La Jornada Semanal, 5 de enero de 1997
ƑTenemos que hablar del tabaco? šHablemos del tabaco!
No fuméis puros... encended un cigarrillo. El cigarrillo es el perfecto campeón del placer. Es exquisito y nos deja insatisfechos. ƑEs que se puede desear algo mejor?
Y atribuiréis a la pipa (en la cual nos sentimos aplastados y recogidos como el tabaco) la extraña facultad de fumaros.
Torpor de los puros; y ustedes, šcigarrillos soporíferos!
šYo os fumo, reinas del Egipto! pequeñas momias doradas.
Los nervios se amargan por el sabor y por el olor (...) y sin embargo, me obstino en fumar. ƑPor qué será?
En la guerra que combato
mi ser está contra sí
conmigo mismo me bato
šDios me defienda de mí!
Colillas. Dicen que las plegarias nocturnas son los centinelas del dolor. Los míos son más bien estas pobres colillas, el mal, los latigazos que sirven para espolear esta bestia cuesta arriba, siempre cuesta arriba. He aquí los caídos después de la batalla: cuatro cabos abandonados e inertes. Parecen los cartuchos quemados que los cazadores desparraman por el campo. Yo los coleccionaba. Me recuerdan a los caballeros del Apocalipsis: "Llanuras del Tibisco y del medio Danubio. Estas amplias planicies, tantas veces devastadas por las invasiones desde el siglo IV, trazaban entonces en el mapa humano de la Europa una enorme mancha blanca. Soledades, las llama el cronista Reginone di Prüm." šPobre Reginone! En este cenicero veo las soledades barridas por el viento, y veo una película con Yves Montand. Mientras lejos explota silencioso un camión lleno de nitroglicerina, me vuela entre las manos el tabaco de un cigarillo, apenas enrollado y alejado por una explosión no oída aún, jamas oída, pero ya sucedida desde siempre, que sopla. Y yo soy aquel viento.
En público es diferente. Hay quien usa la goma de mascar y después la pega bajo la silla. Nunca he entendido el motivo de estos anidamientos. Ustedes siembran el mundo de pálidos moldes dentales; yo, en cambio, prefiero este comercio de suspiros, el humo que se intercambia: sacar, echar fuera, todo un tránsito de almas. Siempre he asociado este vicio con mi tío. Tenía un brazo lesionado, una extensión apagada que le servía para sujetar el cigarillo, prótesis sobre prótesis. Para mí, cada cigarillo ha quedado fijo en aquel gesto breve. Una vez, me lo encontré en un museo. Es extraño, él no iba nunca. Doy vueltas a su alrededor durante media hora y no me reconoce. Es un espejismo, una nube, un sosia de humo.
Existen muchas personas que no tienen la sensación de haber terminado algo si no la emprenden contra sí mismos: yo, entonces, he comenzado a fumar. Empecé con el interior del saúco. Aspiraba un meollo fibroso y blanco, semejante a un filtro. No se parecía en nada a un cigarillo, salvo en la forma. Bocanadas ásperas, vegetales, como de leña verde, en compañía de treceañeros envenenados por el humo, la impaciencia y el aburrimiento. Aprendí una finura, al menos. Consistía en sostener la colilla aún encendida en la boca, con un simple movimiento de los labios y sin auxilio de las manos. Me habían dicho que se trataba de un truco habitual en los campos sicilianos, de noche, cuando se corría el peligro de ser descubierto y muerto. Yo lo hacía en plena tarde, feliz de sentir aquella flecha de fuego fosforescente agazapada en la oscuridad: "Oh, comme il fait noir dans ta bouche."
Con el cerillo, sin embargo, he desistido. De encenderlo con una sola mano, digo. Me bastó quemar por error la membrana que une el pulgar con el índice, y lo dejé. (ƑTendrá un nombre, esa parte de la mano? La última vez me lo pregunté a propósito del hueco que hay detrás de la rodilla. Lo mencionaban en una película. Ni más ni menos que seis meses después, en aquel preciso punto, se me formó un quiste grueso como un cartucho de caza. Así descubrí el nombre, región poplítea. Es inútil operarse, vuelve a crecer igual cuando pasan los años, como la cola de las lagartijas. Y el asco de estas metamorfosis. Lógicamente, ahora me agacho mal.)
