Alberto Palacios
Despertares
Abrió los ojos con dificultad, entre nubes de luz y un olor desagrable. Creyó oír música distante, voces ajenas entrecortadas. Sintió el tubo en la boca como un gran estorbo, rígido y lacerante. Luego las manos dormidas y las piernas como inertes, que no respondieron a su deseo de moverlas. Estaba boca arriba, amordazado, bañado de una luz neón, constante, que le impedía fijar la vista. Lo atacó súbitamente la convicción de estar muerto, pero al sentir angustia, acompañada de una opresión dolorosa en el pecho se percató de que aún vivía. Cerró los párpados y trató de enfocar las últimas imágenes que recordaba. Ahora le ardía el estómago y sintió náusea o sed. Un repiqueteo continuo, metálico, encima de su cabeza y el soplo acompasado del ventilador, que no pudo discernir de su propia respiración, lo acabaron de situar.
La viñeta que describo, detalles más o menos, podría aplicarse a un sinnúmero de pacientes que despiertan de una agonía, de un traumatismo cerebral, de una pérdida de conocimiento prolongada o, sencillamente, tras haber sido operados y recuperarse de la anestesia. Es del todo probable que esta reencarnación ocurra en la soledad de una sala de recuperación o en un cubículo de terapia intensiva. Sin compañía, sin miradas o voces conocidas, en un mundo enteramente ajeno, en cualquier momento del día o de la noche. La angustia de muerte que experimenta nuestro enfermo imaginario es bien conocida. Emerge desde la vulnerabilidad más primitiva, que supone la regresión a un estado preverbal, donde lo físico se confunde con lo emocional. Se parece mucho al trauma del nacimiento.
Nacer es, por redundante que parezca, un fenómeno disruptivo y doloroso. Sea por atravesar el canal vaginal, impulsados mediante paroxismos, o peor aún, en la erupción sangrienta de una cesárea. Nacemos ansiosos de aire, deslumbrados, expulsados al frío ambiental después de pasar un periodo maravilloso de protección, crecimiento y arrullos atenuados, en un manto húmedo de calor continuo. Por fortuna, está mamá, que no es igual por dentro que afuera, compensa con su amor nutritivo e imprescindible.
El lenguaje primario con nuestra madre nos deja una impronta indeleble a lo largo de la vida. Los códigos aprendidos en esa temprana etapa, cuando somos más maleables e influenciables, determinarán las pautas de conducta ulteriores. Ese primer intercambio de pasiones, temores, sobresaltos, caricias y emociones, nos va enseñando, casi sin advertirlo, quiénes somos y dónde estamos, cuáles son las dimensiones del mundo: dónde empieza el otro y acaba el nuestro.
En una primera fase, el bebé se percibe como fusionado con su madre. Llora y recibe estímulos tactiles placenteros, que lo consuelan y adormecen. Lo despiertan espasmos de hambre, incómodos, apremiantes. Llora de nuevo y un líquido tibio y espeso lo va calmando, mientras traga al compás del rítmico latido del pecho materno. Poco a poco su concepción del mundo circundante es más nítida. Esa representación corporal arcaica va cediendo a los contornos de su propio cuerpo, invistiendo ciertas zonas de erogenicidad o disgusto, según se identifiquen con sensaciones (síntomas) placenteros o ingratos. Si durante esta etapa la madre no consigue proteger a su bebé de estimulaciones o descargas traumáticas, la confusión preverbal no se resuelve y el lactante se queda con una incapacidad para distinguir entre la representación de sí mismo y del otro. El niño carece de los recursos adaptativos para comprender y defenderse de esa fusión incompleta. La relación con su madre, su presencia único horizonte que conoce, se convierte en un océano, en un vacío ilimitado. El niño corre el riesgo de proyectar sobre ese telón de fondo todas las expresiones de su megalomanía infantil. Así, la fantasía de tal océano interno regresa al mundo imaginario, preverbal, bajo aspectos pavorosos, persecutorios y mortíferos amenazando engullir la propia identidad, sin dejar de ser a la vez constantemente atrayente. Diríase que el mar siempre evoca la ambivalencia del origen: hundirse en el infinito ajeno, bajo el oleaje de la redención total... pero también la muerte.
El enfermo que regresa del olvido, del sueño anestésico y la identidad perdida, requiere de inmediato resolver sus contornos, como si volviera a nacer. Es preciso que médicos y enfermeras identifiquen este trauma del retorno, que sepan estar ahí, pendientes y dispuestos a situar los límites; que proporcionen un contacto reparador.
Está usted en la sala de terapia intensiva, señor Lázaro. No se asuste. Tiene un tubo en la boca para ayudarle a respirar, pero podemos entendernos con señales. Yo soy su enfermera, son las cuatro de la tarde y sus familiares están afuera esperándolo.
Como un beso maternal, como una caricia tan necesaria para mitigar el frío y la desnudez. Un mensaje que arropa y quita el miedo. Estamos aprendiendo a hacer mejor medicina en México y en Cuba, la que no envidia los recursos técnicos sofisticados de otras latitudes, la que brota de nuestro sentido humano y el amor irrestricto en el arte de velar por otros.