La Jornada Semanal, 5 de enero de 1997


Ungaretti y el tipógrafo

Maurizio Maggiani

Maurizio Maggiani (Castelnuovo Magra, 1951) ha publicado Màuri, Màuri (1989), Felice alla guerra (1991) y la novela Il coraggio del petirrosso (El valor del petirrojo) (1995). El protagonista de su última obra, Saverio, es hijo de un panadero anarquista refugiado en Alejandría junto con muchos correligionarios, provenientes, como él, del pueblo toscano de Carlomagno, patria de herejes aplastados por la Inquisición y tierra de anarquistas en la actualidad. El libro narra la búsqueda de las raíces utópicas de la comunidad de Carlomagno y su contradictoria relación con la poesía de Giuseppe Ungaretti. A continuación, un episodio en el que Saverio recuerda, desde un hospital, el día en que encontró, entre las pocas cosas de su padre desaparecido, Il Porto sepolto del gran poeta italiano.



Ruben tenía verdaderamente el modo de hablar de un sacerdote árabe. Quiero decir que era inspirado y hierático, con un tono de voz bajo pero cortante, que hacía recordar a un monje sufí cuando habla a sus discípulos a la sombra del algarrobo en el patio de la mezquita de Abu el At.

"Este libro es verdaderamente hermoso, Saverio. Es una edición muy rara y es la primera vez que tengo la ocasión de verla. Yo conozco estos poemas. ƑTú los has leído?"

"Alguno, el otro día."

"ƑY te gustaron?"

"Sí. Quiero decir sí, pero también no. No sé bien. Es cierto que son peculiares. Me causaron un extraño efecto. Debo decir que dejé de leerlos porque me estaban confundiendo."

"Sí, comprendo. A mí también me sucede, y no sólo con esos poemas, si debo ser sincero. Sin embargo son bellos, Ƒverdad?"

"Sí, todavía recuerdo algunas palabras y me parecen muy bellos. Pero en tu opinión, Ƒmi padre, qué tiene que ver con esta cosa?"

"Beh, le habrán gustado también a él, Ƒno? Tu padre nunca habló mucho. Pienso que no tenía mucha confianza en sus palabras. Quizá la tenía en las de Ungaretti."

"Pero ése era un fascista, Ruben. Me lo han dicho ustedes. Mi padre, figúrate, no quería ni siquiera oír esa palabra. No creo que entendiese tanto sobre poesía como para hacer diferencias. Ya me parece increíble que se hayan conocido, como dijo Cuatro mujeres en el Diwan."

"Me parece, Saverio, que éste no es un caso tan simple. La gente jamás ha sido simple entre nosotros. Quizá tampoco en otras partes".

En este punto, con su modo pío, el tipógrafo me tomó del brazo y me empujó hacia el fondo del taller, donde sobre un viejo plano de composición Amos estaba preparando el té para la merienda.Entre los tipografos, estas meriendas siempre han sido especiales, sobre todo por la riqueza de las botanas. Esos dos sabían dónde se encontraban las mejores aceitunas, el queso más griego, las anchoas más perfumadas, el pan más crujiente. Y no había ningún café en Alejandría donde se pudiese estar más satisfecho que despatarrados sobre las balas de papel de El Meskin.

Ahora me doy cuenta de que a menudo hablo de ellos en tiempo pasado y confundo los acontecimientos de esos años con su existencia, que no ha terminado. Amos y Ruben están vivos y coleando, y aún son buenos para imprimir y para hacer meriendas y ųcreoų me estiman del mismo modo. Incluso han tratado de venir a buscarme al hospital. Me ha dicho el doctor Modrian que cada tanto van a verlo para pedirle noticias. Pero no los he querido ver jamás: no tengo ganas de que me compadezcan, no quiero que me vean ahora que soy apenas un pocomás que una amiba. Por esta razón al hablar de ellos uso el pasado: para que estén un poco lejos. Por el momento; después veremos.

