El magnate, los argentinos y las gringas resultaron ser guerrilleros
Enrique Gutierrez, corresponsal /I, Santiago, 4 de enero Ť Cuando Raúl Escobar Poblete saludó amablemente al empresario Carlos Griffin, el dueño de la firma de arrendamiento de helicópteros y aviones ejecutivos Helifire le estrechó calurosamente la mano, pensando que había salvado con un inesperado cliente ese caluroso 30 de diciembre: pese a ser un día muerto de una semana muerta, podría ganar algunos miles de dólares y pasar un buen año nuevo. No sabía lo que le esperaba.
Era el mediodía del lunes pasado. Tres horas y media más tarde, Raúl Escobar Poblete, que hasta ese momento se hacía pasar por un inversionista llamado Luis Carlos Distefano, interesado en comprar terrenos aptos para la agricultura o el turismo, los que gustaba ``detectar desde el aire'', especialmente ``si hay un buen helicóptero a mano'', había cumplido una promesa que parecía una misión imposible: rescatar a sus camaradas de una prisión que más de un ingenuo pensaba inexpugnable, mediante un recurso jamás usado en el país hasta ese entonces, un helicóptero blindado artesanalmente.
Como lo relató posteriormente al juez especial Lamberto Cisternas, Griffin jamás imaginó que aquel hombre de bien cuidada barba y lentes de marca, de impecable traje y con inconfundible acento argentino, era nada menos que el comandante Emilio del Frente Patriótico Manuel Rodríguez Autónomo (FPMR-A), como lo comprobarían más tarde los retratos hablados ejecutados por los dibujantes de la policía.
Emilio, hombre de unos 40 años y nervios de acero, no delató ninguna emoción en su rostro. Ni siquiera cuando le dijeron que su piloto sería nada menos que un capitán de Carabineros, Daniel Sagredo, de 43 años, quien se ganaba unos pesos extra -sin conocimiento de sus jefes- volando para Helifire su poderoso Bell Long Ranger 206, un helicóptero con capacidad para una docena de pasajeros y media tonelada de carga.
Según la policía, Emilio ha participado directamente en hechos como el atentado contra el ex dictador Augusto Pinochet en septiembre de 1986 y en el asesinato más tarde de su principal asesor civil, el carismático católico integrista Jaime Guzmán Errázuriz.
Detrás de Emilio había otros dos hombres y dos mujeres que parecían gringas, puesto que nunca hablaron en castellano, sólo en inglés. Incluso en una casa de descanso que habían arrendado en un lago cercano a Santiago y ante el escándalo de las lugareñas celosas de aquellas rubias que tomaban el sol por las mañanas prácticamente desnudas, los pechos al viento, acentuando así la impresión de que eran extranjeras.
En realidad, nadie pensó que aquel quinteto de supuestos argentinos y gringas liberales era nada menos que un comando del FPMR-A que, tras un año de febriles planes, se aprestaba a rescatar por aire a cuatro de sus camaradas encerrados en la cárcel de alta seguridad de Santiago, inmune a los túneles -la especialidad del Frente, que mediante un pasaje subterráneo le birló a 47 de los suyos al dictador Augusto Pinochet en enero de 1990-, pero absolutamente inerme ante la posibilidad de un ataque aéreo.
El lunes 30 de diciembre de 1996 pasará a la historia: en tres minutos, a partir de las tres y media de la tarde de un caluroso día de verano, con temperaturas superiores a los 30 grados, la cúpula del Frente encerrada en aquella cárcel, cual inesperados aladinos en su alfombra mágica, esta vez un camastillo rústico de fibras adhesivas y vidrios blindados, volaba por los aires en demanda de la libertad.
A las cuatro de la tarde, medio Chile se reía ante la audacia de la fuga del siglo, la precisión de la operación y la dosis de suerte que acompañó a los guerrilleros, que infligieron una derrota política de primera magnitud al orden establecido y dejaron en ridículo a los aparatos de inteligencia civiles y militares.
La derecha pinochetista se sumió en la histeria, porque con la fuga de Mauricio Hernández Norambuena, el comandante Ramiro, y de Ricardo Palma Salamanca, El Negro, no quedaba en la cárcel ninguno de los ejecutores intelectuales y materiales del asesinato, el primero de abril de 1991, de Jaime Guzmán. También se le escapaban de las manos los secuestradores, en septiembre de 1991, de Christian Edwards del Río, el hijo de Agustín Edwards, el dueño del todopoderoso El Mercurio -la yegua madrina de la reacción chilena, como gustaba recordar Salvador Allende-, y la esperanza de rescatar alguna parte del más de un millón de dólares para que fuese liberado sin un rasguño en enero de 1992.
Para el pinochetismo, lo peor fue que el jefe del comando del cinematográfico rescate era nada menos que otro de los que abrió fuego contra Guzmán, al que jamás han logrado encarcelar y quien ha vivido largos años en Argentina, por lo cual nada le cuesta hablar como tal.
El gobierno de Eduardo Frei, a su vez, sintió que, al igual que a Alberto Fujimori en el vecino Perú, todos sus alegatos de que ``el terrorismo había sido desarticulado'' se le derrumbaban estrepitosamente y el ministro del Interior, Carlos Figueroa, afirmó que se trataba de un ``hecho grave'', viéndose obligado a matizar poco después sus palabras.
El juez Cisternas, un gordito de buen humor designado para investigar el caso, opina que sólo se trata de una investigación de rutina, donde el uso de un helicóptero, hecho inédito en Chile, denota que aún queda ``ingenio criollo'', aunque para los jefes de la aviación militar fue ``algo sumamente profesional, aunque duela decirlo''.