¿Fábula moral, cuento filosófico? El convento, decimosexto largometraje del cineasta portugués Manoel de Oliveira, de 86 años, autor de Amor de perdición, La zapatilla de Satín, El valle de Abraham, Party, es ante todo una comedia libertina: los juegos del amor y del azar, o de la seducción y del destino señalado en las cartas del tarot. El filólogo Michael Padovic (John Malkovich) llega al convento lusitano de Arrabida acompañado de su mujer, Helena (Catherine Deneuve), en busca de documentos que sustenten su peregrina y seductora hipótesis de la identidad española de William Shakespeare, en realidad Jacques Peres. Apenas enunciado el motivo del viaje, el objeto de la investigación (misma de la que apenas se habla en la cinta), da inicio el juego de seducción de Baltar (Luis Miguel Cintra), el anfitrión mefistofélico que asedia a Helena, y el de Piedad (Leonor Silveira), la virginal archivista del convento, fascinada por el trabajo del erudito Padovic. La biblioteca encierra conocimientos universales, ``comparables a la sabiduría de Dios'' o a la inteligencia de lo que es lo bueno y lo malo en la Tierra. Sin embargo, afirma Oliveira, ``el deseo es siempre más fuerte que cualquier virtud'', incluida la del conocimiento.
A puerta cerrada. En el espacio oscuro del convento de Arrabida se escenifica el combate entre la sabiduría de la virtud y las artimañas de la seducción. Helena, deseosa de mantener indisputado su imperio sobre los hombres, ordena a Baltar que extravíe en el bosque a su rival Piedad. Los sirvientes, testigos oculares, manejan desde la mesa de la cocina las cartas del destino. Lo maravilloso y lo fársico irrumpen constantemente en el relato, como en una fantasía shakespeariana (El cuento de invierno) o en una comedia galante de Ingmar Bergman (El ojo del diablo). El convento, mazamorra de la sabiduría, es también la Babel donde los personajes utilizan indistintamente tres idiomas y donde abundan las referencias a la historia y a la mitología. De manera esquemática, los personajes encarnan los roles de Mefistófeles (Cintra), Margarita (Silveira), Helena de Troya (Deneuve) y Fausto (Malkovich). Hay más de un guiño de Oliveira a su compañero cineasta y amigo Jean-Luc Godard por el paralelismo de El convento y los temas de El desprecio: crisis de la pareja, omnipresencia del destino, recurso de la mitología (Homero), la Babel lingüística, el combate entre la pureza y la corrupción. Oliveira prescinde, sin embrgo, del tema de la fatalidad.
Estamos en el territorio de la comedia. En la escena más lúdica del filme, una serie de portazos señalan en un pasillo del convento la desavenencia conyugal y las primeras tentaciones del adulterio. Ni una palabra. Sólo un repertorio de gestos y actitudes (deseo, rechazo, provocación, indiferencia, lasitud) que el espléndido trío de actores (Malkovich, Deneuve, Cintra) transmite eficazmente. Todo ello se acompaña de luces que se encienden y apagan en el interior de las habitaciones, y que los personajes atisban desde la oscuridad, anhelantes. Hay que tener el oído ensordecido por Hollywood para pasar por alto este lenguaje. En el convento las paredes oyen y los monjes desaparecidos son testigos discretos, como aquel monje de piedra, con sus ojos vendados, que señala la llegada del día con las variaciones de la luminosidad sobre su cuerpo. ``De la oscuridad nace la luz orgullosa, que ahora reñirá con su madre, la noche''. El convento es el lugar mágico. Piedad desempolva los libros del archivo inmenso: Piedad se desvanece detrás de una pequeña nube de polvo. Helena surge desnuda del mar, camina descalza sobre la arena, se coloca una vestimenta griega y la cámara se mantiene siempre por debajo de su rodilla incluso para sugerir un beso a Fausto. Poderío de las imágenes de Oliveira y del sonido imperioso que las rasga ocasionalmente: música de Stravinsky (``The rake's progress''), Sofía Gubaidulina y Toshiro Mayuzumi.
Saudade de Deus, nostalgia de Dios, así define la casta Piedad la búsqueda de Fausto-Padovic en el convento. A la economía de imágenes y sonidos sucede el lenguaje de los personajes que parecen comunicarse entre sí a través de aforismos: ``El ingenio sin corazón no es nada'' o ``El mal siempre ejerce su poder sobre el amor sumiso''. A los 86 años, Manoel de Oliveira ofrece, con vitalidad siempre renovada, una prodigiosa lección de cine