Había quedado en lo del té. Sí, Ruben me invita al té. Nos sentamos y Amos nos sirve, como de costumbre. Lo hace siempre, como si tuviese nostalgia de una ama de casa que pudiese hacerlo para él. Comemos, bebemos, salivamos con satisfacción al paladear, encendemos cigarrillos americanos desembarcados en Singapur. Y Ruben comienza a hablar.

"Tú no sabes nada del pueblo de tu padre porque él cortó con ese lugar el día en que se fue. Cortó y basta; para mí, hizo bien. Porque vivir aquí habría sido una tortura. Ninguno de los de Carlomagno (tu padre te ha dicho el nombre de nuestro pueblo) se llama Carlomagno; ninguno de nosotros, te digo, consiguió vivir bien en el lugar donde acabó deteniéndose. El drama es que tampoco ninguno consiguió jamás volver atrás y todos penan por el mundo sin estar verdaderamente tranquilos en ninguna parte. Debe ser una cuestión propia del carácter de nuestro pueblo, una tara nuestra. Lo mismo me sucede a mí. Amos era demasiado pequeño pero yo recuerdo dónde nací, puedo decir que soy un Carlomagno. Hay también una historia sobre esto y después, si me lo recuerdas, te la cuento. Pero ahora quiero decirte otra cosa. Te llevo un poco a la escuela, si tienes ganas. Amos, que ya conoce parte de estas conversaciones, puede ir a nadar un poco.

"El mío y el de tu padre es un pueblo de gente estrambótica, toda muy peculiar, en pocas palabras. Pueblos así debe haber en todas partes del mundo, pero a Carlomagno lo conocen todos en sus alrededores por la forma de ser de su gente. Es una cueva de anarquistas, de presuntuosos y pendencieros. Para los de afuera es un pueblo al mismo tiempo repulsivo y seductor. Un lugar y una gente muy especiales. Ese poeta no es de los nuestros, es de un pueblo vecino, perono exactamente uno de nosotros. Sin embargo, si lo tuviese que decir, se parece un poco a nosotros.

"No lo sé muy bien, incluso porque no lo he conocido personalmente, pero esos poemas suyos me dicen algo. Me resuenan dentro como si en ellos hubiese algo mío y de mi gente de allá. Mah, será una idea estúpida, pero eso es lo que me pasó por la mente en cuanto los leí, hace mucho tiempo: por eso estuve de acuerdo contigo cuando me dijiste que te confunden. Al fin y al cabo, él ha tenido algo profundo ųƑme entiendes?ų que compartir con nosotros. Por supuesto, él ha venido muchas veces al pueblo y me ha persuadido de que estaba buscando algo que le faltaba. Creo que allí ninguno ha sabido jamás verdaderamente quién era. Tu padre sí, dado que tiene ese libro, y también mi padre, que tenía la imprenta y lo vio llegar más de una vez al taller. Yo seguramente me lo encontré, pero era demasiado joven y no le presté jamás atención hasta que mi padre no me dijo algo.

"Pero si uno cualquiera lo hubiese reconocido, a Ungaretti, el amigo del Duce, Ƒcrees que le hubiese interesado la poesía? Él lo sabía muy bien y pienso que tal vez viniese aquí para encontrar el modo de pedir perdón y que jamás pudo encontrar ese modo. Cuidado, que ésta es sólo una rara idea mía; quién sabe qué es lo que nos envidiaba. Porque algo debe haber. Mi padre lo recordaba bien. Se detenía en el café a preguntar a los viejos esto o aquello, iba al taller y hacía que mi padre leyese durante horas algunos de sus escritos. Pedía consejos, impresiones.

"Imagínate: el poeta más famoso de Italia guiado por un tipógrafo pueblerino; no podía ser. Él buscaba su puerto sepulto, como todos en esta ciudad, y quizás en cierto momento de su vida lo fue a buscar a Carlomagno.

