Rodolfo F. Peña
El crimen de Crestón
Cuando el pasado 6 de diciembre se dio a conocer el homicidio múltiple de la joven familia Balderas Figueroa (padre, madre y tres menores), pareció que de su casa en Crestón, ahora revuelta y ensangrentada, debían casi forzosamente arrancar pistas investigativas que conducirían, si se trabajaba bien, a los meandros del narcotráfico y sus puntos tangenciales o de franca articulación con la política nacional, precisamente ahí donde ésta toma el rostro oscuro y pervertido de las complicidades y de los magnicidios sin esclarecer.
No había irracionalidad en esas expectativas, porque los simples reportes de archivo eran sustanciosos y prometedores. Desde luego, los niños muertos eran tan inocentes como pueden serlo los niños según su edad, y sólo un ensañamiento demencial explicaba su sacrificio, así como la agresión al chofer, a quien su hipotética intervención en defensa de los patrones estuvo a punto de costarle la vida.
Pero Fernando Balderas era toda una pieza. Había sido agente (en sentido estricto, no de rangos burocráticos) de las procuradurías federal y capitalina, y en su sistema de relaciones figuraban altos funcionarios. Tenía en su contra no menos de dos órdenes de aprehensión, que sospechosamente no se habían ejecutado.
Y Yolanda Figueroa, su esposa, era una periodista y escritora emergente, por decirlo así: había sido colaboradora en la revista Viva, fundado otra llamada Cuarto Poder, y anunciaba una tercera de contenido policiaco, no se sabe si noticioso o de ficción; pero, sobre todo, había escrito, con el asesoramiento de su experimentado marido, un libro sobre la captura del narcotraficante Juan García Abrego, titulado El capo del Golfo, en el que se mencionan los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, y se alude a protagonistas tan sobresalientes como Jorge Carpizo, Eduardo Valle, El Búho (ambos muy cerca de ser llamados a declarar en relación con el crimen de Crestón), Raúl Salinas de Gortari, Marcela Bodenstedt y Guillermo González Calderoni. Este libro, ciertamente mediocre, sin profundidad ni información de relieve, fue presentado al público por Ricardo Cordero Ontiveros, otro ex agente judicial de conducta turbia y enturbiadora, que actualmente está preso en Tijuana y de quien se subraya, no sé si insidiosamente, su relación con Antonio Lozano Gracia. Por si fuera poco, la matanza de los Balderas tuvo lugar, puede decirse, unas horas después del cese fulminante del procurador. Todos estos hechos conocidos y asociaciones lógicas, abrían necesariamente un amplio espectro de significados.
Desde el principio, nuestra sagaz policía judicial sostuvo la hipótesis de una venganza como móvil del crimen; más aún, adelantó que los homicidas podían ser tres, por lo menos. Pero ¿quién o quiénes, desde las tinieblas del narcotráfico o de la política envilecida, había decidido semejante venganza que incluía tan proditoriamente tres vidas que despuntaban apenas? Esto era lo importante, y chocaba que se insistiera tanto en la conducta licenciosa y torcida de Fernando Balderas, como si por ella merecieran la muerte su mujer, sus hijos y él mismo. Quizá el chofer sobreviviente sabía algo, o algo había visto que fuera revelador. Pero el chofer estaba en terapia intensiva en el Hospital de Xoco, inconsciente, con un grave traumatismo encefalográfico, y según los partes médicos podía morir en cualquier momento porque su organismo no respondía ya a los medicamentos. Con el chofer muerto, las investigaciones seguramente se habrían embrollado hasta ponernos, de nuevo, frente a un enigma de la esfinge.
Pero he aquí que unos 15 días después de haberse anunciado su inminente deceso, Alejandro Pérez de la Rosa (tal es el nombre del chofer) recobró la razón, y ello no fue para colocar en la mira a políticos, narcotraficantes o narcopolíticos, como se habría querido, sino para autoculparse y señalar a sus dos cómplices, otros miembros de la servidumbre agraviados en la honra por Fernando Balderas, que es exhibido como un maniático sexual. Parece que los tres servidores privados sólo querían matar a Balderas, pero ya en el encarreramiento y cegados por una excitación vesánica muy lejana del honor ofendido, aplicaron la barreta a todo el resto de la familia. La excitación no les impidió seleccionar los objetos de valor que podían robar (el honor se cobra a buen precio) ni disputar luego entre ellos por el botín, tan concienzudamente que el chofer quedó muy malherido.
Tal es en lo fundamental la historia, llena de sonido y de furia curiosamente apacible, contada por un chofer aturdido. Es una historia decepcionante, porque cuando se esperaba la implicación de lores, ministros y magnates, según las autoridades resulta que el asesino es el criado, como en las novelas policiacas. Tal vez muchas de sus inconsistencias e inverosimilitudes se deban a que el confesante tenía la cabeza desarreglada desde antes, si se considera lo desmesurado de su venganza. Al ser presentado después de la confesión, distaba mucho de la coherencia: su antigüedad en el trabajo era de uno o two months, la lesión encefálica se produjo durante un paseo en Xochimilco, los hijos de sus patrones querían abusar de su concubina...
Pero hay otras pruebas, además de la confesional, y sería sano desconfiar de la desconfianza y admitir que la historia puede consolidarse y hacerse más creíble cuando se conozca la versión de los indiciados prófugos y se completen las investigaciones sobre los vínculos delincuenciales de Fernando Balderas. Después de tan grandes ilusiones, uno no puede conformarse con una historia a medias.