La Jornada 5 de enero de 1997

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El exilio del rey

--Trabajas todo el día, llegas tardísimo y luego no comes nada.

Con su acento plañidero, Amalia sintetiza la jornada de su hijo Felipe y observa la ración de guisado que él no tocó. La cubre una leve capa de grasa, pronto estará incomible. Amalia podría decírselo al muchacho aunque sólo fuera para sacarlo de su silencio. Es lo único que tiene que reprocharle: la costumbre de quedarse callado aunque todo el mundo grite.

--Ni para ti ni para mí es justo lo que haces. Dime: ¿quieres matarte? --espera una respuesta inmediata, igual que cuando le pregunta a su hijo si pagó el refrendo en el empeño, si se acordó de abrillantar la corona de lámina--. De seguro no tuviste tiempo ni de comerte un taco. Siempre le dije a tu padre: ``El trabajo de rey es muy sacrificado''. Gracias a Dios lo convencí de llevarse comida en un túper, y eso que él también acostumbraba irse vestido desde aquí.

Como siempre que está preocupado, Felipe se muerde los labios; tamborilea y luego aleja su plato con el antebrazo. El movimiento es tan brusco que el trasto llega hasta la orilla de la mesa. Felipe y su madre se quedan en suspenso, esperando el estallido. No ocurre. Todo sigue igual bajo el foco desnudo; los cascos junto al fregadero, las cucarachas recorriendo la estufa, las paredes erizas de clavos, el tono quejumbroso de Amalia:

--Igualito que tu padre, ¡igualito!: le hablaba y él como si oyera llover. Ah, pero eso sí, en cuanto alguna cosita le caía mal: ¡el quebradero de platos! ¿Qué no tienen boca para decir las cosas?

--Me voy--. La voz de Felipe suena extraña, como el zumbido de una mosca en la noche invernal; luego repite la frase sin apartar los ojos del plato que, a punto de caer, sigue en la orilla de la mesa.

--Y eso ¿a qué viene? ¿Te molesta que te cuide, que me preocupe por ti?--. Amalia ve la sonrisa de Felipe y enseguida comprende la torpeza de su deducción. Para desvanecer su incomodidad camina, dándose golpecitos en el pecho, como si quisiera recordarle a su corazón que tiene que seguir latiendo por ese hijo al que ama y en quien ha depositado su orgullo. El sentimiento se le aviva cada vez que algún niño del barrio le muestra su fotografía posando junto a Felipe en su papel de rey mago. ``Idéntico a tu padre, idéntico''. Ella sabe que no es el momento de hablar de eso y reinicia su ataque desde otra perspectiva:

--Es mi obligación hacerlo, y no creas que voy a cambiar sólo porque quieras asustarme con eso de que te vas--. Amalia adopta una actitud provocativa, cínica: --Y si piensas hacerlo, tan siquiera dime a dónde.

Su tono burlón contrasta con el acento grave de Felipe: --Todavía no sé.

--¿No sabes o no quieres decírmelo?

--Amalia se arrepiente de sus palabras cuando ve que Felipe se levanta y toma de la silla la capa de charmés rojo. Va a colgarla en un clavo, junto al resto de su disfraz. Sabe que su madre lo observa y que seguirá interrogándolo. No se equivoca y sonríe satisfecho cuando la oye decir:

--¿Y la corona? No me fijé si la traías cuando llegaste--. Amalia observa la cabeza de Felipe. Los mechones abundantes, negros, brillan bajo la luz que parpadea.

--Creo que me la quité, pero no recuerdo dónde-- contesta él, distraído.

--¡Qué bonito! Es lo único que sabes decir: no sé, no me acuerdo. ¡Pues tienes que saber! Si perdiste la corona el Chaparro no te devolverá completo el depósito. Acuérdate que fueron ciento cincuenta pesos.

--Pos ya ni modo... --Felipe se despoja del batón blanco que fue parte de su atavío de rey y lo cuelga junto al resto del disfraz.

--Eso puede decirlo un rico, tú no. Mañana vas a ver al Chaparro o tan siquiera le hablas por teléfono.

--Usté le habla porque yo me voy--. Felipe esquiva la mirada de su madre antes de acabar el informe de sus planes: --Ruiz y Chago ya se van a Tijuana. Me invitaron: queremos pasar del otro lado...