"Me imagino a Ungaretti y a tu padre. Giovanni era un muchacho. Bello y descarado, sin pelos en la lengua y ni siquiera una migaja de literatura en la cabeza. Él, ya avanzado en años. Debe haber pasado por el pueblo antes de ir a América. Había hecho ya una guerra, había dado vueltas por el mundo, era famoso y Mussolini lo tenía en la palma de la mano. Habrá mirado a tu padre y se habrá dicho: `He aquí cómo he sido antes, he aquí cómo no podré volver a ser. Tengo esto y aquello, pero no tengo su motocicleta y su anarquía.' Quizá por eso ha comenzado a conversar. Giovanni debe haber quedado al principio con la boca abierta. Pero no por mucho tiempo, si lo conocía bien. Habrá respondido a su modo, con pocas palabras pero decidido y sin vergüenza alguna. Y al final él le habrá regalado ese libro.

"Debía tenerlo consigo, porque es una edición rara y, ciertamente, Giovanni no puede haberlo encontrado él solo. No tiene dedicatoria, pero se entiende; no estaba interesado en dejar trazas en el pueblo. Y tu padre lo ha leído. Y releído, se ve bien. ƑSabes qué te digo? Te parecerá extraño, pero para mí esos poemas han sido durante el resto de los años su recuerdo de Carlomagno."

Era efectivamente una clase la que me estaba dando Ruben. Tenía realmente el tono de un maestro, un buen maestro callejero que no grita ni pega porque los chicos del barrio no pueden tener nada mejor que hacer sino escucharlo. Amos había desaparecido y el taller estaba silencioso y fresco: Ƒqué cosa mejor se podía hacer que quedarse allí para escuchar una historia misteriosa y lejana? En efecto, me costaba trabajo comprender el sentido verdadero, profundo, de lo que Ruben me estaba diciendo.

Se lo dije y le pedí que me explicase mejor toda esta historia del pueblo de mi padre ųrealmente no me había dicho jamás el nombre, quién saber por quéų, y le rogué que no divagase mucho, porque ya había comenzado a perderme. Y él retomó su escuela.

"Es difícil que tú creas todo lo que cuentan estas historias. Naciste aquí, y es justo que te sientas distante. A fin de cuentas es lo que ha querido tu padre, y yo habría hecho lo mismo. Tener demasiada memoria no le permite a nadie estar bien. Uno se hace melancólico. Y envejece demasiado pronto. A primera vista puede parecer que los recuerdos sirven para algo, pero no es verdad. En definitiva, sólo hacen daño. Te consumen por dentro, como la silicosis de los que trabajan en los astilleros del puerto. Te parece estar bien hasta que te levantas una mañana y te das cuenta de que no tienes ya ni un pedacito de pulmón: por dentro eres sólo polvo de piedra. Es así. Y además Carlomagno está verdaderamente del otro lado del mundo. Más bien: es, cómo decirlo, el otro mundo.

"Escucha.

"Lo que en definitiva separaba a ese poeta de tu padre y del pueblo era una calle, la Vía, como la llaman. Los de Carlomagno están de aquí y todos los otros están de allá. Es como una condena. Ninguno de allá puede verdaderamente atravesar la carretera, y si lo hace uno de Carlomagno es seguro que no pueda volver más del lado de acá. Ésta es una fábula. Pero, obviamente, es nuestro modo de ver y también la verdad.

"Carlomagno no era un lugar de locos. Si todavía está allá arriba, no pienso que se haya convertido en uno.

"Yo nací en Carlomagno y cuando me vine con mi padre tenía más de veinte años. Lo he conocido bien, a ese pueblo, su paisaje, la gente, los proverbios y los dichos que se burlan de los países vecinos, y los chistes de los países vecinos que se burlan de Carlomagno.

"Pero, como te decía, eso no quita que Carlomagno sea, desde siempre, juzgado como un lugar más bien especial y en cierto modo diferente. Lo es antes que nada la gente, que al mismo tiempo goza y sufre su singularidad. Esto vale también para mí, y probablemente para los que se quedaron y para los que todavía se esconden. También a mí me educaron para que reconociera esa especie de separación entre nosotros, los de Carlomagno, y los otros, porque era el sentimiento que estaba en el aire. Nuestra razón subyacente, la llamarían algunos estudiosos.

