La Jornada Semanal, 29 de diciembre de 1996


La última escena

Francisco José Amparán

Francisco José Amparán (Torreón, 1957) es un prolífico y versátil cuentista. Sus libros más recientes son Otras caras del paraíso y Es otra la felicidad. Amparán alterna la docencia con la corrección de su más reciente manuscrito, Góticos y mágicos.



La profesión de crítico, es sabido, resulta una de las más azarosas: no sólo tiene uno que entrometerse con la creatividad de otros, también se ve en la necesidad de espulgar técnica, metódicamente, lo que debería de consistir simplemente en goce. Y claro, exponerse a la ira justa o injusta de quienes se sienten agredidos por nuestra opinión. Al contrario de lo que pensarían muchas personas ajenas al medio, lo que diga la masa a la que se conduce mediante nuestras sesudas disquisiciones no resulta en mayor grado preocupante: por lo general, su criterio está conformado mucho antes y más allá de lo que digamos en la columna periodística; sólo canalizamos sus rencores, preferencias y manías preconcebidas. Cada quien habla de la feria como le va, cada uno lee la crítica según su particular entendimiento. En mi vida, no pasa de media docena la cantidad de espectadores que me han confesado haber cambiado su punto de vista debido a mi sabiduría. Pero ello no me halaga, duele ni consuela: son gajes del oficio. La cuestión es asumir este conocimiento, esta conciencia, con humildad: el crítico es un mal necesario, y por necesario debe existir. De qué otra manera tendrían los creadores la imagen especular que necesitan más allá de las colas ante la taquilla y las vociferaciones y aullidos de los estrenos?

Que somos frutos de la envida y la impotencia es también inexacto: no creo conocer un sólo crítico un crítico auténtico, no un francotirador ocasional, o un bilioso amargado que tira sus dardos contra todo y contra todos que haya deseado, o soñado siquiera, con ser creador. Pertenecemos a una casta especial, sagrada: los que ven desde afuera. Claro, lo mismo hacen los espectadores. Pero la diferencia estriba en que el producto de sus emociones, pensamientos y reacciones no constituye su trabajo. El nuestro es, precisamente, dar salida a lo que la obra nos mueve adentro. Estarán de acuerdo en que no deja de ser un oficio interesante. Mal pagado, quizá, pero interesante. Y que tiene múltiples beneficios extra: se conoce a mucha gente fuera de lo ordinario; ocasionalmente se puede viajar, con el pretexto de asistir a festivales y reseñas; y, sí, se tiene cierta sensación de importancia, de poseer una relativa potestad para crear y destruir reputaciones y famas... lo que no deja de ser halagüeño.

Sin embargo, como ya lo mencioné, la marca de clase de un buen crítico debe ser la presencia de una dosis de humildad. Y ello no por cuestión de bondad cristiana o represión espiritual interior, ni por la conciencia de nuestra muy relativa importancia, no. Simplemente porque uno puede estar equivocado. Y si el común de los mortales odia equivocarse, los críticos sencillamente lo aborrecemos: es anatema. Porque, después de todo, para nosotros resulta particularmente nefasto. Es una especie de negación de la esencia. Y eso, lo sabemos, le resulta aberrante al Universo.

Mi mayor lección de humildad la recibí hace ya muchos años, quizá diez. Por entonces se iniciaba una "nueva ola" del cine nacional... lo que ocurre, en promedio, cada tres lustros. Uno de los noveles directores, el Chato Galindo, era, paradójicamente, un viejo conocido mío, quien había incursionado previamente en el campo como guionista. La película, a decir verdad, me había gustado, aunque no le había dado el crédito que se merecía: le encontraba algunos huecos que me parecían inexcusables en un hombre con la experiencia del Chato. Y en estenegocio no hay compadres de pila; o mejor dicho, se es más duro con los conocidos que con los desconocidos.

Al Chato me lo topé en el coctel de inauguración de la exposición de pintura con la que Clarissa Meléndez trataba de demostrar, en aquel entonces, que sus cualidades plásticas eran tan egregias como las histriónicas, logrando el efecto opuesto: si como actriz era regular, como pintora era execrable. Sin embargo, por simple solidaridad, buena parte de nuestro mundillo se dio cita en conocida galería (como lo apuntó la prensa de sociales de entonces... y como lo apunta hasta la fecha) para constatar y apoyar este nuevo talento de la multifacética Clarissa.

