La Jornada Semanal, 5 de enero de 1997


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Alfredo Antonaros

Alfredo Antonaros nació en 1950 en Adi-Caiéh, una aldea en las montañas del altiplano eritreo. Su padre era italiano y su madre griego-eritrea. La guerra eritreo-etíope obligó a su familia a emigrar cuando él tenía cinco años, y tiempo después se instaló en Italia, donde Alfredo Antonaros publicó un libro de poemas (Di vetro, di terra, Rebellato, Padua, 1970) con su apellido paterno (Taracchini, pues Antonaros es el de la madre). En 1976, editó la novela Rapporti sperimentali (Palmaverde, Bolonia). Desde 1973 es director del Teatro Municipal de Imola. Tornare a Carobel (Feltrinelli, 1984) es su obra principal y se caracteriza por su prosa poética. Aquí presentamos a nuestros lectores el primer capítulo.



Samarcanda

Allí hay siempre un sol que blanquea las piedras. Y para imaginarse a Samarcanda hay que pensar en una ciudad de piedras y ladrillos encastrados y amontonados uno sobre el otro. En un perfume de matorrales quemados, en montañas de melones apilados a lo largo de las calles o partidos sobre las mesas de los mercados. Hay calles anchas como ríos y el río que existe ųdecía mi madreų es una serpiente de plata y barro que corta en dos la ciudad. Millares de chiquillos frotan el culo desnudo sobre las piedras, entre los charcos y el estiércol de los camellos. El resto es un hormiguero de mujeres que se deslizan de un portal a otro, caminando en puntas de pie. O de viejos, pacientes como palomos, con las orejas llenas del ruido de las lavanderas que golpean la ropa sobre las piedras.

La mía es una familia de emigrantes.

La fábula que contaba mi madre es más o menos ésta. Había en un palacio de Samarcanda una gran fiesta. La gente aplaudía. La orquesta había iniciado una polka y en el salón se bailaba. De repente, el abuelo hizo una señal porque ya era hora de que se abriese el portón y se hiciese entrar a los acróbatas. El abuelo se llamaba Iván Nikolaevich. Era el padre de mi abuelo Rus. Su origen era georgiano, pero los Nikolaevich vivían en Samarcanda desde hacía muchos siglos. Dos veces por año Iván convocaba en la biblioteca a sus contadores y les pedía que le mostrasen los libros. Iván entonces alargaba su cuello de tortuga sobre las filas de números de las entradas y salidas, hasta los totales subrayados al pie de las columnas.

ųƑQué son estos números, Sharkàn? ųhabría preguntado por último Iván Nikolaevich al contador jefe.

ųPolvo. Nada más que polvo ųhabría respondido Sharkàn ed Danif, inclinando su cara de oveja. Iván sonreía satisfecho, cerraba el registro y volvía a tomar en sus manos el comentario tibetano al Tao Te-ching. Porque su único y verdadero amor, junto con la música, eran sus libros. Sobre todo los pergaminos miniados en papel de arroz, los antiguos códices persas, los palimpsestos uzbecos y, sobre todas las cosas, el pensamiento de Lao Tse. Los Nikolaevich habían llegado desde Nukha a Samarcanda para combatir contra los mongoles. El abuelo de Iván, tras vencer en la famosa batalla de los calmucos, volvió a Samarcanda sin bajarse nunca del caballo. Entró al patio del palacio, se deslizó por la silla y murió junto al cedro, donde todavía está enterrado. Fuera de Ciro Nikolaevich, el único antepasado parangonable a Iván en algún rasgo ųCiro se había suicidado en la segunda mitad del setecientos dejando algunas partituras y un violonceloų, los otros Nikolaevich habían sidodurante siglos valientes militares. Sin ninguna excepción. Ahora, en cambio, si no se cuenta alguna vieja prima, la rama de los Nikolaevich se estaba agotando con esta ciruela seca de Iván, quien jamás había empuñado una espada, jamás había abrazado a una mujer y tampoco tenía ninguna gana de empezar a hacerlo. Cuando, por ejemplo, para su vigésimo cumpleaños, le habían regalado el más bello de los alazanes del Uzbequistán, Iván había bajado a las cuadras llevando bajo el brazo el ensayo sobre el Matemático Infiel de Berkeley. Su padre le esperaba alisando al favorito, satisfecho por ese caballo como si le hubiese nacido otro hijo varón.