Después, las cosas acostumbradas para dejarlo. Luego de haber tirado todas las reservas, me quedaba en casa como una fiera en su jaula, y me fumaba aquellos productos típicos comprados en veinte años de viajes: las papiroskas rusas con el mango de cartón, los puros mexicanos y el tabaco de la India. Todo viejo, seco, repugnante. Sin embargo, šqué cajetillas! Era Cinemascope. Hasta que regresaba a hurgar en el bote de la basura, para recuperar las sobras de alguna colilla empezada. A veces, para adelantarme y volver vano este procedimiento, estrujaba los restos, arruinándolos. Un día llegué a partirlos en dos. No sirvió de nada. Alcancé a unir los dos pedazos de la colilla con cinta adhesiva, y funcionaba, bastaba detenerse un poco antes de la juntura para no sentir un olor de fábrica en llamas. Por otra parte, yo sé perfectamente por qué fumo: espero el sobresalto.
Narcóticos viriles, los llaman, y lo creo. El sobresalto indica el contragolpe, esa especie de extrasístole inducida que acompaña la primera bocanada. No hay ningún motivo para fumar de noche, cuando el organismo ya está listo, acorazado. Mejor al alba, tomándolo por el pecho, cortándole la respiración mientras está todavía inerme, pío, tembloroso, empapado de sueño. Es un gusto siniestro y vertiginoso, que me recuerda las reliquias deshojadas en los puestos de las estaciones con un sentimiento de asco idéntico al ardor, al arder, al sorpresivo cataclisma cardíaco. El humo custodia una zozobra ilimitadamente puberal, una total extinción de la mujer, una absoluta tristeza de sí. No sólo forma parte de la adolescencia, sino que constituye su tejido viviente, extraído por biopsia. Y he aquí cuatro de sus jirones, cuatro pobres colillas neurocelulares, arrancadasde mi corazón y puestas sobre el vidrio de este cenicero para un análisis histopatológico.
Traducción: Ernesto Hernández Busto
La Jornada Semanal, 5 de enero de 1997
Sueño de Dédalo, arquitecto y aviador
na noche de hace miles de años, en un tiempo que no es posible calcular con exactitud, Dédalo, arquitecto y aviador, tuvo un sueño.
Soñó que se encontraba en las entrañas de un palacio inmenso, y estaba recorriendo un pasillo. El pasillo desembocaba en otro pasillo y Dédalo, fatigado y confuso, lo recorría apoyándose en las paredes. Cuando hubo recorrido el pasillo desembocó en una pequeña sala octagonal, de la que partían ocho corredores. Dédalo comenzó a sentir un gran afán, y un deseo de aire puro. Enfiló por un corredor, pero ese terminaba contra una pared. Tomó otro, pero también ese terminaba contra una pared. Por siete vecesDédalo intentó hasta que, a la octava tentativa, enfiló por un corredor larguísimo que después de una serie de curvas y de ángulos desembocó en otro corredor. Dédalo entonces se sentó sobre un escalón de mármol y se puso a reflexionar. Sobre las paredes del corredor había antorchas encendidas que iluminaban los frescos azules de aves y de flores.
Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo. Se quitó las sandalias y comenzó a caminar descalzo sobre el piso de mármol verde. Para consolarse, se puso a cantar una antigua canción de cuna que había aprendido de una vieja criada que lo había arrullado en la infancia. Las arcadas del largo corredor le restituían su voz repetida diez veces.
Solo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo.
En aquel momento desembocó en una amplia sala circular, pintada con paisajes absurdos. Recordaba aquella sala, pero no recordaba por qué la recordaba.
Había asientos forrados de paños lujosos y, en medio de la estancia, un amplio lecho. Sobre el borde del lecho estaba sentado un hombre esbelto, de ágiles y juveniles rasgos. Y aquel hombre tenía una cabeza de toro. Sostenía la cabeza entrelas manos, y sollozaba. Dédalo se le acercó y le puso una mano en el hombro. ƑPor qué lloras?, le preguntó. El hombre liberó la cabeza de las manos y lo fijó con sus ojos de bestia. Lloro porque estoy enamorado de la luna, dijo, la he visto una sola vez, cuando era niño y me asomaba por una ventana, pero no puedo alcanzarla porque estoy prisionero en este palacio. Me contentaría sólo de tenderme sobre un prado, durante la noche, y de hacerme besar por sus rayos, pero estoy prisionero en este palacio, es desde mi infancia que estoy prisionero en este palacio. Y volvió a llorar.
Y entonces Dédalo sintió una gran zozobra, y el corazón le batía fuerte en el pecho. Yo te ayudaré a salir de aquí, dijo.