"Algunos dicen que ha sido la Vía la que nos ha separado de todos; dicen otros que, en cambio, somos diferentes desde siempre, diversos de todos en nuestro valle, porque somos los únicos restos de lo que ha sido el pueblo apuo antes de Roma y del cónsul Aurelio. Dicen también que somos estúpidos, crueles y soberbios. Todo eso no es verdad, no es así. No somos locos; no hasta ese punto: nadie en Carlomagno ha sido jamás lo bastante loco como para pensar seriamente que era único.

"Sí, existió una vez el pueblo apuo y después fue aniquilado. Lo dice también Estrabón, y si abres el armario en la salita del Diwan aún podrías encontrar su libro, que habla de estas cosas. Pero ahora perdóname, porque me detengo un segundo y voy a mear."

Mientras Ruben se levantaba, los almuecines comenzaban a llamar a la plegaria. Era de tarde y al taller llegaba el olor de los carritos que iban vendiendo kebab y el grito de los vendedores, lamentoso como un llanto. ƑCómo podía Ruben vivir aquí y pensar todavía en ese lugar allá? Tenía razón: poseer demasiada memoria no debe ser nada tranquilizante.

Como en los otros talleres, el meadero era la canaleta al borde de la calle, y Ruben había dejado la puerta abierta, de modo que era como estar en medio del tumulto de Ras el Tin, en la hora que llenaba la calle con toda la gente y con todas las lenguas que la revolvían desde los siglos de los siglos. Los discursos sobre el pueblo de mi padre me estaban creando una extraña sensación: la calle me llamaba por una parte y las palabras de Ruben me tironeaban de otra. Y yo en el medio, dolorido. Pero cuando Ruben retomó su lugar, no me preguntó si por casualidad quería irme; para él estaba entendido que debía quedarme a escucharlo. Su tono había cambiado un poco; me pareció ahora el tono inspirado del sufí que habla a los pensamientos rebeldes que revolotean sobre las cabezas de sus discípulos. Un sufí sabe cómo verlos y tratarlos apropiadamente.

[...]

A este punto, para mí era claro que Ruben no hablaba ya conmigo. Miraba con los ojos apenas entrecerrados hacia el gran linotipo, y su voz tenía algo del tono profundo y marcado de alguien que recitase un poema, algo que ha olvidado saber de memoria y que le vuelve a la conciencia a medida que lo declama. Mientras tanto, Amos había vuelto y batallaba sobre el lavabo con un saco lleno de cangrejos rojos que se escapaban por todas partes y que él trataba de recoger sin perturbar la historia de Ruben. En el suelo, sobre un gran hornillo de campaña, hervía una cacerola y, de a poco, terminaban adentro los cangrejos todavía vivos. Alguno de ellos conseguía deslizarse y escapar, quemando con hirvientes gotas a Amos, que sin embargo todavía conseguía no hacer el menor ruido.

[...]

Ruben se había detenido de golpe, como mordido por un mal recuerdo. Su hermano le apoyaba levemente una mano sobre el hombro: "Tómalo con un poco más de calma, Ruben, tienes los ojos fuera de sus órbitas y pareces un derviche acalorado. Los cangrejos ya se pueden comer y, si me dan una mano, colocamos la mesa en la calle y comemos al fresco."

Así, nos sentamos a la mesa en el callejón, como todos los demás. Esa noche había un altísimo cielo estrellado, que el seco viento del desierto había limpiado echando lejos, sobre el mar, hacia Europa, los humos de las fábricas y de los astilleros.

"De toda la mierda que nos llega desde allá, algo conseguimos devolverles" ųdecía siempre Secondo, el más conservador de los compañeros de mi padreų, "pero nunca es bastante. Deberíamos hacer fábricas que multiplicasen por cien la que nos mandan: mierda fina para la exportación. Y entonces quizá lograremos emparejar la cuenta". Siempre se me ha escapado la lógica de su ritornello y Secondo ni siquiera me es muy simpático. Pero debo decir que no me disgustaría si alguno tuviese éxito en una empresa tan valiente desde el punto de vista económico.

