MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Rentas congeladas
Juan se siente cada vez más acorralado por las acusaciones de su vecina, pero lo oculta y repite la frase que ha dicho toda la tarde: ``Yo no robé nada''. Zoraya, la carnicera, no se deja impresionar por el gesto inocente del niño; al contrario, avanza en su dirección para obligarlo a contestar rápido: ``Entonces ¿quién fue?''
La primera vez que Zoraya formuló la pregunta, Susana, la madre de Juan, le respondió con otra: ``¿Y de dónde saca que fue mi niño? A ver, dígamelo: ¿en qué se basa para acusarlo?'' La carnicera echó mano de una prueba irrefutable: ``Los del taller y la encargada de la tintorería vieron a Juan montado en la bicicleta''. Susana dudó un momento antes de volverse hacia su hijo: ``¿Es cierto?'' Sin darse cuenta de que con eso agravaba su situación, Juan afirmó que Tacho se la había prestado.
Fue suficiente para enardecer a Zoraya: ``¡Mentiroso! M'hijo dice que la agarraste sin permiso''. ``¿Y para qué iba a hacerlo? Sépase que mi Juan no tiene ninguna necesidad porque no le falta nada'', afirmó Susana triunfal. La carnicera soltó una risita irónica antes de asestarle un nuevo golpe a su vecina: ``Pues le faltaba una bicicleta, la prueba es que agarró la de mi Tacho... Pero mire, ya con usté no quiero seguir discutiendo. Que su escuincle me diga dónde la dejó o que nos la devuelva y se acabó. Nomás que ahora sé que con personas como usted no hay que meterse''.
Susana miró a Juan en espera de una respuesta. Al no obtenerla, zarandeó al niño como hace con sus plantas cuando quiere librarlas de plagas y hojas secas. El castigo fortaleció la posición de Zoraya que, dueña de nueva autoridad moral, hizo ver a Susana la conveniencia de vigilar las amistades de Juan y controlarlo. La carnicera terminó su retahíla de consejos afirmando en tono lúgubre que de seguro muchos delincuentes peligrosos habían empezado su trayectoria criminal como ladrones de bicicletas.
``¡Ni Dios lo mande!'', gritó Susana. Luego se dirigió a su hijo: ``Di la verdad: si tomaste la bicicleta... ¿No? Yo lo sabía. Tú no eres un niño malo, nunca nos has defraudado. Si lo hubieras hecho habría sido para tu padre y para mí algo terrible; pero más lo hubiera sentido tu abuelo... Una cosa así lo habría matado''. Juan cerró los ojos y siguió atrincherado en su defensa: ``Juro que yo no robé nada''. ``¿Deveras lo juras?'' Temblando, el niño asintió.
Doña Susana se desgañita insistiendo en que su hijo no es un delincuente, que ella le ha inculcado buenos principios y que demandará a Zoraya por hacer una acusación tan grave sin fundamentos: ``Ahorita que llegue Luis Antonio voy a decirle que nos lleve a la delegación. Por Dios que levanto un acta''. Luego, ansiosa de apoyo, se dirige a los vecinos que acudieron al oír la gritería: ``No es justo que esta desgraciada venga a insultarme a mi propia casa. ¿Por qué tenía que hacerlo precisamente ahora, cuando tengo tantísimas apuraciones?''
Zoraya afirma que también tiene problemas y uno es lograr que Juan le devuelva a Tacho la bicicleta que con tantos sacrificios le compraron: ``Nos costó un dineral y seguramente este infeliz chamaco la malbarató por allí para comprar drogas o sabrá Dios qué cosa''.
Juan ve descomponerse el rostro de su madre exactamente igual que la noche del 24 cuando, a mitad de la cena, su abuelo Anselmo les mostró una notificación que acababa de recibir: el administrador del edificio le informaba que desde enero su renta mensual pasaría de catorce pesos a mil quinientos. Por ese motivo le suplicaba presentarse en sus oficinas de Palma para hacer nuevo contrato.
Cuando terminaron de leer el documento Luis Antonio y Susana permanecieron en silencio. Juan quiso saber qué sucedía. Su abuelo se lo explicó: ``Llegué a vivir aquí hace más de cincuenta años. Aquí nació mi hija, de aquí salió tu abuelita al cementerio. Siempre pensé que aquí iba a terminar yo también. Ahora sé que es imposible. Tendré que irme, pero ¿adónde?'' Juan no tardó en responderle: ``A nuestra casa. Allí estarás muy bien y no tendremos que esperar toda una semana para venir a visitarte''.