ųPorque bestias de este tipo bajan a la tierra una vez cada cien años ųdecía el viejo, con los ojos brillantes por la emoción. Iván miró al animal, lustroso como una porcelana, y de inmediato los dos comprendieron que tenían muy poco que decirse.

Al año siguiente Iván fue mayor de edad y Zubaida Ahmed Afnàs'evich fue recibida con sus padres para hablar de matrimonio. Cuando, sobre el forro rosa del diván, una mano separó del rostro los bucles de cabellos rojizos que lo cubrían, Iván vio el perfil de mármol de una mujer bellísima. Quizá ni siquiera tenía dieciséis años. Ella alzó tímidamente la mirada. Los dos jóvenes se escrutaron. Esos ojos, los bucles rojos que descendían blandamente sobre los cándidos hombros de la muchacha, recordaron algo a Iván. Después, límpida, inconfundiblemente, sintió de nuevo en la nariz el olor de paja y de bosta caliente que salía de los ojos del alazán uzbeco. Iván entonces bajó la mirada, saludó apenas con una reverencia, dio la vuelta y dejó solo a su padre con los huéspedes.

Con los años esa escena se repitió muchas veces. Iván Nikolaevich, emperrado en no casarse, soportaba esos encuentros por cortesía hacia su padre. Mientras los otros hablaban, él paseaba la mirada por las tazas de porcelana, por las pinturas del dintel y después, de los flancos de una consola, subía los ojos al retrato de Ciro Nikolaevich, el músico suicida. Mientras tanto, la charla pasaba de la sequía a los mongoles, que al parecer habían vuelto a crear molestias en Tadziquistán y en Kirguistán. Eran pequeñas tribus, por ahora, que atravesaban los confines. Pero ya se habían dado muertes, e incluso algún choque no muy lejos de Samarcanda.

Después, apenas las muchachas y sus madres habían terminado de mojar sus galletitas de harina de cebada en el té, Iván Nikolaevich tendía su mano corta y gordinflona, saludaba y volvía a toda prisa a la biblioteca.

Un día, durante el almuerzo ųIván tenía treinta y tres añosų, su padre se llevó la mano a la boca para frenar el hipo. El mayordomo se acercó pensando que se le había encajado un hueso pequeño en la garganta. Pero el viejo Nikolaevich, tras un gemido, no se movió más. Desde ese día no volvió a entrar en el palacio ninguna pretendienta. No hubo más manos que ofrecer ni que estrechar, ni pastelitos de cebada. Sólo quedaron los dedos cortos y gordinflones de Iván Nikolaevich que se deslizaban sobre los códices persas y uzbecos o caían solemnes sobre las teclas del piano. Y en el piano se desencadenaban. Con la música Iván volvía a ser, como sus ancestros, un condottiero. Los sonidos brotaban entre una tempestad de luces y destellos, como en las cimitarras de los mongoles. El sudor le surcaba la frente. Entonces, cuando el choque se hacía incandescente, él tiraba excitado de las riendas, aferraba los altos de la escala y apretando los dientes se lanzaba al asalto.

Fuera de la música y de los libros, a Iván Nikolaevich sólo le interesaban las limosnas del primer jueves del mes. Muchos pobres, ya desde el miércoles, llegaban ante la puerta del palacio al oscurecer, para estar entre los primeros cuando abrieran. Por la mañana, uno a la vez, pasaban ante el sillón de Iván. Sharkàn ed Danif, el contador jefe, registraba los nombres y cuánto recibían de limosna. Iván escuchaba quejas y llantos, pero casi nunca hablaba. No le gustaban las miradas de esa gente, las palabras que utilizaban para conmoverlo, los pelos en sus mandíbulas. Y tampoco el olor que tiene la miseria y su resignación a que le provocara piedad.