Me acercaba a la mesa que tenía la charola de canapés menos devastada, cuando sentí una manaza cayendo por gravedad sobre mi hombro derecho. Me volví, y casi le tiro al Chato la copa de vino blanco que portaba cual escudo contra posibles admiradores enfebrecidos.

"Ese mi Ray. Dichosos los ojos", me saludó afable.

"Chato. No te había visto... por aquí." Con el gesto abarqué la exposición y mi disgusto por lo que había contemplado.

"Acabo de llegar. Siempre me programo para entrar justo cuando empiezan a servir el brindis." Con un trago refrendó el motivo de su comparecencia. "No soporto los discursos previos."

"Tienes razón hice por un canapé con huevos de algún pez remotamente emparentado al esturión, pero hay que estar con Clarissa en las buenas y en las malas."

"Sobre todo en las malas", apostilló sombríamente, pasando la vista por las paredes. Luego atajó a un mesero que portaba una charola con vinos y se reabasteció. Siguió un instante de silencio, que interpreté correctamente: el Chato quería hablar conmigo; de no ser así, hubiera aprovechado el momento para un "Mira, ahí anda la Chiquis. Bueno, nos vemos" y largarse. De manera que yo me hice tonto degustando aquella sustancia misteriosa. Finalmente, habló el Chato:

"Me barriste y me trapeaste, Ray", y se refugió en un nuevo trago.

"Eres injusto. Sabes perfectamente que me gustó El cuarto de en medio."

"En tu crítica no lo pareció." Se encontraron nuestras miradas, y esperé que no estuviera ya demasiado borracho.

"Bueno, Chato. Supongo que eres consciente de que hubo muchos agujeros en la edición final. Y eso me extrañó de un conocedor como tú." Traté de halagarlo por el lado de su erudición. Fallé.

"Quizá. Pero si supieras qué abrió esos huecos... tal vez no hubieras sido tan... quisquilloso." Una turbia sonrisa intentó hacer juego con la mirada. Lo consiguió.

"Oh, vamos, no estés de quejumbroso", repuse, "en mi vida he escuchado miles de discursos lacrimógenos sobre las dificultades en el rodaje; y no pensaba oír otro. Broncas siempre ha habido. El problema fue la edición... y esa escena final que..." Me detuve: noté que el pulso del Chato, de por sí no muy firme, se volvía de maraquero: empezó a temblar notoriamente, al tiempo que empalidecía mientras miraba fijamente su copa.

"Te sientes mal?"

"La escena final... dijo como al vuelo; pareció recuperarse: ...eso es exactamente a lo que me refiero..." No seguía el hilo de sus pensamientos, y se lo dije:

"No te entiendo."

"Esa escena final... sí, pésima. Pero no nos quedó de otra."

"No les quedó de otra? Tan mal andaban de presupuesto?"

"No... parecía que le hubieran anunciado el agotamiento de todo el vino blanco del mundo ...tú no entiendes."

"Quizá lo haga si me lo explicas."

"Bueno. Creo que te mereces esta historia."

Nos fuimos a un rincón de la galería, donde había algunas sillas, suficientemente alejados de los cuadros y los canapés como para asegurar privacidad, pero no como para hacer peligrar el abastecimiento etílico del Chato. Ahí nos aposentamos, uno enfrente del otro. El Chato le hizo una eficaz seña al mesero para que no se olvidara de él. Luego acercó mucho la cara, para hablarme en secreto, aunque conservó el mismo volumen de voz. Resultaba algo incómodo.

"Esa filmación fue una pesadilla", empezó el Chato con toda originalidad.

"Bueno, todas lo son, en mayor o menor medida", me solidaricé.

"Sabes lo que es trabajar con Irina Sanchezviesca y Adolfo Landó al mismo tiempo?"

Lo sabía vicariamente. Ambos tenían fama de ser auténticas vedettes. Por supuesto, los conocía personalmente; pero no me habían parecido más fatuos ni inconsecuentes que otras muchas figuras del medio. Asentí.

"Me han dicho que son difíciles. Juntos ha de ser mucho peor."

