Sólo nos salva el fin del siglo al hacernos saber que el tiempo corre y no está detenido. Bajo los mismos lemas y discursos, los mismos propósitos y proclamas, vamos dejando que el país se nos escurra entre los dedos. Para unos, los cambios son rápidos; para otros, sumamente lentos, y mientras tanto, crece la destrucción de las provincias, aumenta la fuga de hombres y mujeres, y cunde por todos lados una premura por divertirnos, antes que el país sea entregado de manera definitiva.
De poco sirven los pronósticos cuando todos coinciden en mantener la paz a costa de que las cosas sigan iguales; de qué sirve el deseo, si la voluntad es ahora un delito condenable.
Somos un país complejo, donde ya hay de todo: a dos años de la insurrección de Chiapas, ya nos acostumbramos a la amenaza de más paz y a que esté condicionada a las movilizaciones militares en las calles, a la intervención telefónica, a vivir en la pesadilla que habíamos dejado atrás hace un siglo cuando se buscó enterrar al país; ya nos acostumbramos a la manipulación religiosa de la vida civil y a las medidas de fuerza de los poderes castrenses en política. Ya tenemos de todo: un buen mercado de narcotráfico; crímenes a la altura de un país del Primer Mundo, integrado a la gran nariz de Norteamérica; ya tenemos terror moderno, y ya no se puede andar en los caminos donde sólo tienen vida los pequeños pueblos con cuarteles; los caminos están llenos de retenes para justificar los nuevos gastos en armamento. No es que haya aumentado la delincuencia, el problema es más de fondo: se está desintegrando un país, la gran nación mexicana.
La clase política en conjunto, tan alejada y soberbia, ya no es el motor del cambio. Vale más la apariencia; hay un gran culto por las formas, y todos nos hemos convertido en una gran escenografía que al lanzar discursos por la paz, juega a quemar cerillos sobre un barril de pólvora. ¿Estallará el país?
¡Catastrofista! ¡Emisario del pasado! En 1997 habrá elecciones y si fracasa la idea del cambio, habrá otras en el 2000 o si no en el 2050. De aquí a entonces el PRI se irá transformando, autorreformando, al cabo que ya hay un presidente que se ha separado de él y nos hace cada vez más democráticos.
No hay motivo pues, para desearnos otra mentira, salvo que haya condiciones para una revolución democrática, que ya muy pocos consideran necesaria. Mejor no nos deseemos nada y respetemos nuestra inercia para el cambio que llegará algún día...
Si es para lo mismo, no nos deseemos nada a fin de hacer del pesimismo una ruta más real hacia el ajuste de cuentas, en vez de seguir haciendo el mismo balance repetido y ``optimista'' de los buenos propósitos, algo inútil para seguir haciendo lo mismo.
No podemos desear que el país se siga destruyendo y convirtiendo en el basurero de un casino