Sergio Ramírez
Final de cuentas
(Segunda y última)

Desde el principio, los nicaragüenses aprendimos a separar la figura de doña Violeta de lo que fue su propio gobierno, habilitándole a ella un piso más alto. Nadie le exigió nunca habilidades especiales para gobernar, ni conocimientos profundos de la economía, ni la elaboración de líneas de estrategia política, ni discursos célebres. Su papel entendido fue diferente, discrecional, más de jefa de Estado que de jefa de gobierno. Por primera vez, al abrirse su periodo presidencial en 1990, el país pensó en la necesidad de la legitimidad, y ella encarnaba esa legitimidad.

El suyo se inició como un gobierno débil, sin partido que lo respaldara, sin ascendencia ni influencia sobre el Ejército, la Policía y las fuerzas de seguridad; con un equipo de gobierno inexperto (si partimos de que por más de medio siglo sólo el Partido Liberal y el FSLN tuvieron la experiencia de gobernar); sin mayoría en el parlamento, y expuesto a los estallidos de la polarización, a los continuos embates callejeros, a los brotes armados, enfrentando una doble oposición, la de la UNO, siempre en rebeldía, y la del propio FSLN que llegó a ver en la posibilidad de la caída del gobierno el regreso a los viejos fueros revolucionarios.

Pero estaba la legitimidad de por medio, encarnada en la figura de una mujer cuya fortaleza, como gran paradoja, llegó a ser su misma indefensión. La legitimidad, que para el país se volverá desde entonces irreversible, la legitimidad del voto como fuente de poder. El poder, que pasó a ser en manos de ella algo más sutil, menos visible, aunque no menos eficaz. Doña Violeta logró colocarse por encima de los mecanismos y artimañas del poder, con gracia, con mucho de picardía, con más inteligencia de lo que muchos le quisieron suponer, y dándose el espacio para ignorar lo que quiso ignorar. Sabía que para ser la estadista al modo que logró ser, no se necesita meter la manos en la cocina diaria del poder; ni se necesita tampoco representar poder rodeándose de halagos y halagadores, de aparatos de seguridad, de legiones de escoltas, de ciempiés, como suele ella llamar a aquellas largas camionetas que cargaban a los guardaespaldas de Somoza. En fin, que no se necesita de arrogancia, sino de sencillez, una enseñanza muy republicana de la que queda mucho por aprender.

La paz, la reconciliación. Esta estadista de criterios domésticos logró sobreponerse con garbo a sus propias antipatías, sus prejuicios, sus animadversiones, sus fobias y sus criterios provincianos sobre la política, para permitir que su gobierno se abriera hacia la reconciliación, criticada por muchos en un país más que polarizado; la reconciliación que, pese a todo, le dio a Nicaragua las bases de la gobernabilidad a lo largo de este periodo. Y este es un aporte tan fundamental a la convivencia pacífica del país, que el nuevo gobernante, por mucho que quiera la revancha, o lo empujen a ella, tendrá de frente el formidable valladar de siete años de concordia, como política de Estado.

La paz, la reconciliación y la democracia. El ejercicio de las libertades públicas, el libre debate de las ideas, el respeto al derecho de opinión, de movilización y organización política, el fortalecimiento de múltiples expresiones de la sociedad civil, han estado presentes, sin mengua, a lo largo de este periodo. El déficit queda en los compromisos suscritos por el gobierno con múltiples sectores sociales, los más pobres, y no cumplidos; en la pobre aplicación de muchas leyes, y en la debilidad de los tribunales de justicia, todo lo cual mantiene un clima de impunidad al que se acogen muchos poderosos. Fortalecer el Estado de derecho, sin trampas, y sin mayores impunidades, es una tarea que el nuevo gobierno no puede soslayar.

Una figura histórica se construye a sí misma, y es construida por las opiniones diversas y por el criterio público, con base en un producto total. Deficiencias e incongruencias en la administración pública, brotes recurrentes de corrupción, sujeción muchas veces extrema a los dictados de los organismos financieros internacionales, privilegios en los créditos bancarios estatales en favor de una minoría impune en abandono flagrante a miles de productores; el desempleo masivo, el empobrecimiento creciente, la inseguridad ciudadana, son elementos que hay que colocar también en el otro platillo de la balanza.

Y faltó algo para mí crucial. Que ella misma hubiera promovido la reforma constitucional que modernizó al Estado y fortaleció las instituciones en contra del caudillismo, tan recurrente en nuestra historia. La prohibición de la reelección, de la sucesión familiar, del nepotismo, de la participación de los funcionarios de gobierno en negocios con el Estado, entre otras cosas, debieron haber salido de su mano. La presidenta Chamorro no estuvo a la cabeza de esta fase tan decisiva de la transformación política del país, y es una lástima que más bien se pusiera en contra. Su penetración en la historia hubiera sido, así, más honda.

Pero doña Violeta representa ya una época. La época difícil y azarosa en que le tocó presidir por sobre los destinos del país, tan inciertos, y de la cual, en el futuro, no podrá dejar de hablarse.