La Jornada 3 de enero de 1997

Horacio Labastida
¿Paz en Guatemala?

Junto con un grupo de mexicanos --Jorge y Martha Tamayo, entre ellos--, formé parte de la Asociación de Amigos de Guatemala, con la finalidad no sólo de protestar contra el apoyo de Washington en la traición armada de Castillo Armas, que provocó la caída del presidente Jacobo Arbenz, sino señaladamente para mostrar al mundo la unidad del pueblo mexicano con el pueblo guatemalteco en aquella terrible crisis de 1954. La historia transcurrió a través de momentos brutalmente acelerados por los enemigos de la soberanía nacional. Los más cuantiosos ingresos eran los derivados de la venta --alrededor del 75 por ciento se hacía al Tío Sam-- del café y el plátano; cosechados por cierto en tierras de poderosas empresas norteamericanas, principalmente de la United Fruit Company, dueña de ilimitadas extensiones en las costas atlánticas y del Pacífico, así como en tierras privilegiadas del interior.

Este aspecto agrario de la economía le otorgaba su perfil total. Se repartía la riqueza anual entre una pequeña élite nativa y foránea, el gobierno, personero de las castas hegemónicas, y la enorme población de trabajadores, incluidos los sustratos medios, perceptores de angostísima parte de aquella riqueza. En números, esta era la situación: algo más del 79 por ciento del ingreso iba a menos del 5 por ciento de la población; el 80 por ciento captaba con apreturas un 15 por ciento del total; el 70 por ciento de las tierras cultivadas era del 2 por ciento de sus habitantes, cuyo total alcanzaba los 3 millones.

Esta estructura material sustanciaba la estructura política. Una dictadura real disfrazada con formalidades democráticas ejercía un poder autoritario, parafascista, desde la Presidencia de la República fraudulentamente elegida y manipuladora del congreso legislativo y los tribunales judiciales, presidencia operadora de instrucciones recibidas desde centros metropolitanos por la vía de la embajada estadunidense. Al nobel Miguel Angel Asturias debemos la trágica fotografía literaria --El señor Presidente; Los ojos de los enterrados; Weekend en Guatemala-- de esas perversas realidades.

Ocasionalmente las dictaduras democráticas se hacen menos dictaduras y más democráticas cuando el pueblo interviene en la vida pública. Luego de Orellana y del monstruoso Ubico (1930 a 1944), los guatemaltecos intentaron sacudirse de la miseria y la humillación en que se hallaban, y abrieron las puertas al milagroso septenio de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz, con base en la exigencia de una justicia social que les había sido negada desde que lograron la Independencia (1823).

Arévalo cultivó el renacimiento de una democracia no dictatorial y ajena al capitalismo extranjero, y Arbenz buscó aplicar una política de protección al trabajo urbano y rural, activó la educación general y tonificó a la Universidad de San Carlos, prohibió la entrada de subsidiarias petroleras y echó a andar una reforma agraria redistribuidora del suelo, que abarcaba la expropiación de 408 mil acres de los latifundios detentados por la United Fruit, en la inteligencia de que estas medidas fueron pedidas por el pueblo y sancionadas por una legislatura libre y autónoma.

Era la práctica plena de la autodeterminación soberana. El trasnacionalismo capitalista conjuntó los gobiernos de la Casa Blanca, Honduras y Nicaragua --Anastasio Somoza era el tirano de la patria de Sandino--, y con la asistencia del embajador estadunidense, los boinas verdes y toda clase de elementos de destrucción, desataron el golpe de Castillo Armas. Fueron inútiles las denuncias del ministro Torriello; Arbenz renunció para evitar el genocidio contra la capital del país, y bajo la mano del golpista se restableció la dictadura y la usurpación del patrimonio guatemalense.

En defensa de la libertad del hombre y la dignidad latinoamericana, maltrechas en la cuna del quetzal, los Amigos de Guatemala izamos las banderas opuestas al asalto a la razón. Condenamos por igual los hechos ostensibles y las causas que los generaban. El quebrantamiento de la democracia guatemalteca debíase a la desposesión de los bienes nacionales por intereses no nacionales y al proyecto de aniquilación de la cultura del pueblo para transformarlo en insumo dentro de la contabilidad de los señores del dinero. Desde el fracaso revolucionario de 1945-51, nada fundamental ha cambiado, y por esto el pueblo se rebeló en la guerrilla prolongada hasta el domingo pasado.

Ahora bien, ¿el pacto de paz firmado entre el gobierno de Arzú y los guerrilleros de la URNG gestará una profunda transformación estructural en Guatemala?, ¿habrá lugar a que los guatemaltecos tomen en verdad las riendas de su destino? Esto último será posible únicamente si lo primero se lleva a cabo. En su bien escrito y bien leído discurso, el presidente Arzú nada dijo sobre el particular. Sin embargo, todos desearíamos mirar a Guatemala convertida en un gran ejemplo de cómo la violencia, en la marcha de la historia, puede ser remplazada por la razón.