"Y que lo digas rumió mirando su copa. Si supieras de los caprichos de Irina, creerías que se trata de Jodie Foster o Elizabeth Taylor en sus meros moles. Figúrate que un día no quiso empezar el rodaje hasta que no le sirvieran machacado con huevo en el desayuno. Se lo tuvieron que traer de un pueblo que estaba a 40 kilómetros... y luego le dio con él al tramoyista que se lo llevó, porque estaba frío."

"Dios mío."

"Y el payaso de Landó no podía hacer una toma de diez segundos sin perder veinte minutos en que le retocaran maquillaje, peinado y vestuario. El set parecía congreso de Neuróticos Anónimos. Todo el mundo estaba bien erizo."

"Ya me imagino..." Aquello me empezaba a aburrir: el Chato no me había dicho nada extraordinario. Y de ninguna manera explicaba las elementales fallas perceptibles en la cinta.

"Pero eso no es lo peor... el Chato llamó al mesero, hizo acopio de bastimentos de boca y guerra para ambos, y continuó: para acabarla, Irina le empezó a coquetear a todo el mundo."

"También a Landó?" Aquello sí que era novedad.

"Sí, de hecho, al principio, especialmente a él. Más bien por cocorearlo, sabes? En las escenas de pasión le pegaba hasta mordidas."

"Visibles?" Caí en el morbo más elemental.

"Una en el hombro. Tuvimos que ponerle camiseta en la escena de la alberca."

"Francamente fellinesca", recordé.

"Bueno, en parte ésa era la intención. Adolfo estaba que trinaba... aunque, claro, le encantaban, en cierta forma, aquellos desplantes. Se sentía soñado. Después de todo Irina no está de mal ver."

"Buenísima", consentí. "Entonces, todo el problema fue tu pequeña Noche de la Iguana? Ya sé: a tu película podríamos llamarla, aquí entre nos, La tarde de la lagatija..."

"Que lagartija ni que la madre", cortó el Chato, con más fuerza de la necesaria. "Aquello fue un pleito de Godzilla contra Mantra."

"Monthra. La mariposilla monstruosa se llamaba Monthra."

"Como sea me miro con rencor, eso sólo lo saben las ratas de matiné, como tú."

"Gremio al que perteneciste mucho tiempo, estimado Chato. No niegues la cruz de tu parroquia. Pero volví a centrar el tema no me salgas con que, por razones pasionales, la estructura de El cuarto de en medio salió con las patas."

Cerré la boca como ratonera: no tenía caso herir susceptibilidades. Pero el Chato ni cuenta se dio.

"El asunto de Irina y Adolfo no hubiera causado mayores problemas, de no ser porque la cabrona metió a Ramiro en el ajo."

"Ramiro?" El Chato volteó a verme como si yo fuera un supino ignorante.Me clavó una mirada que empezaba a hacerse vidriosa, y luego sonrió con displicencia:

"Ah, es que tú no eres del medio. Supongo que no conociste a Ramiro... Y el secreto se ha mantenido..." Nuevo trago, alarmantemente prolongado. "...Hasta eso, nadie ha abierto la boca."

Me sentí herido en mi orgullo profesional. Yo era del medio. Aunque, irónicamente, no sabía de qué secreto estaba hablando el Chato... lo que me hería más aún. Lo cual me desesperó:

"Bueno, ya estuvo suave de hacerle al thriller. Quién es ese Ramiro! Y qué secreto te traes... se traen? Desembucha."

Miró la copa como si se tratara del hermano perdido en el mercado veinte años atrás. Suspiró ruidosamente y llamó de nuevo al mesero. Sólo tomó una, desdeñándome, quiero pensar que inconscientemente. Carraspeó, tragó saliva y se preparó a relatar la historia secreta... la cual se moría por contarme.

"Ramiro era un tramoyista ya de tiempo. Muy serio, muy formal, era considerado como de los más profesionales y confiables del staff."

"Edad?"

"Como tú... unos cuarenta."

Acepté el bofetón con imperturbabilidad ismanlí: en aquel entonces tenía 37, y él era de mi edad, y lo sabía perfectamente.

"Y qué tiene que ver con los huecos de la película?"

"Vamos por pasos y tomó el siguiente trago de su copa. Resulta que a los dos o tres días de grabación en la hacienda donde filmamos exteriores, los compañeros empezaron a cabulearlo. Era fácil ver por qué: el pobre estaba enamorado hasta las patas de Irina."

