La Jornada Semanal, 29 de diciembre de 1996
Al pie de una ceiba, Mauricio cayó exhausto. El sudor
corría por su nuca en finas y continuas gotas que le empapaban
el cuello de la camisa. Nunca le había gustado
sudar. Acostumbrado a ir en su Ram Charger de su departamento a la
agencia de publicidad donde trabajaba, solía mirarse
atentamente al espejo para descubrir cualquier vestigio
sudorífero, y pasarse el pañuelo si era necesario. Cada
vez que lo hacía, se convencía de lo desagradable que
era una gota de sudor en la sien, o de que la cara luciera una
película de grasa. Era un descuido que no se permitía,
ni andar despeinado tampoco. Cuando vendemos imagen pregonaba a
su alredor debemos empezar por nosotros mismos. Pero ahora
estaba ahí, enclavado en ese paseo al que lo había
invitado Rocío, la ejecutiva de cuenta más hermosa y
brillante de la empresa; paseo que a sólo dos días de
haberse iniciado en principio duraría un fin de
semana empezaba a odiar con toda el alma.
Una idea cruzó por su mente: tenía que quedarse el resto del paseo? No podría marcharse ya, en ese instante, y mandar todo al diablo?
Se dio cuenta de que se había quedado muy atrás. Le era difícil mantener el paso de los demás, es decir de Rocío y Saúl. Y eso que se había entrenado a fondo se decía para solventar su conciencia, corriendo hasta cuarenta minutos todas las mañanas en el Parque México. Cuando en el trabajo Rocío le había preguntado si tenía la suficiente condición física como para darse una vuelta por la selva "iremos a la cabaña de Saúl, que está casi en el corazón de la selva", él había dicho que sí, que no en balde practicaba squash y pertenecía a un club de excursionistas, y que unas jornadas por la selva no le caerían nada mal "para aflojar los músculos", había concluido con una sonrisa de pómulo a pómulo.
Pero ahora no podía más. Las piernas no lo obedecían. Caminaba y las botas se hundían en el manto de hojas que cubríael suelo "Dios mío, un pantano!", había exclamado la primera vez que sintió esa masa reblandecida bajo los pies, ese insoportable manto que le llegaba hasta más allá de los tobillos impidiéndole avanzar con rapidez y dificultándole por partida doble cada paso que daba. Así pues, sentarse un momento no le vendría mal; estaba harto de caerse, de tropezarse con enredaderas que parecían correr como serpientes por el suelo, o bien eludir las ramas que, a veces grandes y a veces pequeñas, se precipitaban desde las alturas en medio de un chasquido de hojas secas. Aunque, de los males el menos, sonrió al recordar que se había untado en toda la piel el repelente para insectos.
Miró hacia el cenit y acaso distinguió un finísimo rayo del sol que se filtraba entre la espesura del follaje. Lo invadió un estremecimiento que no supo si atribuir a la soledad que lo imbuía en medio de tanta vegetación, o simplemente al miedo. Arriba de él no había más que follaje, ramas y hojas estrechamente entrelazadas que semejaban una masa compacta por la que apenas cabría el hilo de una telaraña o un finísimo haz de luz. Sacó su pañuelo y se limpió el sudor, que esta vez brotaba en su frente a modo de gotitas de rocío.
Rocío, qué idiota había sido en intentar seducirla. Ésta era una trampa que ella le había tendido, se dijo con una claridad que a él mismo le pareció inusitada. Justo para humillarlo, para demostrarle que no era un hombre resistente, capaz de someterse a cualquier prueba. Qué ironía, pensó mientras se sobaba una pierna, qué ironía que hubiera despreciado las advertencias de sus compañeros de trabajo de que se fijara con quién, de que Rocío era famosa por el impacto que causaba entre los hombres y por la prepotencia con que los trataba,y que de ninguna manera era de fiar. Más de dos de quienes su nombre se decía silenciosamente cuando se les traía a colación no habían tenido otro remedio que bajar la cabeza delante de ella, o bien tímidamente volverla hacia un lado si se la topaban en algún pasillo o en el elevador. Y qué dichosa corría la voz se sentía ella a causa de estos lances; por eso cuando le había propuesto ir de excursión él había aceptado: "Si ella aguanta yo aguanto, y de mí se va a acordar", se había repetido mientras mascaba un chicle con sabor a pasta de dientes.
