Si, en la bella frase de Hartley, el pasado es un país extranjero, la infancia ha de ser algo así como un planeta desconocido. No me refiero a la propia, la que recordamos más o menos los adultos (y que teñimos de placer o de pavorosos horrores, según sea nuestra biografía o el momento de nuestra personal ciclotimia), sino a la de esos seres pequeñitos que nos producen tanto pasmo y tanta ternura y a los que llamamos niños. Es bien difícil entenderlos por completo porque, a fuer de simples y directos, nos resultan muy complicados, por lo menos como esa generalidad que abarca la palabra niñez. Creo que hacer teatro para ellos es una empresa muy difícil y, por lo menos para mí, hacer crítica de ese teatro rebasa cualquier posibilidad, por lo que comodinamente la he rehuido; ahora lo intento, con la medrosa actitud de quien se aventura por tierras encantadoras, pero ignotas.
Lo que intento decir con este largo preámbulo, es que --de quienes incluso ya no tenemos niñitos cercanos-- nuestra concepción de lo que es o no propio para ellos puede estar en absoluto desacuerdo con sus propios intereses. Si no, que lo digan los ilustres maestros de escuela que han vetado deliciosas escenificaciones, que los niños gozan verdaderamente, con un muy curioso sentido pedagógico. En general, se pueden decir las repetidas banalidades acerca de que es muy bueno que ya no se repitan las adaptaciones de esos cuentos cortesanos que frustraron a tantas jóvenes, bien porque esperaran su príncipe azul, bien porque advirtieran tardíamente que detrás de un príncipe encantado puede aparecer un sapo. Como quiera que sea, no resulta coincidencia que obras tan inteligentes como Mozart y los duendes de María Morett y Alvaro Hegewisch cumpliera recientemente 150 representaciones.
Por su parte, Perla Szuchmacher y Larry Silberman --que en muchas ocasiones hacen propuestas de teatro infantil que también apasionan a adultos, como puede ser el caso de Vieja el último en que trataron el tema del machismo-- elaboraron para el Teatro escolar del INBA un espectáculo a base de escenas de irresistible jocosidad, con el hilo conductor de ese personaje chaplinesco que es el supuesto técnico supuestamente habilitado como actor para suplir una ausencia. Sus Historias con ruiditos, posteriormente adaptadas para todo público, develó placa de sus 200 representaciones y sigue regocijando a los infantes. Cabe decir que el grupo de Larry y Perla, Grupo 55, se caracteriza por no escenificar textos que de alguna manera recuerden situaciones y personajes del cuento infantil, sino que intenta reflejar el mundo de la niñez, o aun el mundo adulto en situaciones cotidianas y plenamente reconocibles para los niños, aunque llevados al extremo, como podría ser el caso de su último montaje.
Mis dudas respecto a la adecuación de un espectáculo con su público
natural resurgieron al presenciar La verdadera venganza del gato
Boris del teatro Mito, que ya ha tenido verdaderos éxitos, como
Sería tonto pensar que los niños --excepto los que por alguna razón
tengan un gusto muy cultivado-- no disfrutan también el teatro
malhechón: lo constatamos a cada rato. Pero hacer esfuerzos como los
aquí comentados, y otros, para elevar la calidad de lo que se les
presenta, es algo que no puede caer en saco roto. Un escollo puede ser
el del precio del boletaje, que parece ahuyentar al público de clase
media --que es en general el que lleva a sus niños al teatro-- aunque
sea el escollo de todo teatro profesional: hacer buen teatro es cada
vez más costoso e imposibilita abaratar las entradas. Ojalá algunas
instituciones --DIF, ISSSTE, IMSS-- pudieran comprar funciones, como
alguna vez lo hicieron. Aunque, como están las cosas, podríamos pensar
que esas golondrinas no volverán.