La calle estaba discretamente iluminada por las luces que la gente tenía en las mesitas bajas. El rumor suave de los comensales subía lentamente por el callejón, como el humo grasoso de un kabab; cada tanto llegaba el sonido más intenso de un habla particular, y se distinguía el griego de corfú y el dialecto cretense, el español andaluz, el árabe de Somalia y el de Siria, el italiano de Génova y de Sicilia, el ruso. Los dos tipógrafos chupaban a conciencia sus cangrejos, y yo me llenaba de beatitud con la que me parecía la armonía del gran caos de Ras el Tin. Un desorden con mucha compostura, casi gracioso. Los árabes tienen un sentido casi sobrenatural de la compostura, les viene del desierto, de su perfecta estabilidad. No hay duna del Sahara que en mil años se desplace un solo milímetro, aunque cada minuto que pasa su aspecto cambie. Y el hombre que viene del desierto sabe reconducir todo desorden ocasional a su principio regulador.

Terminada la cena, Ruben comenzó nuevamente a hablar pero con un tono más lento y relajado, dejando que cada tanto las palabras tropezasen en el humo de un sutil cigarrillo turco.

"Ese nombre, Carlomagno, le vino al país obviamente mucho después de estas cosas que te he dicho, aunque no está escrito en ningún lado el porqué y el cómo la gente encerrada en ese burgo desgraciado pueda haberse enamorado de un nombre tan pomposo. Probablemente no tiene nada que ver con el rey que, aunque selvático como dicen que era, habría encontrado desagradable para su temple el transitar por esos montes. O bien ha pasado verdaderamente Carlos el Magno en alma y cuerpo y ha sido tan magnánimo que se detuvo el tiempo suficiente como para dejar que lo recordásemos. A fin de cuentas, Alejandro el Rubio ha asistido personalmente al nacimiento de todas las Alejandrías del mundo, incluso de las más perdidas e inútiles.

"Locos no, ninguno puede decir que somos locos, quizá sí tarados. Y en una cosa, en cierto modo, también únicos. En el sentido de solos, o `solengos', como decimos en nuestro dialecto. Por otra parte, la Vía consular, en el abstruso garabato que quiso imponer la venganza del cónsul Aurelio, ha aislado al peñón de Carlomagno del resto de la llanura; para siempre. Luego, con todo lo que ha sucedido, Carlomagno siempre ha quedado del lado de aquí de la Vía y de cualquier otra cosa. De la parte de allá, en la llanura rica y abierta al mar, sobre las colinas meridianas, a lo largo de los senos gordos del río tan dulce, todo el resto del mundo, de aquí del camino, además de los pantanos y los hoyos, aplastado sobre los contrafuertes de las montañas de piedra de mármol, Carlomagno. Sólo ellos.

"La Vía Romana serruchó en dos a las gentes y separó un destino y lo hizo singular por los siglos de los siglos. Esto sucedió, y desde que yo era niño mi padre se encargó de indicarme como cosa primera el metro para medir las distancias y las diferencias. De aquí y de allá. Simple: de una parte nosotros, los libertarios de la anarquía, los montañeses de corazón grande, los cavadores indómitos, los braceros sin tierra; de la otra, los fascistas, los campesinos gordos y egoístas, los abogados de los patrones. Y por si no había conseguido aprenderlo, los hijos de los de allá me lo recordaban a furia de pedradas, de insultos, de burlas. Y aunque para pasar la carretera bastaba dar ocho pasos ųocho exactamenteų, se sabía que era un precipicio.

"La Vía Romana. Quien la atravesaba debía pensar dos veces, porque había que hablar con gente hecha de otro modo, otras tribus, hombres y mujeres con oficios diferentes, niños que no se sabe con qué se divertían, perros astutos y malignos. La Vía Romana que llevaba todos los bienes de Dios cargados sobre todos los modelos de vehículos de este mundo y venía desde los confines de Italia e iba a Roma. Y no se nos podía decir más a los chicos sino que más allá de ella había, hasta el mar, tierra, tantísima tierra, arriba de la cual estaban los perales y los durazneros exquisitos que entre nosotros nunca daban frutos tan jugosos; fruta dulcísima esa, que la podían tomar sólo esos de allá porque a nosotros no nos era permitida. Allá, el dolor del mar; aquí, los huesos endurecidos por los vientos tramontanos.