ųHay que ayudarles para que nos amen y para que puedan extinguirse ųdecía Iván al contador jefe, quien seguía sin entender el interés del patrón por los pobres. A mitad de la mañana la fila se agotaba. Sharkàn ed Danif cerraba los registros e Iván alzaba los ojos, tapándose el sol con una mano, sobre las siluetas de los últimos que se alejaban. Apenas se escuchaba el zumbido de una nube de moscas. Todo le parecía inmóvil, redundante, en esos momentos. Y se sentía envejecer. Aunque entonces sólo tenía cuarenta años.

Un día llegó ante el portón del palacio una muchacha. Ahora, el día de la limosna, venía menos gente porque los asaltos de los mongoles habían obligado a muchos a refugiarse en las montañas. La muchacha tenía cabellos que le cubrían la espalda y un largo sari naranja. Cuando llegó frente a Iván, el contador jefe le preguntó qué necesitaba. Pero ella no abrió la boca. Sharkàn preguntó de nuevo por qué había ido al palacio y nuevamente reinó el silencio.

ųMe han dicho que Iván Nikolaevich acoge todos los pedidos del jueves de las limosnas. Que jamás ha negado nada a nadie ųdijo repentinamente la muchacha.

ųEs verdad. Iván Nikolaevich jamás le ha dicho no a los pobresų respondió Sharkàn.

ųBien. Si es así, yo quiero un hijo de Iván ųdijo la muchacha, dilatando apenas los pómulos para sonreír. Iván, escuchado el pedido, se encogió en el sillón como un caracol en su cascarón. Habría podido saltar al suelo desvencijándose por las risotadas. Entonces Sharkàn habría comenzando a reír hasta reventar y le habría dicho a la muchacha que se fuese. O habría podido ordenar a los siervos que la echasen y todos la habrían pateado y cubierto de escupitajos para castigar su insolencia. Pero Iván estaba inmóvil, pálido en su sillón, con la mirada perdida en el vacío.

La muchacha seguía mirándolo sin bajar los ojos.

ųƑPor qué quieres que te dé un hijo? ųpreguntó Iván Nikolaevich.

ųPara darte lo que te falta y para tener lo que deseo ųrespondió ella.

ųƑCómo te llamas?

ųYasmín.

ųƑEres uzbeca?

ųSí. De Samarcanda.

ųVuelve el jueves próximo. Tendrás una respuesta.

Iván Nikolaevich estaba en un lecho de espinas. No sabía qué hacer con esa muchacha, con un hijo, con una relación femenina. Pero jamás había rechazado ningún pedido del jueves. Buscó algún precedente en la telaraña de los árboles genealógicos de los Nikolaevich y de las familias con las cuales habían emparentado. Eran sólo matrimonios de guerreros y princesas, de ilustres familias rusas y ricos mercaderes. Ninguno se había casado jamás con una muchacha pobre y tampoco había ningún precedente de matrimonios hechos por limosna.

Los ataques de los mongoles ųllegaban noticias frescas precisamente en esos díasų eran cada vez más frecuentes. Samarcanda y todo el Uzbequistán eran ya una lejana periferia del imperio, y en Petersburgo eran impotentes tanto para gobernarla como para defenderla. Nada podía ya detener la marcha de los invasores. Los mongoles se transmitían el impulso de tribu a tribu, como las olas en un pantano: dejaban sus tierras y la estepa y se movían hacia el oeste.

El primer jueves del siguiente mes la muchacha volvió al palacio. Sharkàn ed Danif, con la nariz achatada que le caía sobre los bigotes, fingió que no la reconocía y le preguntó qué quería como limosna.