Aquel pensamiento cobró más fuerza:Y si se iba?, si se retiraba? Qué pasaría? Si en ese momento, en ese preciso y exacto momento, en lugar de dirigirse hacia su derecha y alcanzar a Rocío y Saúl, giraba hacia su izquierda, hacía el lado contrario, qué le dirían? Él podría alegar que había decidido regresar intempestivamente por una causa de fuerza mayor "un presentimiento", por ejemplo. O hacer acopio de coraje y decir que simple y llanamente se había sentido harto, fastidiado de perder así su tiempo. Esta fórmula le gustó más, le pareció que le daría realce a su reputación. Tomar una decisión así lo haría quedar como un hombre de temple y firmeza. Por el regreso no se preocupaba: aunque llevaban más de un par de horas caminando, no corría el menor riesgo de perderse; el sendero le indicaría el camino correcto hasta la puerta misma de la cabaña. Desde luego, les dejaría un mensaje explicándoles sus razones. En fin, traía su Ram Charger y Saúl tenía a la mano su jeep para emprender el regreso cuando les viniera en gana, a él y a Rocío.
Aseguró las agujetas de sus botas. "Un detalle como las agujetas te puede hacer perder el equilibrio y provocarte un accidente", le había aconsejado Saúl. Ah, cómo lo odiaba. Director de arte de la agencia, obligadamente debía tratar con él todos los días y soplarse su talento, que lo tenía, y mucho. Cuando se enteró de que era homosexual lo invadió una sensación de superioridad. Es un don nadie, aunque sea bueno es un don nadie, se repetía desde entonces cada vez que se dirigía al área de diseño. Aunque también debía reconocer que era un anfitrión excelente, que se había desmedido por atenderlo a cuerpo de rey; incluso había guisado su platillo favorito: milanesas con puré de papa. Y vaya que le habían quedado deliciosas. "Hacía mucho que no había hecho milanesas", fue el único comentario que hizo cuando Mauricio las calificó como las segundas mejores milanesas que había probado jamás. "Y cuáles son las primeras?", preguntó Rocío. Mauricio no respondió nada, aunque estuvo a punto de decir que las que su madre acostumbraba prepararle. Cuando había vivido con ella. Los últimos diez años de vida de la señora. O quince? A veces no lo recordaba con exactitud.
Un ruido llegó hasta él. Uno de los muchos de la selva. Sabía que era la voz de un animal, tenía que serlo. El sonido prolongado y profundo, que penetró largamente hasta lo más hondo de su ser como si sus oídos fueran el camino más corto hasta su corazón, no le dejó lugar a dudas. Sin embargo, aun en el caso de que fuera un animal, podía tratarse de un engaño; es decir, de alguien que imitara perfectamente esos sonidos. Era poco probable, por supuesto, pero no imposible. No había visto cuando menos una docena de películas, de esas que alquilaba cada fin de semana, no había visto que ése era el modo de acercarse a su víctima, mediante la emisión de trinos de pájaros, chillidos de felinos o batir de alas? Pero, quién se atrevería a acercársele y por qué iban a hacerlo? Qué ridículo, se dijo mientras hundía las manos en su cabello. Distinguió un ruido más, y otro más allá. Nuevamente, lo sobrecogió el estremecimiento provocado por el miedo. O quizá por el terror. Pues terror y miedo no estaban encimados, no eran inseparables, le repetía su madre luego de que le leía cuentos de Poe, cuando era todavía un adolescente, casi un niño?
Me iré?, se preguntó. Parpadeó varias veces por una gota de sudor que había descendido hasta su ojo. A la derecha están ellos, a la izquierda librarme de su presencia y de esta endemoniada puta selva. Se puso de pie y miró con un rencor infinito todo lo que lo rodeaba, aquella vegetación verde y exuberante. Qué horrible es, se dijo, y qué implacable. Que se vayan al diablo, quería proferir esa sentencia y largarse de ahí de una vez por todas. Solamente dos horas lo separaban de su mundo, de su Ram Charger, e iba a dar el primer paso cuando escuchó su nombre. Mauricio! Mauricio!, gritaban, más alto aún que los sonidos propios de la selva. Las voces provenían desde una distancia indefinible. Rocío y Saúl venían en camino, regresaban por él. Quién lo hubiera pensado: se habían preocupado por su retardo cuánto tiempo llevaba ahí: cinco minutos, diez, quince? Lo ignoraba. Pero ahí estaban, a sólo unos metros. Una sensación de alivio acompañó su exhalación prolongada. Tomó aire y él fue el primer sorprendido cuando de sus labios brotaron palabras que al momento ya se habíanarrepentido de pronunciar: Rocío! Saúl! Aquí estoy! Aquí estoy!, gritó, tan fuerte como el aullido de una garganta animal.