Rodolfo F. Peña
Congruencia

Cuando a l996 no le quedaban sino dos amaneceres, el gobierno y los guerrilleros guatemaltecos decidieron firmar al fin el acuerdo de paz que estaban negociando desde hacía un lustro. Ahora, Guatemala, país tan cercano a nosotros por la geografía y el afecto (también, frecuentemente, por la sangre misma) tiene derecho a la esperanza, ésa que los mexicanos no hemos logrado restaurar.

Digamos que el acuerdo fue para poner término a los enfrentamientos armados y a una inestabilidad social y política que duraba ya alrededor de cuatro décadas. Esto porque la paz, si no se habla de la sepulcrorum, es un concepto vivo, dinámico, que incorpora componentes cuya sustancia sobrepasa a la sola ausencia de guerra. Hay allí demasiados muertos, demasiados agravios, demasiadas heridas sin restañar; y, sobre todo, hay que ver cómo se logra un ethos económico y de relación social y política que sea de respeto y oportunidades para la población india y el resto de la gente pobre. Si no, al paso de las decepciones se agotará la esperanza y de nuevo las inconformidades estallarán con las balas.

Nos complace que el presidente Zedillo haya sido testigo del pacto de pacificación. Es un testimonio comprometedor, y más por el contenido de su discurso, lo que equivale a decir que lo es más por voluntad propia. No se puede afirmar tan cuerdamente que, en un momento crucial para la historia de Guatemala, la firma de la paz ``evidencia ante el mundo el triunfo de la política sobre la violencia, del diálogo sobre la intransigencia y de la racionalidad sobre la sinrazón'', y luego desechar en México la salida política a conflictos como el de Chiapas, cerrarse al diálogo y preferir la furia infernal bajo el cálculo de las ventajas militares.

Por eso hay derecho de creer que en Guatemala el mandatario mexicano refrendó el compromiso de promover las reformas constitucionales sobre los derechos y las culturas indígenas (que sólo son impugnables desde un repertorio de ideas más bien mezquino) y de continuar el diálogo hasta la última etapa del proceso pacificador, que no puede prolongarse indefinidamente. De otro modo, la incongruencia sería escandalosa.

Es urgente que el discurso de Guatemala tenga sentido también para México, porque pasó la pascua navideña, pasó el año entero y ya contamos tres, o casi, de negociaciones difíciles en Chiapas. Hasta ahora, antes que lograr los cimientos de una paz firme y justa con el EZLN, lo que tenemos desde hace seis meses es un nuevo grupo guerrillero, que al parecer es una fusión de diversos grupos de raíces antiguas, como el de los neozapatistas.

Así que, también aquí, la guerrilla opera desde hace varias décadas, también se necesita abrir espacios de participación política para invalidar las vías de la violencia y también es preciso asegurarse de que haya atisbos de ética en el manejo de la economía y la administración pública, y un replanteamiento de las formas de distribución del ingreso. Ciertamente, es prioritario extinguir negociadamente los focos de violencia ya encendidos, pero ese trabajo difícil no cobra su sentido pleno sino en la medida en que se combatan las causas de esa violencia, que están ya en todas las esferas de la vida.

Lo que ocurre en nuestro país en este lugar del camino es ya un verdadero drama, y no basta un acuerdo de paz con quienes se han desesperado y han tomado un fusil. Ese acuerdo tendría que incluir a las derrengadas víctimas de la modernización forzada, de la dilapidación del patrimonio nacional, del endeudamiento externo descomunal y paralizante, de los cambios irreflexivos e incomprensibles para muchos. Sería un acuerdo para recuperar no sólo el crecimiento económico, sino, en primer lugar, la confianza, y para reabrir el porvenir a la vista de todos, con la sólida convicción de que, sin duda alguna, la miseria es sublevante.

Y de sublevados estamos hablando.