El minotauro levantó la cabeza y lo fijó con sus ojos bovinos. En esta estanciahay dos puertas, dijo, y como custodia en cada puerta hay dos guardianes. Una puerta conduce a la libertad y una puerta conduce a la muerte. Uno de los guardianes dice sólo la verdad, y el otro dice sólo la mentira. Pero yo no sé cuál es el guardián que dice lo verdadero y cuál es el guardián que miente, ni cuál es la puerta de la libertad y cuál la puerta de la muerte.
Sígueme, dijo Dédalo, ven conmigo.
Se acercó a uno de los guardianes y le preguntó: Ƒcuál es la puerta que según tu colega conduce a la libertad? Y luego cambió de puerta. En efecto, si hubiese interrogado al guardían mentiroso, este hombre, cambiando la indicación verdadera del colega, le habría indicado la puerta del patíbulo; si, en cambio, hubiese interrogado al guardián verdadero, este hombre, dándole sin modificarla la indicación falsa del colega, le habría indicado la puerta de la muerte.
Atravesaron aquella puerta y recorrieron de nuevo un largo corredor. El corredor ascendía y desembocaba en un jardín colgante, desde el cual se dominaban las luces de una ciudad ignota.
Ahora Dédalo recordaba, y era feliz de recordar. Bajo los zarzales había escondidas plumas y cera. Lo había hecho para sí, para huir de aquel palacio. Con aquellas plumas y aquella cera construyó hábilmente un par de alas y las sujetóa las espaldas del minotauro. Después lo condujo al borde del jardín colgante y le habló.
La noche es larga, dijo, la luna muestra su cara y te espera, puedes volar hasta ella.
El minotauro se volteó y lo miró con sus ojos apacibles de bestia. Gracias, dijo.
Ve, dijo Dédalo, y le dio un empujón. Miró al minotauro que se alejaba con amplias brazadas en la noche, y volaba hacia la luna. Y volaba, volaba.
Versión de Felipe y Carlos Coronel.
Tomado de Sogni di sogni, Sellerio, Palermo, 1993.
Sueño de Arthur Rimbaud, poeta y vagabundo
La noche del veintitrés de junio de 1891, en el hospital de Marsella, Arthur Rimbaud, poeta y vagabundo, tuvo un sueño. Soñó que estaba atravesando las Ardenas. Llevaba su pierna amputada bajo el brazo y se apoyaba en una muleta. La pierna amputada estaba envuelta en la hoja de un periódico en la cual, en letras grandes, estaba impreso un poema suyo.
Era alrededor de la medianoche, y había luna llena. Los prados eran de plata, y Arthur cantaba. Llegó a los alrededores de una casucha donde había una ventana iluminada. Se tendió sobre el prado, bajo un enorme almendro, y continuó cantando. Cantaba una canción revolucionaria y vagabunda que hablaba de una mujer y de un fusil. Después de un rato, la puerta se abrió y una mujer salió y se acercó. Era joven y llevaba el pelo suelto. Si quieres un fusil, como pide tu canción, yo puedo dártelo, dijo la mujer, lo tengo en el granero. Rimbaud estrechó su pierna amputada y rió. Voy a la Comuna de París, dijo, y necesito un fusil.
La mujer lo guió hasta el granero. Era una construcción de dos pisos. En el piso bajo estaban las ovejas, y en el piso de arriba, al que se subía con una escalerade mano, estaba el granero. No puedo subir hasta allá, dijo Rimbaud, yo te esperaré aquí, entre las ovejas. Se tendió encima de la paja y se quitó los pantalones. Cuando la mujer bajó, lo encontró preparado para hacer el amor. Si deseas una mujer como pide tu canción, dijo la mujer, yo puedo dártela. Rimbaud la abrazó y le preguntó: Ƒcómo se llama esta mujer? Se llama Aurelia, dijo la mujer, porque es una mujer de sueño. Y se zafó el vestido.
Se amaron entre las ovejas, y Rimbaud tenía bien cerca su pierna amputada. Cuando se hubieron amado, la mujer dijo: quédate. No puedo, respondió Rimbaud, debo partir, ven afuera conmigo, a ver el alba que surge. Salieron hacia el despoblado que estaba ya claro. Tú no escuchas estos gritos, dijo Rimbaud, pero yo los oigo, vienen de París y me llaman, es la libertad, es el reclamo de la lejanía.
La mujer estaba todavía desnuda, bajo el almendro. Te dejaré mi pierna, dijo Rimbaud, cuídala mucho.
Se dirigió hacia la carretera. Qué bello, ahora no cojeaba más. Caminaba como si tuviera dos piernas. Y bajo sus chanclos la calle resonaba. El alba era roja en el horizonte. Y él cantaba, y era feliz.
Versión de Felipe y Carlos Coronel.
Tomado de Sogni di sogni, idem.