"Válgame!"

"Y fue tanta la carrilla, que salió la apuesta: a que no le confesaba su amor. Se juntó buena polla. Hasta hubo gente del reparto que le entró."

"Y tú?"

"Yo veía todo aquello como parte del show, del ambiente en el set. Que aquel pobre estuviera enamorado de Irina, que la tuviera ahí cerquita, y a veces desnuda, ni me iba ni me venía." Y de pronto estalló: "A mí por qué tenía que importarme? Yo qué podía saber?"

Me sobresalté. En ese momento temí que fuera a hacer un papelón de borracho violento. Lo apacigüé y él rápidamente se repuso:

"Okey, okey, no tenías por qué."

"La cuestión es que el pobre aceptó la apuesta... y en un descanso, ahí va con Irina. Ella estaba sentada detrás de las cámaras, limándose las uñas. Ramiro fue, y como pudo, le confesó su amor. Todo el equipo estuvo pendiente, haciéndose güey. Hasta yo me puse a tontear por ahí, parando oreja", reconoció avergonzado.

"No me digas: Irina se carcajeó."

"Pues no. Supongo que era lo que todos estábamos esperando, pero no. Puso cara de sorpresa, y luego sonrió... sonrió.. no sé cómo explicártelo. Como que algo se le había ocurrido en ese momento. Y sí, supongo que en ese instante se le prendió el foco. Para no hacerte el cuento largo, no sólo no lo mandó por un tubo, sino que le empezó a dar entrada a Ramiro. Cada día más. Y aquel pobre, imagínatelo: voladísimo."

"Qué méndiga."

"Pero inteligente. Le dio en su mera pata de palo a Landó. Aquél, que se sentía soñado, y ésta que lo dejaba hablando solo entre toma y toma para irse a echar su Cocacolota con Ramiro. Olvídate, las que se armaron!", giró los ojos, evidenciando que él no lo había olvidado.

"Así que el enchinche total en el set..."

"Sí. Hubo tomas que tuvimos que repetir seis veces, porque Landó casi madrea a Irina, en vez de intentar hacerla mamá!"

"Tan celoso así, Landó?" Me asaltó una duda. "Cómo no pudo percibir que aquello era un rejoneo de Irina?"

"Lo que pasa es que Irina le echaba todos los kilos. Le metía unos fajezotes al pobre Ramiro delante de todo el equipo... aquí bajó la voz, en tono perfectamente conspiratorio: ...No dudes que lo haya metido en la cama, para hacerle al método Stanislavsky."

"Vaya! Qué profesionalismo."

Para entonces el Chato era impermeable por lo húmedo a la ironía.

"La cuestión es que, cuando cerramos la filmación, se destapó todo. La última escena ocurría en el balcón de la casa de campo..."

"Momento, ésa no es la última escena", respingué. "Precisamente ésa es una de las principales fallas. La secuencia final ocurre en la estación del tren. Muy deslucida, sin sentido..."

"Eso fue lo que viste. En realidad, la última escena era en el balcón prosiguió imperturbable. Y, de hecho, también fue la última que rodamos, un mediodía. Luego siguió el proverbial brindis de cierre, en la misma hacienda donde terminamos de rodar. Y ahí fue dónde: en plena pachanga, Irina decidió congraciarse con Landó. Y sobres: se la pasó manoseándolo toda la fiesta. Y el pobre Ramiro, que hasta traje se puso para el convivio, arrastrando la cobija, como ánima en pena. Al fin, el pobre cuate se le arrimó a Irina y le reclamó su actitud."

"Ya me imagino lo que ocurrió", dije con un escalofrío.

"Sí. Irina lo despachó con cajas destempladas. Le dijo que si no se daba cuenta de quién era. Que todo había sido un juego. Que no la volviera a molestar."

"Hija de la chingada", comenté, objetivo.

"Sí. Pobre Ramiro. Se fue como perro apaleado, con el rabo entre las patas. Y aunque aquello dejó mala vibra, la pachanga siguió. Hasta que Jobito..."

"Quién es Jobito?"

