Luis Gonzalez Souza
Derecho al cambio
Revalorar y ejercer el derecho al cambio, esa es la primera vacuna contra el terrorismo anticambio, según lo sugeríamos en nuestro último escrito. Terrorismo que, a base de promover de múltiples maneras el miedo al cambio, ya se perfila como el principal problema de México durante el año --y esperemos que hasta ahí-- a punto de iniciar. Es importante, pues, debatir en torno al derecho al cambio.
Para empezar, es bueno saber que se trata de un derecho de larguísima existencia y, por ende, de indudable legitimidad. Sus raíces podrían trazarse hasta el Derecho Romano. Sin embargo, basta recordar que el derecho al cambio ya está reconocido a escala mundial, incluyendo la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada en 1948 por la ONU. En su preámbulo se habla de un consenso para ``promover el progreso social'', e inclusive se habla del ``supremo recurso a la rebelión contra la tiranía y la opresión''. Y en su artículo 28 queda consagrado el ``derecho a que se establezca un orden'' justo en el mundo y en cada nación: uno en el que todos los derechos humanos ``se hagan plenamente efectivos''.
Además, el derecho al cambio está de un modo u otro reconocido en la Constitución de los países que se precian de ser modernos y democráticos. En el caso de México, el artículo 39 constitucional lo dice bien claro: ``El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno''. De modo que el terrorismo contra el cambio es anticonstitucional. Todavía peor, es algo que atenta contra la historia y contra ese signo vital de lo humano, que es el derecho a soñar.
En rigor, bajo una óptica profunda, el derecho al cambio y el derecho a soñar --o derecho a la esperanza, o inclusive derecho a la utopía-- constituyen uno y el mismo paquete. Uno carece de sentido sin el otro. El cambio tiene no sólo motivaciones materiales, sino también espirituales. El sueño, la imaginación, el deseo o la utopía es al cambio lo que el alma al cuerpo. Aislado, éste sólo vegeta y acaso puede cambiar de sitio y aun de forma, pero a la manera del sonámbulo. Puede dar lugar a cambios, pero regresivos. Para un cambio hacia adelante, progresista, se necesita del alma tanto como del cerebro. Primero se requiere la acción del derecho a soñar, para dar brújula e impulso primario a ese cambio.
A nivel mundial, tras la quiebra de la utopía socialista, el derecho a soñar está bajo fuego. Ese es el mensaje de teorías como la de Francis Fukuyama sobre ``el fin de la historia'': derrotado el socialismo, no hay lugar a más cambios ni a más utopías, porque la historia de las formas de organización humana ha finalizado con la forma denominada democracia occidental.
En México, la embestida contra el derecho a soñar es aún más agresiva. Aquí todavía es una utopía esa democracia, inclusive en sus componentes embrionarios --no únicos-- como las elecciones limpias y la alternancia en el poder. Y es una utopía ahora mismo bajo creciente bombardeo, con las divisas de que cualquier política económica distinta a la actual sería peor: y la de que cualquier gobierno no priísta provocaría un desastre: fuga de capitales, falta de crecimiento y prosperidad, ingobernabilidad. Todo lo cual ya camina de todos modos, pese, o precisamente debido, a la continuidad de los gobiernos priístas.
Así, lo que se busca es no sólo sembrar el terror de la ciudadanía al cambio. Peor aún, parece buscarse la muerte de todo sueño en un cambio hacia la democracia. Se busca inhabilitar ese cambio en su génesis misma: la capacidad de imaginar un México mejor. De ahí la cantaleta oficial y oficiosa: ``la oposición no cuenta con una alternativa''. Y cuando aquella imaginación comienza a cobrar cuerpo de múltiples maneras --desde los 20 Compromisos con la Democracia hasta el Referéndum por la Libertad, pasando por los programas completos de partidos progresistas--, entonces viene la puntilla: ``no son alternativas viables, realistas''.
En verdad ya es mucho lo que sufre el México de nuestros días. Matar su derecho a soñar, simplemente sería el acabose. Esa muerte ya comienza a verse allí donde más duele: en la juventud, ahora tan carente de utopías que se le llama la generación X. Y allí donde la renovación de la esperanza solía ser automática: en la celebración del Año Nuevo. No dejemos que nos quiten hasta nuestro derecho a soñar. Oigamos en voz alta, muy alta, qué México queremos. Y enseguida ejerzamos nuestro derecho al cambio.