El gobierno que está por concluir bajo la presidencia de Violeta de Chamorro, pasará a ser uno de los más singulares en la historia de este siglo; y la figura de la presidenta será una figura para recordar. No todo periodo presidencial en la historia de un país se configura para la posteridad --es decir, para representar, con actualidad, en el futuro, una época ya concluida. De los presidentes que Nicaragua ha tenido en este siglo, ya no digamos en el anterior, la mayoría ha quedado en el olvido. Es necesario que se dé una configuración de elementos, buenos y malos, pero de todos modos trascendentes, para que el cuadro se componga en la diversidad de su unidad, y ofrezca su representación histórica. Y no hay cuadro de época sin figura de época.
Doña Violeta hace que por primera vez en muchos años un presidente se alce como una figura con trascendencia civil --republicana--, un concepto esporádico en nuestra historia, si es que no hablamos de un solitario ya sin esperanza como José Madriz, a finales de la revolución liberal; de un presidente conservador tan sorpresivo como Bartolomé Martínez, don Bartolo --los tiempos de Don Bartolo--, o de esa figura puesta siempre a salvo por el juicio popular, el doctor René Schick.
Nunca hubo, además, una mujer presidenta en centroamérica desde el inicio de nuestra vida republicana, y no sabemos cuándo volveremos a tener otra; no por lo menos en este siglo. Esta es, pues, una característica singular que no puede dejar de anotarse. Más que el presidente de a caballo, vestido de militar, o el caudillo matrero perpetuado a través de intervenciones extranjeras, o de pactos oligárquicos, o de sucesiones familiares, o bajo los resplandores de una revolución, surgió en un momento dramático una mujer de su casa, de cualidades políticas improbables, sólo emparentada con la historia a través del martirio de su marido.
Pero pasa a la historia por razones también singulares, por haber zanjado el fin de la guerra, logrado el desarme de la Resistencia, procurado la inserción de los desmovilizados a la vida civil, recogido miles de armas en manos de particulares, reducido drásticamente el número de hombres del Ejército Popular Sandinista, creado las bases institucionales de ese mismo ejército a través del Código Militar, conseguido la transición de mando aun a costa de una crisis, la más grave de su gobierno, que ella enfrentó y al fin resolvió. Hay aún remanentes de grupos armados, pero deben ser vistos como un residuo de la violencia que si afecta la seguridad ciudadana, no pone en riesgo la seguridad nacional.
Claro que ésta no fue una tarea sólo suya, sino el resultado de un concierto de voluntades, empezando por la propia voluntad del Ejército que supo abrirse a la transformación democrática; pero la historia, al cerrar su síntesis de la paz, la coloca a ella, cabeza del Estado, en la tarea no sólo simbólica de enterrar las armas. Si el desafío de gobernar en crisis no fuera tan complejo, y no presentara tantos otros retos, la consolidación de la paz sería suficiente para marcar esta presidencia para la historia.