"El continuista respondió, concentrado en el relato. Jobito llegó corriendo y gritando. Como para entonces ya la gente anda incróspida, no se le hizo mucho caso en un principio. Pero luego fuimos a ver qué mosca le había picado, y... ahí encontramos a Ramiro."

"No!", dije con un estremecimiento.

"Sí. Ramiro se había colgado del balcón", remató con un suspiro.

Guardamos silencio un minuto, libando con nuestras copas aunque la mía estaba casi vacía. La historia me había impresionado.

"No supe nada", dije.

"No. Quedamos que pobre del que hablara. El representante de Irina nos amenazó con quién sabe cuántas demandas si alguien abría la boca... como si tuviéramos muchas ganas de quemar la película con un asunto de suicidio. Ahí sí el que nos cuelga es el Chanate." El Chanate Mijares había sido el productor de El cuarto de en medio.

"Todo se redujo a una noticia de página roja del periódico de por allá volteó a verme con sorna. La prensa de provincia siempre se porta cuata." Toreé la añagaza con garbo y pregunté.

"Y qué pasó con Irina?"

"Superficialmente no mostró mayor emoción. Pero me late que sí le caló. Después de todo, habia sido culpa suya. Y claro, de Ramiro, por crédulo." Aprovechó la pausa para chistar al mesero, a quien parecía hacerle cada vez menos risa estar sirviendo a aquel par de ebrios. La concurrencia iba raleando. Ya reabastecidos, bebimos en silencio. Hasta que me volvió la lucidez:

"Por eso quitaron la última escena, la del balcón?"

"No, claro que no", apuró lo que restaba de la copa de un trago.

"Entonces?"

"Fue a la hora de editar. El montaje le tocó al Zurdo Iracheta. Por supuesto, él no sabía nada de Ramiro. Un día, el Zurdo me llama a la oficina, pidiéndome que vaya a la sala de montaje porque había una escena muy rara. Me dijo cuál era. Correspondía a media película, y yo la recordaba más o menos con claridad: no había tenido mayores problemas. Pero ahí voy. Tú sabes que el Zurdo es muy bueno."

Asentí.

"Así que no debía de ser cualquier cosa. Llego, me pasa la escena en la editora y..." Noté que estaba sudando notablemente, pese al excelente clima artificial de la galería. "Era una escena muy simple continuó: Irina y Landó discutiendo alguna intrascendencia en el jardín, bajo el balcón... Y al principio, era lo que aparecía. Pero al abrir la toma..." Se detuvo, tragó saliva y luego volteó a todas partes, como sin saber a quién recurrir para que le ayudara a continuar.

"Qué pasó?"

"Ahí estaba!", exclamó; casi me hace soltar la copa: "...Ramiro pendiendo de la cuerda, al fondo. Medio borroso, pero era él."

Me sobrecogió un severo, profundísimo escalofrío.

"Que qué?"

"Como lo oyes. Al fondo se veía a Ramiro, colgado, balancéandose, como lo hallamos aquella tarde. Y lo mismo en todas las escenas que Irina rodó ahí. No se salvaba ni una."

Aunque conocía la respuesta, por su actitud, por su voz, me veía obligado a dudar:

"No me estás embromando, verdad?"

Volteó a verme, palidísimo:

"No. Claro que no. Por eso notaste tanto bache. Tuvimos que suprimir unas seis escenas, porque en todas salía Ramiro. Y, por supuesto, Irina se negó a volver a rodar ahí, o en cualquier lado. Y eso que ni siquiera supo lo que se veía. Simplemente le dijimos que el rollo había salidodefectuoso. Pero su representante nos dijo que ella no quería volver a filmar en aquella hacienda ni loca. Después de todo concluyó sí tiene conciencia."

No dijimos nada más. Me despedí como pude, y dejé al Chato solo con sus elucubraciones. Lo he vuelto a ver muchas vecesdespués, pero jamás hemos comentado una palabra sobre Ramiro. Sólo quise consignar esa bizarra historia como ejemplo del porqué de la necesidad de ser humildes en esta soberbia profesión. Y para que, en un futuro, cuando se publiquen estas líneas, los críticos del porvenir se expliquen el rápido eclipse profesional de Irina Sanchezviesca; y que no juzguen tan severamente al Chato, y comprendan el porqué de las perceptibles fallas de El cuarto de en medio (Galindo, 1988).