Mientras no entendamos con claridad lo que está sucediendo en el país, agitado por la tremenda miseria que se extiende cada día más y más entre las clases populares y medias, por la quiebra de la industria nacional y el estrechamiento del mercado interno, por la persistente agresión, a cargo de los medios, contra la cultura noble en que nos hemos forjado, por una aplastante deuda externa, por la venta de los recursos naturales que la Constitución reservó al pueblo para garantizar su desarrollo y la libertad soberana y personal, y en fin, por el acomodamiento de la economía y el consumo a los intereses de una diminuta élite interna y externa; mientras no entendamos tan graves situaciones que por hoy estrujan a la nación, estaremos imposibilitados para hallar las soluciones que aseguren una verdadera grandeza material y espiritual.
La Revolución y su ideología elaborada en el septenio que siguió al estallido de 1910, han sido rechazadas por los gobiernos mexicanos de los últimos cuatro decenios, y de manera acentuada por los que parten de 1988 al presente. Se ha propiciado la suplantación de la Carta Magna de 1917 con normas apócrifas, falsamente constitucionales, gestadas por un mayoriteo legislativo disfrazado en la mascarada del constituyente permanente, al grado de hacer de la Ley Suprema una perversa mezcla de textos originales infiltrados por artículos, incisos o fracciones nulos de pleno derecho, por derivar de una autoridad incompetente de origen.
El escenario político actual, absurdo, es la expresión de un profundo conflicto que seguramente pronto será valorado y resuelto. La teoría política muestra desde muy antiguo el problema implícito entre soberanía y autoridad. ¿Qué pasa cuando el rey transgrede la voluntad divina que le otorgó la potestad de regir a los súbditos? Muchas respuestas al enigma inclínanse por la insubordinación y el derrocamiento del monarca infiel. Pero las revoluciones democráticas sustituyeron el derecho divino de los reyes, por la soberanía del pueblo; en consecuencia, ¿qué hacer cuando esta soberanía traducida inclusive en ley constitucional, es violada por el gobierno?
Ya lo saben los gobernados y también los gobernantes. Aquel es el contexto en que nos encontramos. El pueblo ha develado las trampas introducidas en la Carta queretana, y ha puesto a flor de tierra la casi trágica colisión política de nuestro tiempo. La Constitución y el Estado revolucionario creado en los debates del Congreso 1916-17, han sido burlados por su propio aparato gubernamental al negar las categorías sustantivas del mandamiento supremo. En lugar de democracia hay antidemocracia; en lugar de justicia social hay injusticia social; en lugar de independencia de los poderes hay una sujeción de éstos al presidencialismo; en lugar de garantías individuales hay libertades perseguidas y atormentadas; en lugar de soberanía absoluta hay soberanía relativizada por exigencias extranjeras. Es decir, en lugar de una república democrática, soberana y justa, hay un presidencialismo dictatorial comprometido con núcleos metropolitanos ajenos al pueblo.
¿Cómo pretendemos resolver tan agobiante y delicada cuestión? Las corrientes de hoy son la reformista y la revolucionaria frente al régimen presidencialista autoritario que no parece, al menos aún, ceder a las demandas de la población. La opción revolucionaria está representada por el EPR y el EPI, por ejemplo, movimientos que sin negar otras posibilidades adoptan las armas para echar abajo las estructuras dominantes. Tiene el reformismo una amplia gama de proyectos, desde el declarado por el Ejército Zapatista de Chiapas, rebelión con fusiles y disparos que hoy iza las banderas de una paz digna por el establecimiento de una democracia, hasta las tendencias, al interior del gobierno, que alientan esa transición democrática, para prevenir la eclosión de la guerra intestina, y las que hablan de cambios en la superficie que en realidad mantendrían el statu quo. En sus distintas modalidades el reformismo es la línea predominante, aunque su atracción está condicionada a las respuestas oficiales y harta de dudas que le son intrínsecas. ¿No acaso la Constitución en su artículo 27 previene una armonía entre los intereses nacionales, particulares y privados? A la vista se encuentra un resultado no halagador. Y el reformismo chino posmaoísta, ¿no es un experimento que continúa en el filo de la navaja? Sin embargo, el reformismo se avala con aportaciones teóricas y prácticas. En teoría es inobjetable aspirar a un equilibrio de la diversidad en la unidad política; y en la práctica son aleccionadoras las frustraciones guerrilleras en América Latina, para no hablar de más allá.
En fin, el México decembrino observa con mirada perpleja los caminos cruzados por donde tendrá que marchar su destino a partir de 1997. Nadie desea que el Año Nuevo sea la renovación de los no pocos fracasos que llevamos a cuestas.