José Cueli
Temple balletista

Fue en un tugurio inconfesable en el camino que llega a Granada donde, inesperadamente, toda la brujería y encanto del flamenco, me llenó de calentura el espíritu. La mujer era alta, delgada y casi negra de tan morena. Tanto que la piel de su rostro y sus brazos serpentinos tenían aceitunada libidez y el pelo reflejos azulinos. Detrás de ella bailaba, con el cuerpo roto y actitud bronca, una vieja matrona que no la perdía de vista.

Tenía la mujer negra ademanes aéreos y torciones violentas en su caminar. Se doblaba y parecía como si enviara pedazos de sí misma a los ángulos sombríos y enigmáticos de la casucha. Al conjuro de la copla, el baile y el cante se resbalaba y se veía envenenada de pasión. Se le sentía en la carne la ansiedad sexual y en sus labios agrietados por la fiebre un ardor que, más que de ella, era el recuerdo de caricias incompletas y amoríos frustrados.

Corría en el miserable tablao un anís aguardientoso que raspaba como lumbre y un humo de puro corriente que cortaba el sudor. Los parroquianos no escuchábamos borrachos de pena. Embebida en su cante la miraba y la miraba y le percibí algo diferente dentro de aquel antro: su liturgia secreta ¡odio por lo rutinario que todo lo castra! --Los derechazos a toros descastados tarde a tarde, sin ser la excepción ayer con los del Espíritu Santo que acabaron con el toreo--. Un vaho de humanidad y alcohol nublaba el ambiente, las guitarras callaron y las gitanas bajaron a acompañar a los clientes.

Las manos de uñas agudas de la negra gitana me indicaron que la siguiera. Obedecí mansamente y entré en un hoyo con un solo camastro que había perdido la tela, quedando solo sábanas sucias y arrugadas. Al fondo, esplendorosa, estaba la bailarina y llevaba un vestido rojo y puntos blancos, desteñido a fuerza de mugre y lavados. Sus piernas eran aún más negras que su cuerpo, más que la noche granadina. Pero cuando se templó la voz y empezó a cantar, el cuchitril y la cantante se transformaron.

Después vino la faena en vuelo alado. Su brazo se alzaba y mi palabra adormilada la encendía aún más y se venía bailando desde muy lejos, muy toreada enredada en el juego de la cintura ¡estírate moreno y acompáñame, me pedía, y gira cual caracol dominguero! Mientras, su voz seguía cantando con hondura y torería en el cálido cerco que Aprisionaba el maloliente cuartucho.

Al acabar la corrida, desperté de mis ensoñaciones y me di cuenta que los mensos y descastados toros del Espíritu Santo y el rutinario e insoportable derechazo, una vez más, habían castrado el toreo ya herido de muerte. Con el toreo herido mortalmente aparece la época de los toreros balletistas. De éstos, Enrique Ponce es la primera figura de la compañía. Lo tiene todo: figura y presencia, gracia y donaire, y una excepcional capacidad de transmitir el acento personal de su Valencia. Este acento hace que no importe lo castrado de los toros. El toreo entra en una nueva etapa, desaparecen los toros con casta, leña y lo que han de tener, y el toreo es un ballet. Los toreros sin presencia y aspecto personal, no tienen ya nada qué hacer en las plazas de toros.