Antonio García de León
La legalización del despojo
Este 6 de enero se han cumplido cinco años de la contrarreforma neoliberal al artículo 27 constitucional; una modificación impuesta desde el exterior que pretende cancelar para siempre las demandas campesinas que se expresaron en la revolución de 1910-1920, las que fundamentaron el gigantesco proceso de reforma agraria emprendido por el general Lázaro Cárdenas (1934-1940), y que subyacen en un enorme sector de la población del campo mientras el problema agrario no esté resuelto en su aspecto social (o mientras no sea visto solamente como ``rezago agrario'', es decir, como un asunto de traslado de expedientes de una oficina a otra, algo que, por lo demás está ya ``a punto de finiquitarse...'')
Y es que de hecho, el 27 reformado en 1992 por el actual ``gabinete agropecuario transexenal'' constituye el marco legal básico que naturalmente excluye a la propiedad ejidal y comunal (y, con más razón, a la autonomía y los territorios indios), a más de que en su forma actual (en favor de un sistema de grandes explotaciones agrícolas privadas que operen en un régimen de economía abierta en el contexto del fallido Tratado de Libre Comercio), propicia, como la primera reforma liberal, el despojo de tierras ejidales y comunales en razón de la nueva ``utilidad pública'': la de la iniciativa privada y la de los latifundios por acciones. Es pues una legislación hecha a la medida para compatibilizar la estructura agraria mexicana a las necesidades del TLC, que en la práctica, y bajo el imperio de esa ley, deja a las comunidades agrarias sin protección contra los eventuales despojos. Es una ley que por decreto ha convertido a la tierra en una mercancía y nada más, y para la cual, como en el porfiriato, las comunidades rurales no cuentan, más allá de ser eventuales proveedoras de mano de obra barata (nuestra principal y más atractiva mercancía en el TLC). Y esa ley, que funciona hoy como candado de cualquier acuerdo, forma parte imprescindible de la política económica fundamentalista, antipopular y anticampesina aplicada en México desde 1982, que ha conducido al campo mexicano (y al país) a la ruina económica y a la conversión de los productores en deudores.
Como es bien sabido, la contrarreforma se justificó por la necesidad de acelerar la inversión en la agricultura, que, según el imaginario salinista, se hallaba desalentada por ``la inseguridad generada por las invasiones'', por el resurgimiento del movimiento campesino o por el mismo proceso anterior de repartos, así como por la prohibición para que las empresas poseyeran o adquirieran tierras ejidales y comunales. Es también sabido que estas reformas, en el caso de Chiapas (una entidad en donde la anterior legislación no había logrado modificar la situación de la tenencia favorable históricamente a los finqueros), ocurrió en el momento en que se colapsaba el precio mundial del café (principal producto regional) --con el deterioro económico consecuente--, y que vino acompañada por una intensificación de la represión política (Código Penal, Código Forestal, desalojos sangrientos y otras arbitrariedades de uno más de los gobernadores finqueros de esa entidad gobernada desde el centro, Patrocinio González Garrido...), elementos todos que, como bien se sabe, precipitaron la desesperación de los productores rurales y alimentaron la rebelión estallada en enero de 1994.
En este quinto aniversario de ``la Ley Agraria que promueve el desarrollo y la modernización'' (aunque las inversiones privadas tampoco aterrizaran en el campo), el gobierno ha perdido ya el control en el medio rural, --la legitimidad la ha sustituido allí con soldados, retenes y tanques de guerra-- y su política ha producido una generalización nunca antes vista de la violencia, dando lugar a que múltiples organizaciones rurales, acosadas por el desenfreno caciquil y la miseria, se conviertan en grupos guerrilleros, presentes en por lo menos diez estados del país. En este escenario, estamos ya en las vísperas --después de casi un año de retardo-- de que por fin se turne al Legislativo la iniciativa procesada por la Cocopa, que recoge los acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígenas; acuerdos firmados el 16 de febrero del año pasado y en donde el EZLN dejó inscrita su inconformidad por la persistencia de este candado legal, que de hecho invalida cualquier reforma que tenga que ver con el medio rural.
Y es que mientras la iniciativa de ``reforma indígena'' sea simplemente teórica y ``cultural'' (y no aterrice en el problema fundamental que para los pueblos indios y para las comunidades campesinas sigue siendo la tierra, y una concepción integral y participativa del desarrollo económico), --y que además no se conciba como parte de una necesaria transición a un estado de derecho y a una democracia realmente representativa--, los acuerdos serán una incongruencia: un nuevo proyecto de ley más, que se contrapone a la Ley Agraria vigente y a la política económica actual; ambas defendidas hasta sus últimas consecuencias por la actual administración. Sin duda ha sido loable la actuación de la Cocopa para destrabar el conflicto con esta primera iniciativa de ley, pero hay que decir también que a lo largo de las negociaciones de este primer tema en San Andrés, los legisladores de todos los partidos consideraban ya inamovible la Ley del 6 de enero de 1992, e impronunciable cualquier referencia a su eventual reforma...
Ante ese panorama y ante esta ``correlación de fuerzas'' (frase muy socorrida en San Andrés por la extinta delegación gubernamental), resulta francamente difícil imaginar una salida rápida y feliz a la problemática iniciada en Chiapas hace tres años.