El caso del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) del Perú, que las autoridades habían dicho que estaba prácticamente aniquilado y que, pese a eso, encontró los medios y la decisión para tomar la embajada japonesa con cientos de personalidades que ha mantenido como rehenes, es la más espectacular de las reapariciones de los grupos guerrilleros, pero no es la única.
También la fuga en Chile de un penal de alta seguridad de cuatro de los dirigentes históricos del ala más dura del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), implicados en la eliminación de altos jefes de la dictadura pinochetista y en un atentado contra el mismo general Pinochet cuando éste aún ocupaba la presidencia de la República, ha conmovido a la sociedad chilena y movilizado a las fuerzas armadas, que presionan fuertemente al gobierno. La guerrilla, al mismo tiempo, sigue siendo endémica en Colombia, a pesar de que varias organizaciones optaron por reintegrarse a la vida política legal, ya que permanece igualmente la acción de los grupos paramilitares y del propio ejército, responsables de la muerte de miles de personas que abandonaron las armas para actuar legalmente o que activan en los movimientos sociales. En el Brasil, tanto los campesinos sin tierras como los terratenientes se arman y los conflictos agrarios tienden a desembocar en choques violentos y en Centroamérica, y en nuestro propio país, subsisten focos armados en el medio rural.
El problema tiende a agravarse porque, aunque esta violencia armada está cediendo el paso a la transformación de muchos de los grupos que la practican en movimientos políticos que optan por la vía pacífica y legal o que desean hacerlo, está abonado el terreno político y social que hace que la guerrilla o la acción armada urbana, en nuestro continente, pueda existir y hasta reaparecer con fuerza, como en el Perú o en Chile.
Por un lado, la política económica que fomenta la desocupación masiva, anula las conquistas laborales y sociales históricas y reduce brutalmente el nivel de vida de las mayorías, crea extremismos al cerrar el camino a las reformas legales y da origen a impaciencias al reducir gradualmente los espacios democráticos. Por el otro, la pérdida de soberanía, el aumento de la dependencia de los centros financieros que todo lo deciden, anulando funciones esenciales del Estado nacional y la transformación de éste (que antes era un órgano mediador y organizador del consenso) en un instrumento para la aplicación de las políticas transnacionales y para la represión del descontento, dan base también para las insatisfacciones nacionalistas. Las huelgas y las protestas masivas crecen junto con la desesperación de vastos sectores populares, que recurren, muchas veces en vano, a medios extremos como las huelgas de hambre. La violencia de la represión estatal radicaliza así a los grupos más golpeados por la crisis social y crea una espiral donde la violencia engendra más violencia y la alimenta continuamente.
Por lo tanto, si se quiere la paz hay que preparar la paz. Porque la estabilidad de los gobiernos no depende de la fuerza de la represión policiaco-militar sino de la base del consenso que puedan obtener. Si se desea realmente cerrar el camino a la aventura de la violencia armada es necesario suprimir sus bases culturales y sociales e inaugurar políticas nacionales y nacionalistas que defiendan tanto el mercado interno como la democracia.