más tarda en entrar el ratero que en salir''.
El recorrido continúa del lado opuesto a la ex lechería, afuera de la bodega de zacates y fibras, en donde además duermen humanos en colchonetas; en plena mañana se halla un grupo de muchachos en acecho, en la espera... más adelante, se ve a Gabriel, recargado en la bodega del número 70, joven de 20 años que marcó su futuro por 20 pesos. Robó ese dinero, lo metieron a la cárcel y desde ahí comenzó su carrera delictiva.
Entre los microbuses que están regados por toda la Quinta Calle de Santo Tomás, camina Celia, alias La Flaca, con sus pantalones naranja aferrados a su esquelético cuerpo; es la encargada de contactar a los delincuentes con la policía, su oficio es pardera y fardera; ella es la hija de Victoria Peña, ``la que le repartía a los judiciales, soldados y delincuentes''.
Algunos de los rateros son residentes de la propia calle, pero otros llegan de Mesones, San Pablo y las zonas vecinas. Y al reunirse forman juntos este sector bien clasificado según sus habilidades, estudios y experiencia para atracar: son los chineros, boqueteros, carteristas, anilleros, farderos, cadeneros y parderos, todos ellos endeudados perpetuos de los judiciales.
Cuentan vecinos que por allí, en medio de las paredes rojas de la Quinta Calle de Santo Tomás, anda también Justino, a quien siempre se le ve en su silla de ruedas, al igual que a Edgardo, quien camina con patas de palo y fue detenido hace tres años por 12 gramos de coca. Los dos son repartidores de cocaína y sicotrópicos, acuden a abastecerse a la calle de atrás, en una puertita desvalijada de Roldán.
Pero los zares de la calle, los que controlan la venta de la droga, son El Feo y El Jarocho; el primero, poseedor del mercado de los sicotrópicos, solventes y activo, mientras que el segundo funge como agente de ventas de sicotrópicos y activo.
Estos abastacedores de droga compran los solventes en la calle de Corregidora, a ocho pesos el frasco, para venderlo en 20. Por 50 pesos venden una grapa (un gramo de cocaína), en tanto que la estrategia para la venta de estupefacientes, específicamente de Rohypnol se realiza por unidad, cada pastilla de 2 miligramos a 10 pesos.
Aunque el fuerte de la venta no es la mariguana; ésta, de todas maneras, se consigue allí. La vela cuesta 15 pesos y 60 la que alcanza para 10 cigarros. A 600 pesos el kilo.
El mediodía en la Quinta de Santo Tomás huele a soledad. Los delincuentes están robando en los alrededores, los comerciantes salen a vocear sus productos, los empleados se dezplazan temprano hacia sus trabajos y los lenones van a cuidar a sus mujeres, ubicadas de La Merced para adelante.
Sin embargo, la calle de todas maneras se encuentra ocupada por los microbuses que zumban y rechinan entre jaloneo y jaloneo e impiden el paso a culquier automovilista, aunque, de cualquier manera, únicamente es transitada por sus habitantes o por los que la toman como centro de reuniones.
Los moradores aseguran que parte de la delincuencia en ese lugar se debe a José Fernando Nava, alias El Panchero, cabeza de la banda de Los Pancheros, quien huyó hace un año y medio de allí porque ``cometió dos homicidios'', aunque no sirvió de mucho, debido a que ``sus gentes se quedaron''.
``Aquí se ven obligados a delinquir por la misma presión de la policía, la necesidad de las drogas y la necesidad de vestido, casa y sustento'', dice Arturo López de Nava Camacho, presidente de la Asociación Civil del Comité de Lucha Inquilinaria de Santo Tomás. ``La tortura se da a granel porque la autoridad hace su propia ley ante la ignorancia de las personas; y son obligados a robar para seguir dándoles dinero a los policías'', agrega López de Nava.
El día empieza a caerse, el final de la calle está marcado por un edificio casi tan inclinado como la Torre de Pisa, pero sin el romanticismo inmaculado de aquella construcción. Este es un inmueble con cristales que parecen recién cañoneados, que vomita varillas y tiene trozos mordisqueados por donde los delincuentes se cuelan para esconderse del enemigo...
Son las siete de la noche. Decenas de niños de entre cinco y seis años toman el Callejón de la Muerte. Unica hora en que pueden jugar en su propia calle.