ųIván Nikolaevich debe decir qué puedo desear ųrespondió ella.

ųƑTú quieres entonces tener un hijo conmigo? ųpreguntó Iván.

ųEs así.

ųBien. Serás mi mujer.

La semana siguiente, Yasmín fue al palacio con un hato de harapos que era su ajuar y Sharkàn la acompañó a un cuarto de mayólicas y espejos. Yasmín fue lavada, vestida de seda, cubierta de perlas y llevada al salón de los recibimientos para la gran fiesta. Era la primera en el Palacio Nikolaevich desde hacía muchos años. Iván quiso que fuese más rica y aparatosa que todas las que se tenían en memoria de hombre en Samarcanda. Hacia las diez de la noche comenzaron a llegar al palacio filas de carrozas y landós. Lacayos de librea recibían a los huéspedes, e iluminando con antorchas los senderos florecidos, les acompañaban a la escalinata del palacio. En el salón de las fiestas, la música se mezclaba con las voces, con el frufrú de los vestidos. El conde Mikail Aleksandrovich Afnàs'evich pronunció un breve discurso de brindis y los siervos escanciaron en las copas vino francés. En ese instante el jorobado llegado de Karsi tuvo permiso para encender las mechas de los petardos. Entonces explotaron los fuegos artificiales, y gigantescas serpientes y flores coloreadas comenzaron a iluminar la noche. Los huéspedes aplaudían. La orquesta atacó una polka, la gente comenzó a bailar. En cierto momento, Iván hizo una señal para que se abriera el portón y se hiciera entrar a los acróbatas. La orquesta se detuvo. Las trompetas tocaron tres veces. Todos se retiraron a las orillas de la sala. Se abrió totalmente la puerta ųeran jóvenes bellísimos, con el torso desnudo, con cortas faldas de sedaų pero todos se detuvieron horrorizados. Las mujeres se llevaban las manos a la boca gritando agudamente. Las miradas se habían congelado. Muchos aferraron las espadas de gala que traían al cinto. Porque a los jóvenes acróbatas les habían abierto el vientre. Un par de ellos habían sido arrojados a la sala decapitados y, tras sus cuerpos, rodaron por el pavimento sus cabezas. Una banda de mongoles entró al salón aullando e hiriendo a los invitados con sus espadas. La sangre corrió sobre los manteles y las alfombras, salpicó el pavimento. Después, el estallido de un ventanal y entraron al salón cuatro a caballo, sableando a ciegas a la multitud enloquecida que trataba de huir. Los mongoles habían invadido Samarcanda. El abuelo entonces aferró por un brazo a Yasmín ųcontaba mi madreų y la empujó fuera de la habitación. Dos mongoles se precipitaron hacia ellos pero Iván disparó primero ųen esta parte mi madre me miraba fijo y tragaba salivaų. Abrieron una puerta, entraron a un corredor. Después a un salón oscuro. Movieron de la pared un armario que ocultaba un pasadizo. Ésta era la mejor parte de la fábula. Cuando el abuelo y Yasmín están ya en el bosque, ven el palacio en llamas y los resplandores del incendio les brillan en las pupilas. Llegaban otros mongoles. Huyen entre los negros árboles. Luego atraviesan, deslizándose entre los matorrales, negras llanuras, pantanos ųesa noche ni siquiera había lunaų, trepan por senderos encajonados entre las rocas: abajo, Samarcanda ardía. Enormes caballos de fuego galopaban sobre las casas. Sombras negras crepitaban de un techo a otro y se aplastaban en las brasas rojas de una ciudad que ululaba y mugía como un animal en agonía. Pero el abuelo y Yasmín siguieron huyendo. Atravesaron mares, desiertos, bosques de hielo y aldeas quemadas por el sol. Una noche, en una playa, Yasmín abrazó a Iván y le dijo que pronto, quizá, sería padre.


Traducción: Guillermo Almeyra