--Tijuana --repite Amalia, alargando las sílabas; aun así no logra abarcar la inmensa distancia que imagina.

--... porque aquí nomás estoy haciéndome pendejo.

--Así que botas el trabajo.

--Hoy terminó.

--El de rey mago, sí, pero ya ves que siempre te salen otras cosas.

--¿Cuáles? ¿Mimo el Día del Niño, ángel el 10 de mayo, abeja en las tiendas para que los escuincles compren porquerías? No, gracias. Quedé hasta el gorro después de dos semanas vestido de payaso.

--¿De payaso? ¿De rey! Como tu padre. Era su orgullo--. La mirada de Amalia se pierde en el recuerdo y apenas escucha a Felipe:

--Para mí también, no crea que no. El problema está en que ser rey ya no es negocio. ¿Sabe cuánto gané por doce días de trabajo en La Alameda? Quinientos veinte, descontando lo del depósito...

--Hay que buscar la corona --insiste Amalia, regresando de sus sueños.

--Ya mamá, ¡olvídese de eso! --Felipe se muerde los labios antes de preguntar: --¿Sabe cuánto están pagando en San Isidro por una hora de trabajo en el campo? ¡Cinco dólares! Aquí hubo días que ni eso saqué.

--Pero eras rey--. La sonrisa tímida con que Amalia acompaña sus palabras hace comprender a Felipe que está a punto de abatir la resistencia de su madre y arrancarle lo único que le falta para poder irse: la bendición.

--Jefa ¿se imagina? Si le meto duro podría volver en diciembre con dinero y a lo mejor hasta con coche...

--Me conformaría con que volvieras porque hay algunos que no regresan...

--Yo regresaré.

--Eso dijo tu padre y ya ves: no volvió--. Encorvada, Amalia se dirige a la cocina.

--¿Adónde va?

--Oí que empezó a caer el agua y como mañana me toca lavar...

--Mamá, deje eso ahora. ¿No entendió lo que dije? ¡Me voy!

El grito de Felipe acaba con todos sus prolongados silencios y con el valor de su madre. Ella se vuelve a mirarlo:

--Pero ¿por qué?

--Quiero mejorar.

--¿Aquí no puedes hacerlo?

--No. Usted lo sabe. ¿Cuántos días trabajé en el año? Seguidos. Sólo los últimos de diciembre, y eso porque el Chaparro me dio chance. Jefa, compréndame y no me vea así, como si estuviera haciendo algo malo.

--¿Y qué quieres: que me alegre porque te vas?

--No, pero sí que me dé su bendición.

--¿Ahorita? ¿Pos cuándo piensas irte? --Amalia se vuelve hacia la puerta al oír cuatro silbidos largos. Comprende su significado y hace un nuevo intento por cambiar la situación: --El Chaparro no va a querer devolverme lo del depósito, y menos si no le entrego la corona. ¿Por qué no te esperas para arreglar eso? Luego, si quieres te vas.

--Jefa: su bendición--. Las palabras de Felipe suenan como una exigencia cuando se hinca frente a su madre.

--En el nombre del Padre, del Hijo... ¡Felipe!

--La bendición, mamá--. Atraído por la contraseña que vuelve a oírse, Felipe apenas escucha a su madre. Rápido le besa la mano y corre a descolgar la chamarra nueva.

--Felipe, espérate: deja que te ponga una muda de ropa.

--Dicen que es mejor no llevar nada--. Felipe se mete los faldones de la camisa en el pantalón. --Prométame que se cuidará. En cuanto pueda le escribo, y no deje de hablarle al Chaparro.

--Felipe, óyeme... --Amalia se prende a las ropas de su hijo, que la rechaza.

--No. Ya hablamos. No salga: hace frío--. Felipe corre hacia la salida. Al pasar choca contra la mesa y el plato cae al suelo. El estallido secunda el de la puerta al cerrarse. Enseguida todo vuelve a ser igual bajo el foco desnudo: los cascos junto al fregadero, las cucarachas recorriendo la estufa, las paredes erizadas de clavos y el tono quejumbroso de Amalia que atónita, a mitad del cuarto, repite:

--Conozco al Chaparro: no va a querer devolverme el depósito, y menos cuando me vea sola.