Dejaré a un lado los privados, en parte por decencia y en parte porque después de cierta edad uno deja de creer en milagros. Pero en lo que concierne a lo público es todavía decoroso hacerse ilusiones concretas e incluso exigir que se cumplan.
En realidad, el deseo es uno solo pero muy grande: ver drásticamente reducida la deuda externa de América Latina para el año que viene. Tenemos aquí tres aspectos. El primero es que se trata de una carga destinada a acrecentarse y que seguirá pesando como una roca sobre las posibilidades regionales de desarrollo económico con bienestar social. El segundo es que los gobernantes latinoamericanos tienen en general un temor reverencial a tocar el tema por sus repercusiones sobre las inversiones extranjeras en sus países. El tercero es la ligereza retórica de algunos sectores de izquierda que siguen clamando por moratorias unilaterales. Estamos en un berenjenal sin salidas naturales. La modernización regional a largo plazo será imposible (y políticamente peligrosísima) con una deuda externa como la actual. Y, por el otro lado, la moratoria unilateral de parte de un solo país implicaría riesgos intolerables. En orden de probable aparición, riesgos sobre las inversiones desde el exterior, la balanza comercial, el tipo de cambio, la inflación y el empleo.
Así que no queda sino una posibilidad, la de negociar a escala latinoamericana acuerdos políticos entre algunas de las principales economías de la región que permitan forzar, sin traumas excesivos, a las contrapartes internacionales a sentarse a la mesa de un nuevo arreglo global. Cuanto más tiempo se pierda en seguir este camino, más peligros se correrán en términos de turbulencia social e inestabilidad política y más dificil será vencer la resistencia de bancos, organismos internacionales y gobiernos extrarregionales. He aquí el deseo: que algunos de los principales gobiernos de la región comiencen en 1997 a discutir entre ellos, y seriamente, el asunto.
América Latina necesita crecer a tasas considerablemente superiores a ese flaco 3 por ciento que desde comienzos de los 90 ha sido la norma. Pero con la deuda externa actual es casi imposible suponer crecimientos considerablemente mayores en los próximos años. En la actualidad cerca de 140 millones de seres humanos viven en condiciones de pobreza (y 90 millones de ellos en pobreza extrema) en América Latina y de aquí al 2005 esta cifra debería crecer a cerca de 180 millones, según proyecciones del Banco Mundial. Ya no sabemos qué hacer ahora pero ¿qué haremos mañana cuando la desesperación produzca dos, tres o muchos Senderos Luminosos o MRTA o Farc u otras formas de suicidio heroico? Y aquí no se trata de casandrismos frívolos, se trata de una marcha ineludible a menos que desde ahora el camino del desarrollo regional se reactive en nuevas condiciones sociales. ¿Tiene algún sentido vivir cotidianamente al borde del abismo, encargando a los malabarismos cada vez más risibles de tecnócratas sobre-ideologizados problemas que requieren bien otras habilidades y conciencias?
Entendámonos, no se trata de revertir las estrategias de apertura externa o la marcha de las privatizaciones necesarias, se trata de evitar que la actual deuda externa impida, con sus duras restricciones al gasto público, acompañar la modernización de las economías regionales con las medidas sociales adecuadas.
La ideología de una liberalización que siempre desencadena energías productivas capaces de hacer frente a cualesquiera reto social, es esto justamente: ideología. No constituye ni una política económica ni, menos aún, una política a secas. He aquí, entonces, mi deseo para el 97: que los gobernantes de la región dejen de ser ideólogos econometrizados o sean sustituidos por otros concientes de los riesgos que nos esperan de no hacer ahora aquello que es necesario hacer. Feliz año a todos.