En aquel momento Juan no comprendió la sonrisa escéptica con que su abuelo agradeció su generosidad; pero la entendió más tarde, cuando, de vuelta a su casa, sus padres discutieron acerca del futuro de don Anselmo.
Juan vio a su padre dar vueltas por el cuarto y luego detenerse en la actitud de quien decide encarar a un enemigo poderoso: ``Mira, si tu padre se viene a vivir con nosotros cambiarán muchas cosas. Por lo pronto Juan tendrá que dejarle su cuarto y pasarse al nuestro''. Susana encontró de inmediato la solución a ese problema: ``Levantemos una pared que divida...'' De mala gana Luis Antonio reconoció que era una buena idea, pero enseguida mencionó el que consideraba un problema mucho mayor: ``Perfecto, pero ¿quién cuidará a tu padre cuando salga a la calle? Ya se ha perdido varias veces. Lo encontramos gracias a la ayuda de sus vecinos, que lo conocen; pero aquí ¿quién lo hará? Tú y yo trabajamos todo el día, Juan va a la escuela en la mañana''.
Contento ante la posibilidad de pasar más tiempo junto a su abuelo, Juan aseguró que él podría cuidarlo por las tardes. ``Nadie te preguntó'', le gritó su papá. Resentido, el niño se fue a su cuarto y desde allí escuchó el resto de la discusión. ``¿Qué hago? No quieres que mi padre venga aquí, en su departamento ya no podrá quedarse, a menos que nosotros le paguemos la renta...'' ``¡Estás loca! Con lo que tú y yo ganamos apenas nos alcanza'', gritó Luis Antonio desesperado. ``Pues busco otro trabajo o veo de dónde saco el dinero...'' ``Pero ¿de dónde? ¡Dímelo! Sólo que te lo robes...'' ``Pues si fuera necesario, lo haré... Compréndelo, Luis Antonio, es mi padre. Si lo sacamos de su casa, se va a morir.''
Juan suspiró aliviado cuando oyó más suave la voz de su padre: ``Yo sé que es duro lo que te voy a decir, pero piénsalo tantito y verás que tengo razón: el mejor sitio para tu papá es un asilo. Sé que hay algunos bastante agradables. Allí tendrá personas de su edad con quienes hablar''. ``¡No, jamás! No puedo hacerle eso'', murmuró Susana. ``No eres tú la que se lo hace: es la vida. Bastante bien le fue pagando catorce pesos de renta durante cincuenta años. Sabíamos que se iban a terminar las rentas congeladas.'' ``Pero ¿por qué ahora? ¿Te imaginas todos los viejos que estarán en la situación de mi padre? ¿Qué hago con él, Luis Antonio? ¡Ayúdame!'' ``Ya te lo dije: lo mejor es el asilo.''
Juan se sobresaltó al oír el golpe de una silla azotada contra el suelo y después el grito de su madre: ``Soy su hija, tengo que procurar que pase bien el resto de su vida''. ``Claro: aquí don Anselmo estará muy bien. ¿Y nosotros? Todavía no lo traemos y mira los problemas que ya nos causa''. El comentario de su padre lastimó a Juan que, aun oculto bajo una almohada, alcanzó a escuchar un portazo y después el llanto de Susana. De puntitas se acercó a ella: ``¿Lloras porque mi papi se fue?'' ``No: por lo que le sucede a tu abuelito.'' ``¿Se va a morir?'' La madre tardó en responder: ``Si lo sacamos de su casa, creo que sí. Piensa: si una planta resiente el cambio de un rincón a otro, cómo lo resentirá una persona que ha pasado su vida entera en una casa''.
Juan abrazó a su madre y se hizo dos promesas: conseguir dinero a toda costa para la renta de su abuelo y nunca llegar a viejo.
Las repite cada vez que Zoraya lo asedia a preguntas y él contesta automáticamente: ``Yo no robé nada''. Pronunciar la frase le desagrada, no porque sepa que está mintiendo sino porque lo distrae de sus cuentas mentales: le faltan novecientos veinticinco pesos para reunir lo de un mes de alquiler. Eso significa que tendrá que esforzarse mucho más. Lo hará, pero negociando de otra forma. No quiere que se cumpla el vaticinio de Zoraya: ``Seguramente los grandes criminales empezaron como ladrones de bicicletas''.