"La Vía Romana y el autobús de la Brun y Caprini que le pasaba encima. La primera vez que llegó a nuestro pueblo, alguno le había colocado frente al radiador una bala de heno para no verlo piafar por hambre en medio de toda la gente. El ómnibus. Cuando alguno del pueblo estaba parado al borde del camino para tomarlo al vuelo, se podía estar seguro de que en algún lugar lejano le esperaba un doctor, un hospital, un abogado, un coronel, un patrón: la potencia de Roma que te atormentaba eternamente. La parada estaba marcada por el monumento de mármol con las cuatro grandes C mayúsculas grabadas. El bloque de piedra, alisado y reluciente por el roce continuo de la gente, resplandecía de noche al paso de los faros, como un cometa que se podía distinguir incluso desde el pueblo. Cuando mi padre me llevaba a la Vía, me hacía sentar sobre la grupa de esa piedra y allí quedaba yo como un pajarito sobre un pico de montaña.

"Y él me hacía tocar ciertos pequeños arañazos, cada uno de los cuales era la vida de un padre de famila o de un buen muchacho que había tomado la columna. No había bicicleta, motocicleta o balilla del pueblo que no hubiese tratado de entrarle a fondo, de arrancarla de la Vía. Pero sólo la despellejaban un poco. Muchos de los que probaban se los llevaba la belúa. Así la llamaban en el pueblo a la cruel belúa que habitaba en ese mármol desde el día en que había sido plantado allí por el cónsul Aurelio. La belúa, la comadreja astuta y malvada que no quería que ninguno la viese pero que confundía a la gente con sus ojos y sus malos encantos. Yo conocía a tantos que decían haberla visto o entrevisto y que me han enseñado a reconocerla de noche y hasta de día. Aunque había que estar muy atento para ser tan astutos como ella, para adivinar un relámpago, a veces de oro, a veces escarlata, a veces como de electricidad, que atravesaba el mármol y confundía el aire a su alrededor.

"A ti, Saverio, te parecerá una fábula, y ahora me lo parece también a mí, pero la he visto alguna vez y por consiguiente puedo atestiguar que esa piedra tiene su alma de comadreja, una bestia malvada que monta guardia en el camino y cuando le sube el capricho y la rabia se traga a las buenas gentes. Es por eso que alrededor de ese mármol siempre hay gran cantidad de mazos de alcatraces y gladiolos y billetes con listones negros con los nombres de las gentes del pueblo que allí dejaron su pellejo.

"Eso es todo. Tu padre atravesó la Vía y no ha habido modo de que pudiese volver sobre sus pasos. Nosotros hicimos lo mismo. Me dirás que son historias estúpidas y no digo que estés en el error. Pero lo que atañe a la gente jamás es completamente estúpido: basta hurgar dentro como se debe y siempre encontrarás su sentido.

"Seguramente pensaba también así ese Ungaretti, con su idea fija que lo hacía acercarse a nosotros, aunque aparentemente era tan distinto, por haber nacido del otro lado de la Vía. Quien nació allá no podía ser un buen anarquista, pero quizá tenía la nostalgia de esos desgraciados que lo son por la fuerza de las cosas. Sea como fuere, he terminado. Yo, que he leído y releído esos poemas, no me asombro mucho si tu padre los ha conservado. Más bien me parece casi natural, aunque sólo ahora descubro, ahora que se ha ido, que tuviese ganas de leer. Por lo demás, sabes más o menos las cosas que yo sé. Si quieres un consejo, ocúpate de tu vida y espera olvidarlas: no encontrarás jamás nada en Carlomagno que te pueda ayudar para lo que quieras llegar a ser."


Traducción: Guillermo Almeyra