En el marco de la ofensiva eclesiástica para ocupar --o reconquistar-- posiciones de poder que no le corresponden en el ordenamiento institucional del país, ha salido a la luz el dato por demás preocupante de que la Iglesia católica ha avanzado en el establecimiento de una diócesis en el seno de las Fuerzas Armadas.
La información correspondiente, --difundida por la revista Proceso en su más reciente edición, y proporcionada a ese semanario por el propio encargado del trabajo pastoral entre los militares, el obispo de Nuevo Casas Grandes y jefe de los Cruzados de Cristo Rey, Hilario Chávez Joya--, deja poco espacio para la duda o la imprecisión; sin embargo, el arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, ha pretendido minimizarla, diluirla en negativas poco convincentes o incluso atribuir a los medios que se ocupan del asunto la pretensión de ``dividir'' y de ``crear guerras de papel''.
Pero, en la medida en que hasta ahora ni el dirigente religioso capitalino ni la Conferencia del Episcopado Mexicano han desmentido clara e inequívocamente al obispo chihuahuense, resulta inevitable tomar por cierto lo dicho por éste y reflexionar sobre las graves implicaciones de la existencia y las acciones del grupo que dirige.
Por principio de cuentas, debe dejarse claramente establecido que las actividades y decisiones espirituales de los soldados y oficiales mexicanos no pueden dirimirse en un debate público porque corresponden a su ámbito privado en tanto que personas.
En su condición de creyentes o de no creyentes, de practicantes de cualquier culto, de librepensadores o ateos, nuestros hombres de armas gozan de la absoluta libertad y de la intimidad que las leyes garantizan a todo ciudadano. No sería pertinente, en consecuencia, juzgar, para bien o para mal, las acciones de proselitismo dirigidas por cualquier asociación religiosa hacia los efectivos militares en tanto que individuos.
Pero las iglesias de cualquier signo están obligadas a respetar el estricto carácter laico de las Fuerzas Armadas en tanto que instituciones del Estado y abstenerse de intervenir en su vida interna. Lo contrario no sólo constituye una violación de la legislación vigente sino que resulta también un peligroso ejercicio de ignorancia histórica.
En efecto, el laicismo del Estado mexicano es la solución establecida por la nación a los innumerables y trágicos conflictos que provocó el maridaje entre los poderes religiosos y los políticos, y al papel oscurantista y totalitario desempeñado en diversos momentos de la historia nacional por un clero católico ,siempre sediento de incrementar su poder y su influencia terrenales, tanto en la esfera política como en la económica. En el caso específico del ámbito militar, es particularmente grave el riesgo de que los ministros religiosos pudieran llegar a ejercer influencia o mando, como lo evidencian las cruzadas y las guerras santas --emprendidas por diversos credos, entre ellos el católico-- que, en nombre de Dios, han sembrado tanta muerte y tanto odio en el mundo.
En estas fechas, de gran significación para los católicos y para todos los que --desde cualquier opción confesional o fuera de todas ellas-- comparten los valores éticos pregonados por el cristianismo originario, los dirigentes de la Iglesia católica debieran reflexionar sobre lo importante que resulta respetar los ámbitos institucionales y legales y comprender que, así como resulta lícito dirigir esfuerzos evangelizadores hacia los soldados en su condición de ciudadanos privados, el evangelio de un ciudadano, en su desempeño como soldado, sólo puede ser la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos